En sintonía con los ejes económicos, habituales en nuestro tiempo, usados para interpretar casi cualquier cosa de manera excluyente, asistimos todos los meses a una discusión entre el gobierno y las organizaciones del campo sobre los subsidios, las retenciones, y otras yerbas. Los productores sienten que los políticos «meten la mano» en sus bolsillos, mientras […]
En sintonía con los ejes económicos, habituales en nuestro tiempo, usados para interpretar casi cualquier cosa de manera excluyente, asistimos todos los meses a una discusión entre el gobierno y las organizaciones del campo sobre los subsidios, las retenciones, y otras yerbas. Los productores sienten que los políticos «meten la mano» en sus bolsillos, mientras que el gobierno se erige como una nueva versión de Robin Hood, tomando de los ricos oligarcas lo que el pueblo «necesita». Y así bostezamos frente a discusiones que nunca terminan, matizadas por comunicados emanados de asociaciones de pequeños y medianos productores, quienes buscan una distribución más equitativa de la tierra, quizá porque muchos la perdieron o quizá porque sienten que también tienen derecho a participar de la gran torta exportadora de nuestros recursos. Y jugando a estar por encima de todos, pero sumergidos en la misma retórica, están los técnicos y los científicos, nucleados alrededor de un INTA cuyos balances engordan con el aporte económico de solventes empresas privadas nacionales y extranjeras.
Los medios de comunicación especializados en el tema rural no alientan ni siquiera una tímida «pedagogía» agrícola, y los grupos ambientalistas basan sus campañas en presupuestos conceptuales que, por interés o por incapacidad, erróneamente dan por sabidos en la mayoría.
Y en el medio de todo esto esta la mayor parte de la población argentina, como un espectador aburrido que desea que termine esta película para poder entretenerse bailando por un sueño. No sabe nada de agricultura y ganadería, y realmente cree que no necesita saberlo. Para eso están los agrónomos y los veterinarios, y además no vive en el campo, por lo cual los problemas del campo no son sus problemas. Como si esto fuera poco, escuchan tanto de los políticos de turno como de muchos empresarios, que la soja es «bolivariana».
Entonces comienzo a preocuparme cuando periódicamente leo las notas de los especialistas sobre suelo, desde hace más de 5 años, acerca del balance negativo de nutrientes que produce nuestra agricultura actual.
Toda aquella persona que tiene una maceta en su balcón sabe que en algún momento la tierra de la maceta se agota. Es un hecho, que para que la planta sobreviva, se debe o enriquecer la tierra, o cambiarla, o agregar algún fertilizante, o hacer un poco de todo.
Los campos de cultivo no escapan a esta regla, y las noticias que me preocupan están relacionadas con mucha información que indica que los nutrientes que sustentan nuestros cultivos se están agotando con cada cosecha, y que, por lo tanto, deberíamos estar haciendo algo al respecto.
Por qué es importante esto? Para usar un argumento económico: porque el 50 % de nuestra economía depende de la fertilidad de los suelos. Ni más ni menos. Para usar un argumento humanitario: porque casi todo lo que comemos proviene de esas tierras. Para usar un argumento ecológico: porque si esa «maceta» se agota, no habrá alimento, ni personas, ni economía. Y para ser realista, al ritmo de la agricultura argentina actual, a las personas ya fallecidas por hambre y desnutrición, en pocos años se les van a sumar muchos más.
Pero por qué debería pasar esto, si nuestros agricultores de «punta» son tan «eficientes»?? Porque parece que no lo son. No son agricultores, ni son eficientes. Voy a ensayar una explicación. Excluyendo voluntariamente en este relato las prácticas agrícolas de los pueblos originarios, podemos decir que la agricultura «gringa» argentina proviene principalmente de los colonos extranjeros llegados al país desde fines del siglo 19. Son emblemáticas las colonias santafecinas, como Esperanza, en este sentido. Las corrientes inmigratorias masivas del siglo 20 sumaron una gran cantidad de agricultores a la Argentina. Sus prácticas eran diversificadas, como resultado de conocimientos ancestrales que indicaban que no era conveniente apostar todo a una sola producción. Los contratos de arrendamiento de las primeras décadas de aquel siglo, que permitían a los colonos hacer trigo tres o cuatro años y dejar el campo con pasturas, suman a la historia una complejidad que dejaremos para otros trabajos, pero desembocaron, junto con un saldo exportable creciente del cereal, en un desastre económico a fines de la década de 1930, cuando varias sequías acabaron con sucesivas cosechas. Otra vez, los agricultores diversificaron su actividad como producto de aquel duro aprendizaje. Así, se producían cereales, oleaginosas y ganado, de una manera relativamente equilibrada, y que respondía a la percepción directa que el colono tenía de su suelo.
