El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un […]
El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. George Orwell. 1984
Ciudad, neoliberalismo y «Sociedad del Riesgo».
El crecimiento y desarrollo de las ciudades ha sido, a lo largo de la historia, la expresión territorial de las necesidades y el modo de vida de la sociedad urbana.
En la actualidad, y en el contexto geográfico de nuestro llamado mundo civilizado, el crecimiento urbano y suburbano es una proyección sobre el territorio del modo de vida de una sociedad configurada bajo la opresión del neoliberalismo. Una doctrina socioeconómica dirigida, por una parte, a satisfacer motivaciones e intereses económicos y de mercado, y, por otra, a mantener e incrementar los privilegios de las élites de poder a costa de ir mermando los recursos naturales y del desmantelamiento progresivo de la cobertura ofrecida por el sistema a las necesidades del conjunto de una sociedad cada vez más desestructurada, individualista y sin conciencia colectiva o de clase. Como consecuencia del neoliberalismo, y más en su actual etapa que se ha convenido en llamar globalización, nuestra sociedad, eminentemente urbana (2), se encuentra sometida a una multiplicidad de incertidumbres y peligros que nos introducen de lleno en lo que Ulrich Beck ha definido como la «Sociedad del Riesgo». Unos riesgos con diferentes respuestas según los casos. Por un lado, generalmente cuando al sistema no le interesa que se evidencien con nitidez, o son percibidos muy vagamente y asumidos como algo inevitable e inherente al propio modo de vida o son minimizados mediante el desarrollo de mecanismos psico-sociales de autocomplacencia que nos hacen depositar una irresponsable confianza ciega en la técnica como infalible factor para su neutralización. En otras ocasiones son mantenidos o magnificados para posibilitar el establecimiento abusivo de pautas de control social al servicio de la élite económico-política.
Así, el hecho urbano es, en nuestro contexto geográfico e histórico, una proyección sobre el territorio del consumismo, el despilfarro, la desigualdad, las fobias y del binomio enfrentado opulencia-miseria que configuran el modo de vida capitalista y su culto exacerbado al individualismo como mecanismo para alcanzar el éxito. Un modo de vida que conduce a nuestras ciudades a una deconstrucción permanente de los espacios comunes o colectivos tanto en el plano territorial como en el psico-social y a una fragmentación y segregación progresiva del espacio (no) urbano. Nuestras ciudades, al servicio de todos estos vicios neoliberales, han dejado de ser un proyecto social y en este proceso los ciudadanos, al estar cada vez más aislados, tanto física como mentalmente, sufrimos cada vez una mayor indefensión frente a un entorno físico y económico-político que se torna, progresivamente, más agresivo y menos democrático. Y como respuesta aberrante y ante la inoperancia, interesada o no , de los poderes públicos para atajar esta situación, en lugar de tratar de construir, mediante iniciativas ciudadanas colectivas, espacios comunes de encuentro, nos inclinamos por blindar nuestras casas, barrios, ciudades e, incluso, nuestras mentes tratando de mitigar de este modo las fobias que nos provocan la parte de los riesgos que, de forma casi siempre sesgada, percibimos en ese entorno.
El móvil económico como fundamento de la segregación urbana y la fragmentación social. El rol del modelo y las infraestructuras de transporte en la ciudad fragmentada, segregada y antidemocrática del neoliberalismo.
En la actualidad, uno de los procesos más relevantes que experimentan nuestras ciudades consiste en la consolidación de sectores urbanos diferenciados y aislados que se caracterizan por desempeñar funciones predominantes o exclusivas y excluyentes.
No obstante, esa vocación monofuncional de las diferentes áreas que conforman la ciudad sectorizada no constituye un fenómeno nuevo. Su origen se encuentra en la profunda transformación experimentada en los medios de producción y transporte (3), con la aparición y desarrollo del ferrocarril, a raíz de la Revolución Industrial, que llevaron, por una parte, a un crecimiento hasta entonces desconocido de las ciudades y, por otra, a la configuración de sectores urbanos diferenciados. Comienzan entonces a surgir en el territorio urbano zonas industriales y barrios obreros y a desarrollarse en los extrarradios periurbanos áreas residenciales destinadas a las clases altas que huyen de la congestión y de la polución de las urbes industriales. Con esta sectorización comienzan a darse los primeros síntomas de la fragmentación social inherente al desarrollo de sectores urbanos segregados.
