La cuestión está cobrando una unas dimensiones algo alarmantes: la aspiración a la independencia planteada por CIU al Gobierno español empieza a escribirse con tintes algo dramáticos en algunos medios españoles que no reparan en espectaculares titulares a diario. Por si esto fuera poco, el resultado de las elecciones autonómicas en Euskadi viene a acentuar […]
La cuestión está cobrando una unas dimensiones algo alarmantes: la aspiración a la independencia planteada por CIU al Gobierno español empieza a escribirse con tintes algo dramáticos en algunos medios españoles que no reparan en espectaculares titulares a diario. Por si esto fuera poco, el resultado de las elecciones autonómicas en Euskadi viene a acentuar aún más los temores de la derecha española frente a posibles tendencias secesionistas.
Pero ¿es realmente tan preocupante? O bien ¿tan sólo se trata de echar leña al incendio de la crispación política provocado por la crisis?
Para responder a estas preguntas primero deberíamos comprender cabalmente la relación entre las tendencias independentistas y las distintas maneras de encarar la crisis así como sus consecuencias.
A estas alturas no nos merece la pena pararse a explicar las causas de la crisis porque ya todos tenemos una idea más o menos cierta de cómo se ha llegado a esta absurda situación. Todo lo más que podemos hacer es considerar las opciones para salir de ella que tenemos encima de la mesa y comprobar el efecto que estas tienen sobre los asuntos nacionales.
Por un lado nos encontramos con el tópico prejuicio gubernamental compartido por las instituciones europeas, bajo el liderazgo alemán, consistente en reducir el déficit presupuestario público a toda costa. Por otro lado nos hallamos ante la tibia y poco entusiasta propuesta de la oposición formal para combinar esta salida de equilibrio presupuestario con políticas públicas activas de estímulo al crecimiento por la vía de la inversión pública -podemos considerar como una variante derivada de esta última a la más decida acción popular en la calle-. Como se ve, ambas son bastante contradictorias.
La primera abunda en el desmantelamiento del Estado del bienestar por la vía de la eliminación y privatización de los servicios públicos garantes de derechos sociales que se han venido ampliando progresivamente. Como sabemos sobradamente, ésta ‘solución’ está teniendo diferentes repercusiones negativas en el cuerpo social y en la misma lógica de su contribución neta a la economía productiva por la destrucción de empleo y por la contracción de la demanda de productos en el mercado.
La segunda supondría reconocer la incapacidad creciente del mercado para dar cuenta de las necesidades reales de la sociedad. Significa el atender a una exigencia generalizada hacia las instancias del gobierno para que sea la administración pública la que gestione sectores cada vez más amplios de la actividad económica como única garantía de su eficacia frente al mercado.
Hablando en plata, la primera utiliza la crisis como pretexto para parar un proceso de socialización natural y espontáneo de la economía bajo la presión de las demandas sociales. Lo segunda tan solo reconoce estas dinámicas dentro de las sociedades avanzadas en su evolución natural hacia el progreso social y las trata entonces de sancionar. En este segundo caso nos estamos refiriendo a un claro acoso social al capitalismo como sistema económico. En suma, estamos donde estábamos hace ya mucho tiempo, frente al dilema socialismo o capitalismo.
¿Cómo afecta esta cuestión a los sentimientos nacionales? Eso ya no es tan sencillo, pero de ningún modo es difícil de entender.
Para empezar solo tenemos que tomar en consideración la circunstancia de que los mercados son unos inevitables reproductores de desigualdad. Es un hecho de todos conocidos que la fiscalidad tiene una clara función redistributiva de la riqueza. Así es como convencionalmente se nos explica la exigencia para una contribución tributaria basada en el principio de progresividad fiscal: que pague más el que más tiene. Es un mecanismo de solidaridad institucional que sirve para amortiguar la tendencia natural a la concentración de la riqueza que caracteriza al capitalismo puro -sin intervenciones del Estado-. Con esta financiación fiscal es con la que se sufragan los gastos para las políticas sociales vía Presupuestos del Estado.
