Más de cuatro millones y medio de extranjeros residen habitualmente en España. Casi un millón y medio proceden de la Unión Europea, con lo que pueden beneficiarse de tímidas ventajas políticas aunque solo en elecciones municipales. Otros tres millones y pico ni eso. La mayor parte de estos últimos inmigrantes procede de América Central y […]
Más de cuatro millones y medio de extranjeros residen habitualmente en España. Casi un millón y medio proceden de la Unión Europea, con lo que pueden beneficiarse de tímidas ventajas políticas aunque solo en elecciones municipales. Otros tres millones y pico ni eso. La mayor parte de estos últimos inmigrantes procede de América Central y del Sur, con los que compartimos idioma, y de países africanos, seguidos a distancia, en términos de cantidad, por asiáticos y europeos no comunitarios.
Estas personas viven permanentemente en España, donde trabajan, pero conservan su nacionalidad de origen.
La plenitud de los derechos políticos constituye la ciudadanía, y ésta no se construye sin el derecho a participar en los asuntos públicos. Se es ciudadano de pleno derecho si se puede votar y ser votado en elecciones generales.
La Constitución de 1978 atribuye la ciudadanía plena sólo a los españoles. Dicho de otra manera: hoy la ciudadanía está vinculada a la nacionalidad. A la nacionalidad española.
El trabajo de los inmigrantes extranjeros es muy apreciable en toda España, y no sólo en las grandes megalópolis. Hay áreas de actividad, como la de los servicios de cuidado, prestados abrumadoramente por inmigrantes; encontramos inmigrantes asiáticos en el comercio y en la restauración; inmigrantes africanos en la importante actividad del reciclado, en la agricultura y en el comercio… Son solo unos pocos ejemplos, ya que la variedad de sus actividades es imposible de resumir. En las poblaciones pequeñas, donde las gentes se conocen, suelen ser muy apreciados y estar bien integrados. Pues bien: estas personas, establecidas permanentemente en España, avecindadas en ella, carecen de derechos políticos plenos: carecen de ciudadanía.
Hace años Javier de Lucas propuso reconducir la ciudadanía no sólo a la nacionalidad sino también a la vecindad, a un avecindamiento suficientemente sostenido en el tiempo. Cuatro o cinco años podrían bastar.
Ha llegado la hora de retomar esta inteligente propuesta y reformar el art. 13, 2, de la Constitución de 1978 para dotar de derechos plenos de participación política a nuestros vecinos de nacionalidad extranjera. Para que dejen de ser políticamente inexistentes y aporten, en el ámbito de la esfera pública, sus aspiraciones en la vida civil; para que en España latinoamericanos, africanos, orientales y otros tengan políticamente voz. También para protegerles (y protegernos) de los victimarios protonazis que necesitan a alguien, preferentemente extranjero, a quien humillar. Para que nuestra sociedad esté menos atomizada y más integrada: para que los hijos de estas generaciones de inmigrantes puedan sentirse ciudadanos españoles con naturalidad. Para que la palabra ‘democracia’ no se vacíe de sentido -o no tenga solo el sentido ritual y momificado de su invocación institucional- y muestre en cambio su cara amable y sus fecundas potencialidades para la vida en común.
Un cambio constitucional que atribuyera la ciudadanía española a los extranjeros residentes permanentes, y no solamente a los españoles, podría ser un pequeño botón de orgullo cívico para todos, al extender las relaciones democráticas, además de un acto de justicia.