Sin embargo, los fenómenos de crecimiento, fragmentación y segregación, y dispersión suburbial de las ciudades, no alcanzan a cobrar su verdadera e incontenible fuerza hasta la primera o la segunda mitad del siglo XX, dependiendo de las zonas, con la consolidación del uso del automóvil privado y el desarrollo de las vías de transporte por carretera. En el marco del neoliberalismo, esta «revolución» del modelo de transporte supone un catalizador ideal para la extensión y dispersión de la ciudad y para un aislamiento y una fragmentación y segregación física sin precedentes, no sólo de las funciones urbanas en sectores, sino también de diversas áreas residenciales claramente diferenciadas. Esta diferenciación de diversas áreas residenciales aisladas que, generalmente, son habitadas por colectivos también diferenciados y formados por individuos con peculiaridades similares, conforma un «caldo de cultivo» ideal para el incremento y consolidación de fenómenos de fragmentación, segr egación e incomunicación social.
Dicha segregación social puede achacarse a multitud de motivos aparentes, como pueden ser raciales o religiosos, pero en su origen primario casi siempre está la motivación económica (4). Así, por ejemplo, en los guetos habitados por población de raza negra sólo viven negros pobres. Y también a veces blancos pobres. Los negros ricos, por el contrario, viven en mansiones suntuosas situadas en lujosas urbanizaciones o en las áreas residenciales de los centros urbanos de decisión. Y, más que discriminados, son envidiados.
Por otra parte, la segregación y fragmentación física del espacio y su traducción socioeconómica determinan grandes diferencias en cuanto a las posibilidades de acceso de cada grupo social segregado a los diferentes elementos del sistema (no) urbano, desempeñando de nuevo en este caso un papel fundamental el modelo de transporte dominante. Éste, al ser claramente incompatible con los medios de transporte públicos y colectivos como consecuencia del modelo territorial y urbanístico de la ciudad difusa y al estar basado, por consiguiente, casi exclusivamente en medios de transporte individuales y privados es un modelo clasista, excluyente, exclusivista, no democrático y cerrado. Los excluidos y las clases sociales más débiles, al tener escasas o nulas posibilidades económicas para disponer de medios de transporte privados ven muy reducida su capacidad de movilidad y de acceso a los diferentes sectores, áreas y servicios urbanos.
Además, en las áreas urbanas ocupadas por estas clases sociales o en sus proximidades suelen ser insuficientes o inexistentes una serie de servicios y equipamientos básicos. En la ciudad difusa y segregada las administraciones competentes no suelen tener la capacidad financiera ni, en muchas ocasiones, la voluntad política necesarias para disponer estos servicios y equipamientos en iguales condiciones de accesibilidad para el conjunto de los ciudadanos, resultando casi siempre discriminadas las áreas cuyos habitantes disponen de menores niveles de renta.
En este sentido resulta un (no) urbanismo no democrático, si asumimos que uno de los fines últimos de la democracia debiera ser que todos los ciudadanos gozasen de posibilidades para una vida digna en igualdad de condiciones.
El saqueo de los espacios colectivos
Por otra parte, la nueva dimensión que adquiere el espacio colectivo, perdiendo de facto su carácter público, es un factor añadido que inhibe las relaciones, la comunicación y la participación social. Los espacios públicos de comunicación son sustituidos por nuevos espacios de tránsito como las vías de comunicación rápida o los grandes centros comerciales en los que las personas son esclavas permanentes de la velocidad, la incomunicación y una soledad que, paradójicamente, se desenvuelve entre la muchedumbre. El espacio social, por tanto, alcanza cotas de empobrecimiento patológicas y queda reducido a estos (no) lugares de tránsito o a esferas de relación social muy específicas como la laboral y, en última instancia, a la vivienda familiar, la cual se convierte, con el apoyo de los medios de comunicación de masas y de las nuevas tecnologías, en mirador casi exclusivo del gran escaparate del mundo, muestrario de una falaz (i) realidad virtual.
Inhibición de las relaciones sociales, pobreza e inseguridad. Las respuestas al miedo: seguridad privada, patrullas ciudadanas y fortificación de espacios y escenarios urbanos.
