Recomiendo:
0

Confederalismo ibérico, la plurinacionalidad viable

Fuentes: Anarkismo.net

El problema territorial en el Estado Español ha pasado a convertirse en una de las más candentes cuestiones de la actualidad. El procés catalán, masivamente apoyado en las calles por un parte muy importante de la ciudadanía, junto a los históricos reclamos de autonomía e independencia en Euskadi o Galicia, conforman los hitos principales de […]

El problema territorial en el Estado Español ha pasado a convertirse en una de las más candentes cuestiones de la actualidad. El procés catalán, masivamente apoyado en las calles por un parte muy importante de la ciudadanía, junto a los históricos reclamos de autonomía e independencia en Euskadi o Galicia, conforman los hitos principales de una situación que puede conducir a una quiebra desordenada del Régimen del 78, tanto como a su restauración autoritaria sobre la excusa de la unidad nacional.

Entendámonos: los procesos soberanistas, así como las ansias unitarias, de distintos sectores de la clase política, están repletos de contradicciones y ambivalencias.

El independentismo se alimenta de un interclasismo dirigido por sectores importantes de las burguesías locales con intereses muy ligados a la búsqueda de la continuidad de los regímenes de acumulación del capital en sus espacios territoriales, que se considera estarían mejor salvaguardados por una relación directa con la Unión Europea que eliminase la «parasitaria» intervención de las élites madrileñas que, con la excusa, más o menos venal, de la redistribución, vehiculan parte del excedente a la supervivencia de sus redes de corrupción.

Este independentismo burgués se ve acompañado, también, por amplios sectores de los movimientos populares periféricos, que ven en el proceso de ruptura unilateral una ocasión a la medida para la apertura de procesos constituyentes de profundización democrática, tanto a nivel local, como en el conjunto del Estado (o lo que quede del Estado tras la fractura). Una estrategia que muestra su debilidad en la ausencia de articulaciones mutuas y en la imposibilidad, en ese contexto, de construir una izquierda antagonista, a nivel estatal, que vaya más allá de lo mediático, así como un discurso compartido que supere el nivel de la máxima abstracción, expresada en conceptos como «la plurinacionalidad de España», que siendo fundamentalmente acertados, nunca arriesgan a descender a lo concreto para diseñar una propuesta articulada y coherente.

El unitarismo, por su parte, se repliega sobre la mítica narración de la salvaguarda de España como unidad de destino por medio del Estado centralizado, sólo sostenible desde un repliegue autoritario y autocrático, o sobre un brindis al constitucionalismo ligado a la supervivencia del Régimen del 78 como único horizonte, sin haber desarrollado nunca (en los últimos 40 años) un pensamiento federalista a la altura de las circunstancias.

El análisis de la situación parece bascular entre los extremos. Por un lado tenemos el jacobinismo centralista, herencia del franquismo y su imaginería patriotera, del PP y Ciudadanos, que sólo podría sostenerse desde el autismo democrático y la negación obtusa de la realidad, construyendo un proceso de recentralización autoritario y, en última instancia, profundamente desestabilizador del propio Régimen.

Por el otro lado, tenemos las tensiones centrífugas del independentismo, ambivalente y contradictorio a nivel social, que, si siguen siendo encauzadas por las burguesías locales, podrían iniciar un proceso de fragmentación y voladura controlada (por las instancias del capital) del Régimen del 78, dejando inermes a los pueblos ibéricos frente a las oligarquías globales y a los flujos financieros transnacionales , convirtiéndolos en una suerte de protectorados «de facto» de las instituciones europeas, hegemonizadas por fuerzas neoliberales.

Entremedias, PSOE y Podemos, pese a hablar tímidamente de federalismo o plurinacionalidad, no pasan de propuestas genéricas y poco claras, respetuosas en esencia con el statu quo que ha conducido a esta situación. Esa indefinición histórica, marcada por la apuesta decidida por el Régimen y la Constitución del 78, realizada en la Transición, del Partido Socialista, es la que ha llevado a que el federalismo se vea, por los movimientos populares de las naciones periféricas, como una opción vacía de significado y sobrepasada por la realidad.

¿Caben alternativas a la recentralización autoritaria o a la fragmentación en manos de las burguesías locales?