Pensemos entonces en lo que está pasando. Empezaremos por la EU. La desigualdad económica, la ventaja en desarrollo competitivo que posee Alemania respecto de los países del sur europeo es lo que le permite a ella exigirles a estos un sacrificio, pedirles una renuncia a sus cotas de bienestar económico so pretexto de aumentar con eso su competitividad. Justo porque Alemania es más rica y más desarrollada está en mejores condiciones para afrontar la crisis por sí sola.
Si Europa hubiera alcanzado un grado de integración que fuera más allá de la moneda común, entonces Alemania estaría obligada a contribuir solidariamente con los países del sur cediendo parte de su riqueza a través de una hipotética agencia tributaria europea para salir juntos de la crisis. Pero ese no es el caso porque dicha agencia no existe.
Precisamente es por eso que la integración europea aparece ahora más amenazada que nunca antes. A la propia opinión centroeuropea de que los países del sur somos un lastre para su economía, se viene a sumar el creciente sentimiento nacional, antieuropeo y anti-alemán en las economías del sur más castigadas por la crisis. Así se explica el ascenso de las opciones de ultraderecha nacionalista en todos los países.
Si llevamos este razonamiento al caso español entenderemos fácilmente porque se producen las tendencias independentistas. El Gobierno de la Generalitat catalana plantea al Gobierno español con toda la razón del mundo que, por tener ellos mayor renta y mayor PIB que el resto, los catalanes están hoy participando con una mayor aportación a la fiscalidad española. Esta es una carga para su endeudada economía que ellos no están dispuestos soportar en la presente situación. ¡Ojo! que seguramente el futuro Lehendakari estará pensando lo mismo. La lógica del norte rico y desarrollado frente al sur pobre y poco competitivo se reproduce idénticamente en España que en Europa.
Sacar conclusiones de todo ello es relativamente fácil. La única garantía de integración y de integridad territorial pasa por un ineludible principio de solidaridad fiscal. La insistencia en el desmantelamiento del estado social como receta para salir de la crisis es justamente lo que alimenta la desintegración de las estructuras políticas con base territorial española y europea.
Sin duda que no nos conviene nada de esto. No debemos olvidar que desde la absurda lógica de los mercados la pérdida de dimensión territorial y demográfica en la integración política y económica europea conllevará también una inevitable pérdida de competitividad a escala global. Por eso, para encarar las consecuencias de la globalización capitalista, no nos queda otra salida que apostar por la creación de nuevas instancias europeas; poner entonces todo nuestro empeño en la creación de un sistema tributario que exija corresponsabilidad fiscal a las economías mejor situadas o, lo que es lo mismo, apuntalar el apenas incipiente Estado europeo para contrarrestar los desastrosos efectos desestabilizadores de su mercado.
Esto es justo lo contrario de lo que se pretende con la salida a la crisis basada en la reducción del déficit, sobre todo si esta conlleva la renuncia a la progresividad como principio recaudatorio. Eso significa anular la eficacia del mecanismo fiscal de redistribución de la riqueza, y como vemos también supone favorecer el aumento de los desequilibrios interterritoriales de riqueza y desarrollo. Ya hemos razonado e ilustrado perfectamente las consecuencias desintegradoras que acarrea el abandono a la mera lógica competitiva en el marcado de la imprescindible solidaridad garante de la cohesión e integración social y territorial.
Así es que hay motivos más que sobrados para preocuparse en contra de lo que nos pueda parecer. De no corregir el insistente empeño en la reducción del déficit por encima de otras consideraciones, la tendencia a la desarticulación del Estado del bienestar y de sus garantías sociales acabará por exigir una nueva re-centralización como única receta válida para conservar la integridad territorial del Estado español de una manera coactiva. Esa merma en el derecho al autogobierno, aparte de resultar profundamente antidemocrática, puede entonces llevar a una confrontación abierta entre el gobierno central y los gobiernos que conforman la estructura territorial del estado español con unas consecuencias realmente imprevisibles. A la historia no se le puede dar marcha atrás sin pagar por ello un alto coste.
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