Se conforma de este modo una sociedad (débil en relaciones sociales) urbana (en realidad no-urbana) atenazada por diferentes fobias. La desigualdad genera, en el polo de los desfavorecidos y los excluidos, pobreza y esta pobreza, por lo general asociada falaz, sesgada y aberrantemente a la violencia en el imaginario colectivo, es germen de una fobia cada vez más patente y potente que atraviesa toda la sociedad desde las clases más favorecidas hasta la clase trabajadora. Una desclasada sociedad de clases «unida» frente y por el miedo a los excluidos.
Evidentemente, ni la pobreza, ni su asociación psico-social a la violencia son exclusivas del medio urbano. No obstante, es en el medio urbano, y especialmente donde la urbe ha sido «devorada», desnaturalizada y dominada por la (no) ciudad difusa donde más evidentes se hacen las desigualdades y donde más visible resulta la pobreza y, por lo tanto, donde es más palpable e inquietante una creciente sensación ciudadana de inseguridad ante ese, en principio falso, binomio pobreza-violencia (5).
La fragmentación, el individualismo, la incomunicación y, entre otra multiplicidad de factores, esa consolidación de la vivienda como espacio central y casi exclusivo de las (no) relaciones «sociales» que caracterizan nuestro estilo de vida urbano, propician el deterioro y destrucción de la ciudad tanto desde el punto de vista urbanístico como desde el sociológico. Todo ello «aísla» al ciudadano que «debe» enfrentarse, sólo o en agrupaciones de carácter casi tribal y mediante métodos parapoliciales alimentados por prejuicios de corte fascista, a unas fobias crecientes, que retroalimentan al sistema y a sus métodos de (des) control social, ante las cuales difícilmente puede encontrar respuestas satisfactorias. Especialmente si tenemos en cuenta que la gran extensión de la ciudad difusa requiere grandes esfuerzos de financiación para su dotación en cualquier tipo de servicios, incluidos los de seguridad. Esas dificultades de financiación se ven incrementadas como producto de un as demagógicas políticas neoliberales que preconizan el adelgazamiento del Estado y la reducción de las cargas tributarias en el marco de una fiscalidad cada vez menos progresiva.
Así, es sobre las ruinas urbanas perpetradas por el voraz carcinoma de la ciudad difusa donde con más fuerza y más «amenazantes» emergen la «agorafobia», la xenofobia y otros muchos miedos que, en la mayoría de los casos, resumen o son el resultado de un miedo patológico a la «violencia de la pobreza» y propician la adopción de falsas e inoperantes soluciones de carácter individual o, como mucho, «tribal».
Como respuesta al miedo surge y se desarrolla un proceso de «blindaje» urbano que comienza en urbanizaciones habitadas por clases sociales altas y que progresivamente se hace extensivo al conjunto de la (no)ciudad, que ve evolucionar sociológica y tipológicamente muchos de sus fragmentos rotos hasta convertirse en urbanizaciones-fortaleza plagadas de habitaciones del pánico y chalés-búnker en los que sus habitantes se aíslan y tratan de protegerse de «los otros» y de sus fobias, imaginarias o reales, rodeándose de «infranqueables» muros y verjas y mediante sofisticados medios telemáticos y costosos servicios de seguridad privada.
Se inicia así un arriesgado proceso mediante el cual parte de la capacidad otorgada por la sociedad al Estado o, según se prefiera, hurtada por el Estado a la sociedad para combatir la inseguridad y la violencia (mediante el ejercicio de una violencia «legal» o regularizada) pasa a ser «privatizada», unas veces de forma reglada y otras en un peligroso marco de alegalidad y permisividad oficial. Y como culminación del proceso la violencia «oficial», tanto directa como «delegada», tanto en forma manifiesta como en forma latente, expresada en una diversidad de métodos abusivos de (des)control urbano, acaba por aplicarse de manera arbitraria y «preventiva» (6).
Los excluidos y los «diferentes» ya no sólo son «apartados» al ser considerados «inferiores», sino que por el mero hecho de serlo, pasan a ser sospechosos y objeto de violencia «preventiva», ante la permisividad o la complicidad oficial, sin derecho siquiera a la presunción de inocencia. Y todos los fenómenos de violencia urbana, independientemente de la procedencia social (que suele ser diversa) de quiénes lo perpetren, acaban siendo abstractamente atribuidos a las clases sociales más desfavorecidas (7).