Cabría imaginar la continuidad del régimen, aún malherido, durante un tiempo más o menos dilatado, gracias a la inconsecuencia y pusilanimidad de las burguesías periféricas. Lo que, sin duda, alimentaria las tendencias autoritarias y antidemocráticas de la oligarquía central. También cabe imaginar una fragmentación en la que, en algún espacio territorial concreto, el independentismo popular obtuviese la hegemonía e iniciase un proceso de profundización democrática que sirviese de ejemplo y acicate al resto de la Península. Este escenario es, en las actuales circunstancias, bastante improbable dada la limitada audiencia de los movimientos populares, que parecen tener su propio techo, y, además, ante la radical dificultad, en ese escenario hipotético, de la construcción de una izquierda transformadora a nivel peninsular (sobre todo en las zonas no independizadas), implicaría el aislamiento y posterior derrota del experimento popular por parte de las oligarquías globales.

¿Existen otras alternativas? Los movimientos populares de la Península Ibérica, podrían perfectamente, bucear en su historia en su búsqueda.

Para el republicanismo federal, uno de las principales vertientes del republicanismo histórico anterior a la Guerra Civil, de tendencias fuertemente municipalistas y socializantes, la pluralidad de España, que había dado lugar a tensiones crecientes, sólo se podía solucionar desde la perspectiva federal. Un concepto que bebía de dos fuentes diferentes pero confluyentes: la propia trama histórica española, de la que los federales extraían referentes a los que adscribirse como el de la revuelta de las comunidades castellanas, o el de las germanías; y el novedoso desarrollo del llamado «principio federativo» por parte de los republicanismos internacionales de la época y, muy especialmente, por una lectura atenta de ese teórico radical, republicano y primer anarquista, llamado Pierre Joseph Proudhon, al que Pi i Margall había sido el primero en traducir al castellano.

El federalismo era, en todo caso, lo que se denominaba como un «federalismo sinalagmático», basado en el libre pacto, con una fundamentación mucho más profunda que el federalismo limitado del que suelen hablar los aficionados a las constituciones neoliberales.

Se basaba en las autonomías municipales, y en su asociación, más que en la conformación de fuertes Estados federados centralizados. La cadena federal iba desde el individuo a la Confederación, pero tenía su centro en el municipio como lugar de expresión de la más profunda democracia local, donde las oligarquías podían ser sometidas a un control más estricto por las masas populares. La idea era que los distintos niveles de actuación del principio federativo (municipio, Estado federado, Federación o Confederación) se construían sobre la base del derecho a decidir, en base a competencias que se mantenían, en su mayor parte, en los escalones inferiores, donde el ejercicio del poder estaba más apegado a la voluntad y participación del ciudadano.

El federalismo fue, además, aún más creativo desde el punto de vista del análisis territorial: muchas de sus corrientes lanzaron o siguieron también las ideas del «latinismo» y del «iberismo», como alternativas a un Estado Español débil, sometido, ya entonces, a las intereses geopolíticos de las potencias del Norte, y convertido en el paria conservador y reaccionario de Europa.

Es el propio Emilio Castelar, por ejemplo, el que, en una entrevista para un periodista extranjero, en 1872, afirma que es necesaria una alianza de los pueblos latinos para combatir el «germanismo», que él identifica con el absolutismo y el atraso de los pueblos de la Periferia Europea. «Es la única forma de rejuvenecer a estos viejos pueblos y de restaurar el Occidente», llega a decir. Estos criterios latinistas, que pretenden un nuevo renacimiento de la «civilización mediterránea» no eran ajenos a las cavilaciones de ciertos cenáculos intelectuales, tanto radicales como conservadores, de España y de Francia. Castelar ya había planteado esto varias veces, tanto en el Ateneo de Madrid, como en las Cortes.

Más fundamentación en la historia española tenía el iberismo. La Unión Ibérica fue un ideal compartido por muchos intelectuales del siglo XIX español, aunque en Portugal sólo encontró eco entre los escritores republicanos de la «generación de Coimbra», también muy influenciados por Proudhon. Las iniciales tentativas de Castelar, cuando fue presidente de la República, de caminar en esa dirección, encontraron los límites de las fuertes presiones de Inglaterra y Francia en su contra, y de la desconfianza del gobierno portugués. Las grandes potencias no querían algo así, y menos cuando, en el imaginario federal el iberismo estaba muy relacionado con la recuperación de la soberanía sobre Gibraltar.

Pero, pese a ello, el iberismo no fue nunca abandonado del todo por los federales. Podemos reencontrarlo en las tentativas organizativas llevadas a cabo por el republicanismo más radical y filo-libertario de la Segunda República: el Partido Social Ibérico, de Salvador Cervantes, en Madrid, o el Partido Republicano Federal Ibérico, que organizará Eduardo Barriobero en Cataluña, al hilo de la Guerra Civil.