Posteriormente, aquellos viejos agricultores argentinos mutaron, y ese cambio los transformó en otra cosa. Primero dejaron de llamarse agricultores para autodenominarse productores agropecuarios. Pero las mutaciones no fueron sólo semánticas, implicaron también un cambio en la percepción del producto de su trabajo. En la mutación de agricultores a productores agropecuarios, su primaria visión del contacto con la tierra como esencia de su trabajo en relación a los cultivos, pasó a centrarse primordialmente en los productos de estos cultivos. La aparición de variedades híbridas, de mayor rendimiento, y la oferta de novedosos productos químicos que permitían luchar contra malezas y plagas distrajeron al agricultor de su objeto primario, y lo hicieron centrarse en las nuevas prácticas, que implicaban un aumento en la cantidad de insumos, y que, desde la percepción del productor, le garantizaba la cosecha que le permitiría pagar los insumos y ganar dinero. Ahora el cultivo deja de ser importante en sí mismo, y la balanza se inclina a favor de su condición de medio para obtener un producto, por supuesto comerciable, con la aspiración excluyente de aumentar la cantidad de ese producto al final de la cosecha. Ahora no importa tanto el proceso que se adopte en relación al cultivo, si lo que se hace es una garantía de mayor producción. Esta transición se da principalmente en el marco de, y como producto de, la llamada Revolución Verde. Esta intensificación de los cultivos por encima de las rotaciones, sumado a las prácticas tradicionales, llevó a una gran erosión del campo.
Luego mutaron nuevamente de nombre y de visión. Dejaron de llamarse a sí mismos productores agropecuarios, para adjudicarse un lugar en lo que los economistas llamaron la cadena agroindustrial. Se sintieron parte de algo mayor, y no quisieron quedar relegados al mero papel de productores, por lo cual se autodenominaron agroempresarios. Ahora ya tampoco es tan importante el producto en sí, sino el mercadeo de ese producto. Los agroempresarios están ahora muy preocupados por la bolsa de valores, por la colocación en el mercado, y sus productos y cultivos están diseñados en función de las cotizaciones futuras, las fluctuaciones bursátiles, los vaivenes de la demanda, la apertura de nuevos destinos comerciales. Ahora, entonces, es indispensable aumentar la cantidad de producto comerciable, y es necesario a toda costa la adopción de cualquier medio, incluso aquellos que los abuelos agricultores reprobarían, con tal de aumentar la producción. No cuidan cultivos para obtener alimentos, usan sus cultivos y sus productos para cosechar dinero. Esta nueva mutación va de la mano con la adopción de la llamada segunda Revolución Verde, o revolución Biotecnológica, es decir la adopción de paquetes tecnológicos (siembra directa, semilla transgénica, herbicida) diseñados para producir commodities. En este cambio, la erosión eólica y la hídrica del suelo disminuyó, pero aparecieron decenas de nuevos y graves problemas.
Ahora, volviendo a nuestro ensayo explicativo, podemos decir que la agricultura, la producción prioritaria de alimentos y fibras para consumo humano, se perdió en estas mutaciones en virtud de su función actual de producir bienes comerciables, y por ese motivo los agricultores argentinos ya no son agricultores.
Ahora veamos por qué no son eficientes. Aumentar la producción, es decir la cantidad de producto que obtengo, no tiene nada que ver con la eficiencia, es más, puedo obtener un valor récord de producción siendo menos eficiente de lo que eran los agricultores en la década del ’50. La eficiencia y la productividad son cosas muy distintas. Los estudios realizados hasta ahora indican que los monocultivos industriales aumentan su productividad a expensas de una entrega muy alta de energía en la forma de combustibles, fertilizantes y agrotóxicos. Cuando se restan estos aportes al producto, la eficiencia total del sistema se reduce bastante, siendo en muchas ocasiones muy inferior a la eficiencia de una chacra clásica con diversidad de producciones y con aportes externos reducidos o nulos.
No centramos nuestro interés en la eficiencia energética de un proceso agropecuario porque estamos demasiado acostumbrados a pensar en términos de la cantidad final de producto, en valores absolutos, y en general sin importar los costos energéticos, y es justamente el costo en relación al producto, lo que da dimensión a la eficiencia. Estas estimaciones son peores aún si no asumimos todos los costos reales que tenemos.
En agricultura, existen dos tendencias principales que rigen las formas de producir, la llamada agricultura de procesos y la llamada agricultura de insumos.
La agricultura de procesos está basada no en la cantidad de producto alcanzado sino en el mantenimiento de los procesos vitales que permiten la continuidad de la producción, sin el agregado de insumos externos. Esta agricultura prioriza la salud del suelo y del ecosistema por encima de la cantidad absoluta de producto obtenido, y en general sus costos están relacionados con las horas hombre incorporadas al proceso.
La agricultura de insumos, por su parte, se basa en la maximización del producto obtenido, y recurre a numerosos insumos, como combustibles, fertilizantes y agrotóxicos, para asegurar ese máximo. Los costos de esta agricultura son usualmente calculados en términos de la energía fósil gastada para obtener un producto.
Los estudios indican que la eficiencia energética por cantidad de producto obtenido es entre 2,5 y 6 veces mayor en la agricultura de procesos que en la agricultura de insumos. Es decir, por la agricultura de procesos, la cantidad absoluta de producto puede ser menor (aunque no necesariamente), pero su costo es mucho menor, siempre en relación a la agricultura de insumos. Concretamente, para obtener una cosecha récord en la agricultura de insumos debo agregar enormes cantidades de sustancias que bajan la eficiencia de la producción. La agricultura de insumos es menos eficiente que la agricultura de procesos, y como aquella es la agricultura de los agronegocios, podemos concluir que los agroempresarios argentinos no son eficientes.