Entretanto los riesgos y peligros más «auténticos» y más lacerantes y generalizados son minimizados o ignorados y, por lo tanto, no se toman o se exige con la suficiente fuerza que se tomen las medidas necesarias para atajarlos. Estos riesgos, al ser inherentes a las mismas raíces del actual modelo de vida urbano (que es a la vez donde mejor se expresa el modo de vida capitalista) y a pesar de estar presentes permanentemente, son percibidos sólo vagamente. Riesgos que, por otra parte, tienen difícil solución sin la adopción de medidas radicales que difícilmente serían permitidas o asumidas por los beneficiarios del carácter mercantilista que domina la (de) construcción de nuestras ciudades. Así, los habitantes de nuestro mundo urbano no experimentan la necesidad de «protegerse» ante la atroz violencia ejercida por la movilidad obligada en la que se sustenta el modelo (8). Una movilidad que es origen de una irrefrenable pandemia de trastornos psicológicos, como el estrés y de enfermedades físicas que merman la calidad de vida, y que produce, además, muchos más muertos y pérdidas económicas (en siniestros de tráfico, atascos, etc.) que los que pudieran atribuirse a la «violencia» de los excluidos.
Pero el binomio pobreza-violencia, a pesar de nacer como una construcción psico-social falaz, termina por hacerse una realidad siempre presente en las áreas más desfavorecidas por los fenómenos de fragmentación espacial y social de nuestras ciudades. En estas áreas, que acaban conformándose como auténticos guetos y bolsas de pobreza, una parte de la población, bien de manera individual, bien organizada en bandas o «tribus» urbanas generalmente dirigidas y utilizadas por «mafias» de diversa índole, termina, al no vislumbrar otras alternativas, por hacer de la violencia su modo de vida. Esto, que en buena medida es respuesta de estos grupos «violentos» a la violencia latente del sistema, instala el miedo permanente, esta vez un miedo más fundamentado que imaginario, entre el conjunto de los habitantes de estos «guetos» urbanos que terminan, ante el frecuente abandono de las políticas oficiales, por convertirse en auténticas «ciudades sin ley» donde proliferan «patrullas» ciudad anas plagadas de «justicieros» arbitrarios. Tal vez la forma de blindaje urbano más aberrante, atroz y peligrosa.
De este modo se va generalizando la creación de urbanizaciones blindadas, ocupadas por clases altas y medias, y de suburbios y tugurios «sin ley». El afán desmedido por crear espacios blindados en los que seguir manteniendo el modo de vida insolidario de unos pocos, genera espacios urbanos «prisioneros», «protegidos», como expresión de la sociedad del riesgo y del miedo en la que estamos cada vez más condenados a vivir. Blindaje de los espacios públicos colectivos y simulacro urbanístico
Este blindaje urbano no sólo se circunscribe a las áreas residenciales sino que se va apoderando impunemente de diferentes áreas de la ciudad de teórico uso comunitario, en un proceso de «apropiación» excluyente de los espacios colectivos.
Así, por ejemplo, parques y jardines se van «dotando» de cerramientos, en tanto que otras áreas de la ciudad (un buen ejemplo lo constituyen los escenarios urbanos de «vocación turística») se «fortifican» mediante barreras psicológicas (como una desmedida presencia policial o dispositivos de vigilancia panópticos) que terminan por disuadir de su uso a los «excluidos» del sistema, como mecanismo burdo e injusto para mitigar las fobias de las clases excluyentes y satisfacer su insaciable y patológico apetito «voyerista» por unos artificialmente instituidos cánones de belleza de unos escenarios urbanos vacíos y sin vida. Calles, plazas, parques y jardines pasan a ser considerados tan sólo como un elemento más del escenario urbano, perdiendo su esencia original como marco de vida urbana y diseñándose sólo en función de la «perspectiva» visual del espacio escénico arquitectónico. Los espacios colectivos dejan de ser espacios para ser vividos y para la comunicación social, para pas ar a constituirse como artificiosos espacios meramente escénicos para ser mirados y al servicio, ya sea directo o indirecto, del negocio privado.
