Resulta difícil ahora reconstruir las sensaciones que tuve al leer por primera vez poemas de Pessoa, seguramente a principios de los 80; me vienen a la cabeza algunos de los atribuidos a Alberto Caeiro: el afán por devolver las cosas -los árboles, el río, los elementos de la escena rural de El guardador de rebaños– […]
Resulta difícil ahora reconstruir las sensaciones que tuve al leer por primera vez poemas de Pessoa, seguramente a principios de los 80; me vienen a la cabeza algunos de los atribuidos a Alberto Caeiro: el afán por devolver las cosas -los árboles, el río, los elementos de la escena rural de El guardador de rebaños– a su desnuda realidad, por delimitarlas con una palabra justa y cristalina que excluya otros sentidos, interpretaciones, cualquier clase de misterio; un nominalismo estricto que se opone, por ejemplo, a hablar de naturaleza, porque lo que así llamamos serían simplemente «partes sin un todo». Me vienen a la cabeza también poemas de Álvaro de Campos, no las grandes y extensas «Odas» de 1914-1917, sino otros posteriores, como el que cuenta un viaje en coche por la carretera de Sintra, haciendo de él una aguda experiencia de la falta de finalidad de los actos, de aislamiento respecto a todo lo exterior; el poema se mueve con el coche, fluye aunque parecería fatalmente cerrado, explica la vida sin que uno se la explique. Es imposible saber qué queda en esto de aquella sensación primera de lectura, qué se ha ido adhiriendo después; pero sé que el impacto fue enorme, que estableció una relación personal.
En los años siguientes fui leyendo todo lo que estaba traducido -Llardent, Crespo, Campos Pámpano-, como aquel deslumbrante Libro del desasosiego; también estudios, un número inolvidable de la revista Poesía, alguna biografía, me fui asomando a los textos en portugués. En ese proceso, junto a la huella que dejan las palabras, junto a la resonancia dolorosa de una vida, prevalecía la fascinación por el proyecto, el mecanismo de los heterónimos: esos personajes con vida propia, distintos del autor y entre sí, que firman libros y poemas, tienen su poética diferenciada y su pensamiento, que discuten y disienten y también disfrutan de un peculiar compañerismo, el de compartir escena en el mismo solitario teatro del drama em gente. Lo que se ha escrito sobre Pessoa habla especialmente de ellos, reconstruye su génesis, propone interpretaciones; de algún modo, aquel latigazo de Rimbaud, «yo es otro», encuentra aquí su práctica y su relato, reformulando los vínculos entre vida y escritura, sujeto y experiencia, identidad y pluralidad del yo. Esto es sabido y, también, las monumentales dimensiones que Pessoa adquirió, el lugar propio en el curso del siglo XX que para nosotros conserva.
Cuando hace pocos años, movido por un amistoso proyecto editorial, decidí volver a Pessoa de manera sistemática, preguntarme qué había sido de aquella relación personal, vi que necesitaba lo que Caeiro llama «aprender a desaprender», lo que describe como «raspar la tinta con que me pintaron los sentidos». ¿Cómo recuperar el contacto con los poemas?, ¿cómo pensar que realmente los leía y no estaba reemplazándolos por lecturas sobrevenidas?, ¿por un mito, una imagen de ese poeta ya clásico y legendario? Tuve la sensación -ahora no sé si injusta- de que dos aspectos se habían comido la obra de Pessoa, la centralidad de sus textos: uno era el filológico y editorial, la publicación ininterrumpida del enorme e informe legado -el célebre baúl– que dejó a su muerte, y todas las discusiones y polémicas añadidas; el otro eran los propios heterónimos, pues todo parecía leerse pensando en cómo interpretarlos, cómo explicarse su función para el autor, las relaciones entre ellos, el sistema psicológico o filosófico o literario que en su constelación tejían. Pero lo que en el origen a mí me había ganado eran los poemas, el calambre de su voz: ¿no era esto lo que había hecho de Pessoa una referencia forzosa de la poesía moderna?, ¿sus poemas, y no todo lo demás?, ¿no era un poeta, antes que ninguna otra cosa? Y entonces, si esto fuera así, habría que restablecer las prioridades.
De este modo lo veo: como un poeta inmenso, capaz de producir poéticas plurales, todas de alta intensidad, y de componer en la multitud de sus voces (no solo las de los heterónimos, sino las que van cambiando y quebrándose dentro de cada uno de ellos) un espacio de escritura inseparable de la vida, por donde esta fluye ajena a todo, ajena a quien la vive, objetivada en unos seres que se hacen y deshacen según los atraviesa. La escritura de Pessoa sería esa mutabilidad y ese movimiento; pero también -y aquí, en ocasiones, parece que su proyecto estalla y se reconduce a un cauce único- el obsesivo mantra de quien se siente arrasado por un dolor existencial implacable y sin anécdota. Todo está ahí por el poder de su poesía, y ese poder es un trabajo de la lengua que quizá todavía no hemos sabido explicarnos; por eso Pessoa no se convierte del todo en monumento, sigue operando como núcleo de energía activa donde las poéticas de ahora encuentran aún sus propias preguntas, las vías abiertas para explorarse.
Después de hablar de pluralidad, de asumir que -por ejemplo- Ricardo Reis surge como método de Pessoa para negarse a sí mismo, para contraponerse a sus convicciones poéticas más firmes, después de esto, quizá sea un disparate afirmar lo que sigue; pero al leer aprecio que esas preguntas, esas vías, son sobre todo tres, que me parecen repetirse a través de las diferencias. Una es el trabajo que se realiza en el límite entre el verso y la prosa -«escribo la prosa de mis versos»-, la indagación de hasta dónde se puede llegar sin traspasar ese límite, pues Pessoa sigue creyendo que la poesía necesita el verso y logró escribir, junto a muchos versos medidos, un verso libre de ilimitada virtud de apertura y reinvención. Otra vía es la intuición de una poética sin metáforas, en que la exactitud literal de las palabras se desliza en tautologías y repeticiones, en el juego de las negaciones y el movimiento sintáctico, hasta alcanzar tal vez una imposibilidad: que lo exacto sea lo que está fuera de sí, fuera de lugar, propio y ajeno a la vez. La tercera es la quiebra de la categoría de obra, ante ese fluir continuo de escritura que se resiste a la articulación y a cualquier manera de acabado. Por los tres caminos queda mucho que andar. Tener esto presente, intentarlo, quizá sea una de las formas de lo que Alain Badiou proponía a sus colegas filósofos en el título de un ensayo extraordinario: «Una tarea filosófica: ser contemporáneo de Pessoa». También, una tarea poética. Y de la vida ya no me atrevo a añadir más.
Lecturas:
– Las ediciones de la obra de Fernando Pessoa son innumerables y en continuo aumento; como están al alcance de todos, no parece necesario citarlas, ni siquiera las traducciones históricas a las que el artículo alude. El mencionado «amistoso proyecto editorial» es el puesto en marcha por Abada Editores, en Madrid, para publicar toda la poesía pessoana; en traducciones de Juan Barja y Juana Inarejos han ido apareciendo, acompañados por ensayos míos que han servido de prólogo, los volúmenes correspondientes a Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y el libro Mensaje; está en preparación el primer tomo de la poesía ortónima, la firmada con el nombre del propio autor.
– Alain Badiou, «Une tâche philosophique: être contemporain de Pessoa», en: Colloque de Cerisy, Pessoa. Unité, diversité, obliquité. Edición de Pascal Dethurens y Maria-Alzira Seixo. Paris, Christian Bourgois, 2000.
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