Todavía tienen sentido los versos de Bertolt Brecht en ese estado de derecho llamado España: «Con paso firme se pasea hoy la injusticia;/ los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más;/ por la violencia garantizan: todo seguirá igual». Todavía tienen sentido, porque el garante de sus libertades, la Justicia, es capaz de […]
Todavía tienen sentido los versos de Bertolt Brecht en ese estado de derecho llamado España: «Con paso firme se pasea hoy la injusticia;/ los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más;/ por la violencia garantizan: todo seguirá igual».
Todavía tienen sentido, porque el garante de sus libertades, la Justicia, es capaz de instruir un sumario donde va juntando diversas organizaciones, asociaciones o empresas a las que, una por una, sería imposible imputar nada delictivo, pero bien juntas y revueltas, y bien condimentadas con el sazonador universal ETA, resultan susceptibles de constituir banda armada. Esa misma Justicia que es capaz de negociar penas cortas, que no necesitarán de cárcel, con diversos acusados, y después incumple lo pactado y es capaz de encarcelar en una forma que nunca antes se había hecho. Esa misma Justicia que es capaz de declarar una y otra vez que no se pueden probar las denuncias de torturas por parte de numerosos detenidos, y nunca da un paso para, dejando a un lado las elucubraciones, dictaminar con certeza si esas torturas se producen o no.
El poder judicial debe siempre ofrecer una imagen de equidad e imparcialidad, de forma que sea temida, respetada y a la vez honrada. Pero lo principal es que sea temida: tiene que cortar cualquier ilusión de poder imponerse o engañar al estado. Es por eso que, llegado el caso, puede olvidarse de ser respetada y honrada y mostrarse injusta. Todo será bien empleado por la salvaguarda de las libertades constitucionales.
El problema en España, como en otros estados-nación, es que la descripción de esas libertades viene condicionada por el nacionalismo de estado que la alimenta ideológicamente. España es una nación, y todos sus ciudadanos y ciudadanas son españoles y españolas, tal como lo refleja la Constitución de 1978. Y de la misma forma que la Justicia castiga a quien roba, mata o maltrata, también castiga a quien quiera cuestionar los fundamentos identitarios del estado. Es por ello que no son demasiados los que, sintiéndose españoles, denuncian la injusticia de la justicia española. Sabedora de este apoyo, su labor es la de hacerse temida, y demostrar, con hechos, que nadie escapa a sus tentáculos.
Su labor es hacer ver que nadie puede escapar a la condición de ser español; que nadie puede soñar con, por ejemplo, un Estado independiente vasco, sencillamente porque eso no está permitido. Y su labor es también hacer ver que no existe ninguna forma de que ello cambie, aun por encima de cualquier razonamiento cabal. El temor se impone a la balanza, símbolo de la justicia, y marca un límite a la razón, por encima del cual se coloca la unidad del estado. Todo intento de razonar la deficiente instrucción de los casos, las bases argumentativas acusadoras, lo desproporcionado de las penas, el diferente trato a los acusados abertzales, etc. choca con ese límite.
La Justicia dice a independentistas, solidarios, observadores internacionales, intermediarios o simples partidarios de alcanzar un arreglo dialogado al conflicto político que el estado no va a permitir ahora ni nunca que eso pase, y lo dice de la forma más rotunda que sabe, con la represión: ¡jamás lo lograréis!
Empequeñecido, despreciado, insultado, vilipendiado, engañado, ridiculizado… quien soñaba con una Euskal Herria independiente, quien pensaba en un arreglo racional del largo conflicto político vasco-español, se sume en la desesperación, y piensa: ¡jamás lo lograremos!
Se siente que no hay camino posible, que da lo mismo PP que PSOE, que se haga lo que se haga, se rebaje lo que se rebaje, se plantee lo que se plantee… siempre aparecerá la maquinaria estatal, sembrando de piedras su propio camino, para evitar cualquier tentación negociadora. La desesperación es el sentimiento natural y lógico cuando se descubre que no está permitido soñar determinados sueños. Y es la reacción desgarrada de quien había pensado que lo que caracteriza al ser humano es su capacidad de razonar, y que es razonando como se resuelven los conflictos. Lejos de cualquier posibilidad de victoria o arreglo, el poder de la razón se resiste a ceder, y llega incluso a pensar que algo se ha hecho mal, y que es normal que el estado omnipotente se rebele.
Y, efectivamente, sí es normal que el estado se rebele, pero no porque se haya hecho algo mal, sino porque lo hecho no es del gusto del estado. Es entonces cuando el estado se retuerce dolido, y abandona su capacidad de razonar democráticamente. El razonamiento que le queda ahora es saberse más fuerte, y hacer patente que no dudará en utilizar esa fuerza para solventar cualquier cuestionamiento de su supremacía. Puede pensar que una demostración de fuerza será suficiente. Pero ello depende del grado de tensionamiento que la otra parte esté dispuesta a aguantar.
Por eso, quien esté vivo no diga «jamás». Y ésa es la parte que no cuadra en el razonamiento visceral español. Esa incredulidad y estupor por ciertas actitudes solidarias y altruistas de la militancia abertzale, hechas patentes en la vista del 18/98, demuestran el desconcierto del aparato español. Las nuevas medidas represivas demuestran su desesperación. Una desesperación que, desde luego, no produce las terribles consecuencias que el movimiento abertzale debe soportar, pero que sí refleja desánimo. Un desánimo enmascarado de rabia, con esas declaraciones de «ahora vais a saber quién soy yo» que tanto han abundado tras el fin del intento negociador, y que no se pueden explicar más que desde una posición de excesiva confianza en la propia superioridad. Es la reacción desesperada de quien pensaba que se enfrentaba a un enemigo sumiso, y se ha encontrado con todo un mar de insumisión: en su proyecto de construcción nacional, en sus luchas sociales alternativas, en su resistencia política y en su deseo masivo de alcanzar un arreglo dialogado y racional al conflicto político existente.
De la confrontación entre el razonamiento del aparato estatal español, basado en la confianza en el poder de la fuerza, y el razonamiento del movimiento abertzale, basado en la confianza en la firmeza de sus ideas, no debería salir, por contradictorio que resulte, más que un clima de mutuo entendimiento, porque beneficiaría a todas las partes, aunque la gran pregunta es cuándo se podría producir un momento así. Ello dependerá, sin duda, de la determinación con que el movimiento abertzale encare las situaciones represivas. De la determinación, por tanto, con que encare las sucesivas situaciones de desesperación a que nos someterá la injusticia española.
«Quien esté vivo no diga ‘jamás’./ Lo firme no es firme./ Todo no seguirá igual».
* Julen Zabalo. Sociólogo