Como resultado conjunto del miedo a la violencia y de la concepción de la ciudad como producto blindado destinado al mercado «voyerista» se producen asimismo actuaciones urbanísticas que podríamos conceptualizar bajo la denominación de urbanismo «replicante». Su «ámbito» de actuación se circunscribe a áreas de la ciudad que han sufrido procesos intensos de degradación y que en función de determinadas particularidades (históricas, culturales, artísticas, etc.) son susceptibles de ser introducidas en ese mercado «voyerista» para producir elevados beneficios económicos.
Ante la imposibilidad u obstáculos para rehabilitar social y urbanísticamente estas áreas de la ciudad, por su alto coste económico o por las dificultades para establecer medidas eficaces de control urbano sobre los factores de inseguridad que padecen, se procede a su abandono y a la creación, a modo de «parques temáticos», de «réplicas» más o menos fieles de las mismas, ajenas y externas a su contexto urbano original. Se materializa así el simulacro urbanístico. Nos estafan con réplicas casi virtuales que mejoran el original desde el punto de vista escénico, a costa de una fría e inerte artificialidad que las tornan vacías, sin credibilidad y sin vida. Simulacros urbanos orwelianos permanentemente vigilados y con una sociedad de artificio a los que acudimos para, atenazados por nuestros miedos, recluirnos «voluntariamente» y ser simplemente una pieza más de un engranaje totalitario bajo una falsa y edulcorada ilusión de estar «vivos» y seguros y de ser libres y felices (9).
A modo de conclusión: mantengamos viva la esperanza
Nuestras ciudades son un distorsionado espejo en el que nos miramos sin poder percibir nuestra verdadera esencia. Son el fruto de un miedo que destruye nuestra substancia social y nuestra capacidad para enriquecernos personal y colectivamente a través de la comunicación y la interrelación con los demás, con los «otros», con los «diferentes». Son expresión del «divide y vencerás» que utiliza el sistema para su fortalecimiento salvaje. Son un cúmulo creciente de barreras físicas y mentales que nos aíslan y que, en lugar de protegernos, nos tornan progresivamente más vulnerables. Han dejado de ser resultado territorial de un proyecto social para pasar a ser dantesca expresión de unas superestructuras inhumanas y deshumanizadas que nos anulan como personas y que conforman una sociedad desestructurada y autoexcluida que excluye a perpetuidad a muchos de los que, en un momento de su vida, se sitúan entre los más débiles y que se muestra indiferente cuando se dilapidan los recursos naturales y sociales por codicia o simplemente por vanidad y miedo.
No obstante, en este contexto tan poco favorable, cabe preguntarse si aun existen posibilidades de revertir esta tendencia disgregadora de los ámbitos urbanos y suburbanos y de las sociedades que los habitan. Si es posible, al igual que la sociedad y el sistema acaban reflejadas en las estructuras territoriales, que modificaciones más o menos profundas o esenciales en las estructuras urbanas puedan suponer un punto de partida para el desarrollo de procesos de resocialización en nuestras ciudades; para que, con vocación de ir aportando soluciones, comencemos a afrontar los riesgos reales y a desmitificar los miedos infundados que nos inhabilitan para la acción colectiva; para que tomemos conciencia de la imperiosa necesidad que tenemos de liberarnos de las pesadas cadenas que nos imponen el culto a la velocidad y a los espacios de tránsito permanente. Todo un enigma que, a pesar de su complejidad, tenemos el derecho y el deber de intentar resolver.
Sinceramente pienso que si nos empeñamos en la tarea de derribar los muros y barreras, incluidos esos espacios de incomunicación-tránsito, que fragmentan y «bunkerizan» nuestras ciudades, nuestros barrios, nuestras plazas y parques, estaremos dando el primer gran paso necesario para comenzar a liberar nuestras mentes, para hacerlas más permeables, interactivas y comunicativas, ofreciéndosenos de este modo una nueva posibilidad para comenzar a plantear y a poner en marcha proyectos comunes de desarrollo humano, de desarrollo sostenible, en su cuádruple vertiente territorial, social, ecológica y, también, económica (desde la primacía de una microeconomía democrática frente al «totalitarismo» macroeconómico), para nuestras ciudades y suburbios.
Es evidente que esta arriesgada afirmación corre el peligro de ser tildada de reformismo irredento que renuncia a la acción directa dirigida contra las verdaderas raíces de los problemas que aquejan al territorio y a la sociedad urbana y que asume el sistema y las superestructuras que denuncia y dice aborrecer.