Es más, desde el republicanismo federal el iberismo se filtrará en los medios obreros libertarios, no como una propuesta del todo coherente, pero sí como una especie de música recurrente, íntimamente relacionada con la idea del internacionalismo proletario, pero partiendo de lo cercano. No en vano encontramos referencias claras en los nombres de las organizaciones libertarias como la Federación Anarquista Ibérica (FAI) o la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL), o en obras importantes de militantes anarcosindicalistas decididamente iberistas, como el libro «Hacia una federación de autonomías ibéricas» de Felipe Alaiz, director del principal periódico de la CNT, «Solidaridad Obrera» y, previamente miembro del grupo aragonés de intelectuales «Talión», junto a Angel Samblancat, Gil Bel, Ramon Acín, Joaquín Maurín o Ramón J. Sender.

La musicalidad política y cultural del federalismo y el iberismo, conformaba una línea esencial del pensamiento de muchos militantes obreros. Desde el Salvador Cervantes que vinculaba la profundidad democrática de las colectivizaciones con el «espíritu ibérico» de sus autores, al Abel Paz, que en uno de sus libros de memorias escribía, ya en los años noventa:

«Se ha hecho muchas veces referencia al individualismo ibérico, dándose con ello una falsa idea de él. El verdadero sentido de ese individualismo reside en la idea enraizada del ser ibérico de que nadie decida por él, estando, a la vez, siempre maduro para compartir con los demás penas o glorias. Es sociable y busca en la organización con los demás el apoyo mutuo. Pero la idea esencial, lo que persiste, es el afán de afirmación personal, ni superior ni inferior, trato igualitario. Este rasgo esencial del ser ibérico es por el que puede explicarse su historia social, identificada con el anarquismo y reacio a todo encuadramiento en partidos políticos por su estructura jerárquica».

Después, el iberismo sería continuado por autores de la talla de José Saramago que en su libro «La balsa de piedra» reivindicaba la esencial afición a la protesta de los pueblos peninsulares.

¿Es el federalismo municipalista y socializante una propuesta a la altura de las necesidades populares del día de hoy? Tras las últimas elecciones locales, y en el contexto de la recuperación, en el seno de los movimientos sociales no institucionales, del pensamiento municipalista y ecologista de autores como Murray Bookchin y Janet Biehl, parece que sí. Incluso, los experimentos sociales de Chiapas (los municipios autónomos zapatistas) o Rojava (el confederalismo democrático kurdo) parecen presentar el federalismo y el municipalismo, sobre la base del protagonismo popular y el recurso a la democracia económica y la autogestión, como las alternativas esenciales al concepto dominante del Estado neoliberal, ante la casi segura imposibilidad de recuperar el Estado keynesiano como horizonte real en esta fase del capitalismo senil.

¿Tiene algún sentido el iberismo en este escenario? Despojados de todo esencialismo nacionalista, que ve en abstracciones y linajes reales el origen de los pueblos, para mejor entregarlos rendidos ante las oligarquías locales, la perspectiva de una Federación o Confederación, basada en el derecho a decidir, de los pueblos de Iberia, es la única que puede ahuyentar al tiempo los fantasmas del autoritarismo centralista y de la fragmentación autista, conformando un espacio practicable para la plurinacionalidad de base democrática.

No negamos la existencia de España. No negamos la existencia de Catalunya. No negamos la existencia de Portugal. Sólo decimos que, en un mundo de tiburones globales y oligarquías transnacionales que pueden derribar a los gobiernos moviendo sus capitales en fracciones de segundo, o imponerles rescates y recortes antisociales, sólo la solidaridad y el apoyo mutuo entre los pueblos de Iberia, y entre sus movimientos populares, puede construir una alternativa creíble.

La plurinacionalidad es una realidad. Los vínculos en común, también. El principio federativo y la escala ibérica, necesidades de los tiempos para construir un espacio realmente democrático en nuestra sociedad.

Confederalismo ibérico, pues, y municipalismo democrático, también en lo económico, como primeros puntos de apoyo para conformar una Europa radicalmente diferente y un Mediterráneo distinto. Un camino de apertura para la transición a una sociedad de lo cercano, la sostenibilidad y la participación popular.

Fuente: http://anarkismo.net/article/29812