No obstante creo que, en el contexto actual en el que los ciudadanos chapoteamos casi inermes y agotados en la ciénaga de la globalización salvaje, una de las pocas barricadas urbanas que aun mantenemos operativa radica en actuar sobre lo local para tratar de incidir en lo global, en tratar de, sin renunciar a la utopía como horizonte a alcanzar, modificar lo que es posible y lo más inmediato para posibilitar otro mundo, hoy casi imposible, pero posible en el largo plazo.
Las líneas básicas para esta actuación desde lo local en el ámbito del territorio urbano y suburbano están ya más que definidas: optimización del uso del suelo y contención del crecimiento urbano, pacificación del tráfico y recuperación del papel de comunicación de los espacios colectivos, creación y consolidación de espacios multifuncionales, diseños urbanísticos que reduzcan las necesidades de transporte y potencien el transporte colectivo conformando un espacio urbano más accesible en su conjunto, y un largo etcétera en el que no es necesario abundar en el contexto de este artículo. En definitiva la construcción de ciudades para la vida en lugar de la deconstrucción de (no) ciudades para el mercadeo especulativo, algo para lo que es imprescindible el protagonismo y la participación activa de los ciudadanos (especialmente la de los grupos, como niños, mujeres y ancianos, más «débiles» y «amenazados» por la agresividad actual del modo de vida urbano) en todos los procesos de toma de decisiones que afecten a la organización y el desarrollo de las urbes en las que habitan.
Por lo tanto más que de teorizar, ya es el momento de pasar a la acción, y, puesto que las decisiones políticas, para bien o para mal, casi siempre van por detrás de las demandas sociales, ésta es una responsabilidad que en primera instancia nos corresponde a todos los ciudadanos en general y, en particular, a los profesionales dedicados al urbanismo y a la ordenación del territorio, así como a los agentes sociales y a las organizaciones representativas de intereses ciudadanos.
Con el esfuerzo de todos para el beneficio común ¡OTRA CIUDAD ES POSIBLE! ¡OTRO MUNDO ES POSIBLE!
Referencias
1. Bibliográficas
Beck, Ulrich «La irresponsabilidad organizada», en «Crisis Ecológica y Sociedad», número 1 de la Colección Arcadia. Germania, S.G.S.L., Alzira – Comisiones Obreras.
Choay, Françoise «El Urbanismo. Utopías y Realidades», Barcelona, Lumen
Davis, Mike «Cómo el Edén perdió su jardín. La historia política del paisaje de Los Ángeles» en número 11 de Ecología Política, Barcelona, FUHEM-CIP/Icaria.
Davis, Mike «Más allá de Blade Runner. Control Urbano: la ecología del miedo», Barcelona, Virus.
Hernández Aja, Agustín «La ciudad estructurada», en Boletín número 15 de la Biblioteca Ciudades para un futuro más sostenible (http://habitat.aq.upm.es/boletin/n15/aaher.html)
Riechmann, Jorge «Tiempo para la vida. La crisis ecológica en su dimensión temporal», Málaga, Ediciones del Genal.
León Rodríguez, Rafael «Un nuevo urbanismo para Andalucía», en número 25 de Aula Verde. Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía.
Magnaghi, Alberto «Megalópolis: presunción y estupidez (el caso de Florencia)», en número 11 de Ecología Política, Barcelona, FUHEM-CIP/Icaria.
Mumford, Lewis «Técnica y Civilización», Barcelona, Altaya.
Naredo Molero, María «Seguridad urbana y miedo al crimen», en Boletín número 22 de la Biblioteca Ciudades para un futuro más sostenible (http://habitat.aq.upm.es/boletin/n22/amnar.html)
Orwell, George «1984»
Verdú, Vicente «El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción», Barcelona, Anagrama.
2. Cinematográficas
«El show de Truman» de Peter Weir y Andrew Niccol
«Gattaca» de Andrew Niccol
«La habitación del pánico» de David Fincher y David Koepp
«Minority Report» de Phillip K. Dick y Steven Spielberg
Gracias a mis amigos Carlos Parejo y Laly Rosselló por dedicar parte de su tiempo a este artículo y por sus inestimables ánimos y sus valiosas críticas y sugerencias.
Notas:
(1)Artículo publicado en el Informe de Valladolid 2004, sobre el «Derecho a la Seguridad», realizado por el Grupo de investigación sobre los derechos humanos y la ciudad de la Universidad de Valladolid (www.ciudad-derechos.org) y Arquitectos Sin Fronteras de Castilla y León ([email protected]).
(2)Si bien este artículo está referido a la sociedad y al territorio eminentemente urbano del denominado «mundo civilizado», no deja de ser menos cierto que los grandes riesgos globales de la actualidad se extienden al ámbito planetario.
(3)Aunque en este aspecto tal vez se debería tener más en cuenta la afirmación que hace Lewis Mumford, en el sentido de que «el reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial». Una reflexión que me hace preguntarme si tal vez el reloj pudiera ser también un factor de peso en el intento de comprender los motivos que explican o han posibilitado la actual estructura del mundo urbanizado occidental, al permitirnos, no sólo compartimentar las partes de «nuestro» tiempo que dedicamos al trabajo, al ocio o a ir de compras, sino también calcular y «organizar» las horas y minutos que hemos de desperdiciar cada día en atascos de tráfico para acudir puntualmente a las diferentes áreas de la ciudad segregada en las que desempeñamos todas estas actividades.
(4)En Gattaca, la inquietante película de Andrew Niccol, se nos presenta un futuro de fecha indeterminada, en el que la discriminación racial ha sido superada. En la nave Gattaca, sólo accesible para los «válidos», personas genéticamente perfectas, conviven en armonía las tres principales razas. El racismo ha sido superado por una nueva forma de discriminación: el «eugenismo» o discriminación por motivos genéticos. Sin embargo, el control, manejo y acceso del material genético no viene determinado por decisiones o prioridades políticas o sociales, sino económicas. En la sociedad de Gattaca mientras más rico se es, se tienen mayores privilegios y mayores posibilidades de controlar el destino de la prole.
(5)La construcción o asociación de ideas más correcta resultaría de la combinación de inseguridad y violencia. La pobreza es en todo caso el producto de la violencia (de la violencia del neoliberalismo y del capital, origen de casi todos los demás tipos de violencia), o un medio del que se valen los que ejercen la violencia para su beneficio. Y por otra parte cada vez son más frecuentes en nuestras ciudades fenómenos de violencia «gratuita» ejercidos por individuos y grupos que no proceden precisamente de clases o grupos sociales desfavorecidos.
(6)Los métodos y maneras de las unidades pre-crimen de «Minority Report», que sólo parecen formar parte de un futuro inquietante más o menos posible,, no son en realidad una mera probabilidad, sino que ya se encuentran enquistados y creciendo en un tejido social enfermo adicto a la ejecución de sentencias previas. La realidad ya supera a la política-ficción de Phillip K. Dick y Spielberg. Una realidad que nos acerca también a muchas de las características de la sociedad de»1984″, descrita por Orwell, a mediados de siglo pasado, con cada individuo vigilando a sus conciudadanos al servicio del sistema y sus falacias: «LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD. LA IGNORANCIA ES LA FUERZA.»
(7)También resulta frecuente que acciones violentas similares reciban calificaciones «morales»bien diferentes dependiendo de quienes las protagonicen. De simples travesuras o, como mucho gamberradas propias de estados de embriaguez que las hacen en cierto modo disculpables, si son ejecutadas por individuos de clases medias o alta, a peligrosas salvajadas capaces hasta de desestabilizar nuestro «ejemplar» modo de vida si son protagonizadas por inmigrantes o gitanos.
(8)Aunque, en cualquier caso, es necesario admitir que también en este sentido asistimos a un proceso creciente de «blindaje» que nos es «ofrecido» por la industria del automóvil y su publicidad. Coches cada vez más potentes y «seguros», casi «carros de combate», que nos permiten «jugar» con el peligro de la velocidad en condiciones «más ventajosas». Un blindaje, que también en este caso es mayor o menor en función de nuestros niveles de renta. Siempre tiene más posibilidades de sobrevivir a un accidente de tráfico un alto ejecutivo al volante de un flamante 4×4, que un vendedor ambulante que conduce una desvencijada furgoneta cargada de naranjas.
(9)La isla de Seaheaven del Show de Truman ya no es ficción. Ya comienza a ser una realidad o, mejor dicho, una «virtualidad» de cuyo limbo es muy difícil escapar.