Además hay otros costos no incluidos, que hacen bajar más aún la eficiencia de la agricultura de insumos. Los agricultores, devenidos productores agropecuarios, devenidos agroempresarios, saben muy bien que la agricultura industrial sobre suelos nuevos, puede generar altos rendimientos en los primeros años empleando la reserva de fertilidad del propio suelo, y con un mínimo agregado de insumos externos. Y lo que sucede es lo que me preocupa desde hace varios años, con cada nota sobre fertilidad que aparece publicada. Según los datos disponibles, a nivel nacional se repone en promedio sólo el 30 % de los nutrientes que los cultivos extraen del suelo. Y en ocasiones no se repone nada. Los cultivos que se realizan sobre suelos recién desmontados, aprovechan durante unos cinco años la fertilidad acumulada en ese suelo, sin reponer nada de lo que se saca. Fertilizar en Salta o en Santiago del Estero es sumar un costo más al alto flete del transporte, al costo del desmonte, y a otros factores que hacen disminuir la rentabilidad. Entonces, por motivos económicos, no se respetan los procesos ecológicos subyacentes a la producción. Entonces no se fertiliza el suelo, y se especula con realizar un buen negocio que dure unos 5 años, y después se verá si «cierran los números» de la agroempresa.
En otras palabras, ese 70 % de nutrientes que el suelo entrega a cada cosecha récord, es ni más ni menos, un subsidio agrícola dado, en este caso por el suelo, es decir, el «ambiente», cuya propiedad no es del dueño de la tierra ni del arrendatario, sino del estado, de todos los ciudadanos. La magnitud de este subsidio asustaría a más de un buen ciudadano preocupado por el país. En el año 2002, los cálculos indicaban que reponer los nutrientes extraídos por la cosecha de soja representaba un costo de u$s 900 millones, frente a una facturación total de u$s 5.000 millones. Este valor de nutrientes no devueltos al suelo fue entonces del 18 % en el año 2002. El ambiente, que es un bien común, otorgó al negocio de la soja un subsidio de casi el 20 % de la facturación. Esto en términos económicos.
En términos ecológicos, la pérdida de nutrientes es una herida que deja secuelas. El suelo es un ecosistema en sí mismo, integrado por miles de organismos que son los encargados de reciclar los nutrientes y la materia orgánica, dejándolos disponibles para el cultivo. Estos procesos ecológicos tienen sus propios tiempos y sus propias eficiencias. Usualmente los procesos de formación de suelo llevan miles de años, y la cobertura vegetal natural, el ecosistema soportado por el suelo, es el resultado de miles de años de evolución y sucesión ecológica. Tengamos en cuenta, que los ecosistemas son arreglos de biodiversidad autorregulados, que se perpetúan en el tiempo con plasticidad, elasticidad y una enorme tolerancia a los disturbios naturales. Cuando no se comprende que el suelo también integra a ese ecosistema, complejo y sometido a múltiples y diversas regulaciones que a veces apenas conocemos, cuando se supone que el suelo es apenas un soporte mecánico para nuestros cultivos, es entonces cuando ingresamos a los agronegocios, alejándonos definitivamente de la agricultura. Cuando eliminamos el ecosistema y sólo nos limitamos a extraer nutrientes del suelo, no sólo hacemos a éste más pobre, sino que además le quitamos aquello que lo mantiene saludable, lo cual agrega una dimensión de largo plazo a la valoración. La salud del suelo, mellada por la pérdida de sus capacidades ecológicas, no es algo que se pueda devolver con fertilizantes sintéticos. En muchos casos su restauración es prácticamente imposible.
Por eso me preocupa que los titulares sobre la reposición en extremo deficiente de nutrientes sean los mismos año tras año. Cada año las heridas del suelo son mayores, su pobreza es mayor, y su daño es mayor. Y con cada cosecha, la posibilidad de reparar esos daños se alejan más y más de la simple incorporación de fertilizantes químicos.
Por otra parte, si ni siquiera desde un punto de vista económico se «respeta» al suelo concibiendo sus pérdidas como un costo que hay que internalizar en virtud de la sustentabilidad de todo el sistema, es muy probable que parezca ingenuo a los empresarios y los dirigentes pretender que exista algún punto de vista ecológico por encima de todo esto que deba llamar la atención y generar decisiones de largo plazo. Ni hablar de proponer salidas orgánicas o agroecológicas.
Volvamos a nuestra ingenua lectura económica, y a todos los entredichos entre los partidarios de los agronegocios y el gobierno. La gente «del campo» se queja de las retenciones, y el gobierno dice que sus ganancias son demasiadas y que necesita esos pesos para cubrir las «necesidades» de la gente. Entonces, con las retenciones, se pagan los planes sociales. Uno podría extrapolar aquel subsidio dado por el suelo a los negocios agrícolas, y pensar que alrededor del 50 % de las retenciones son cubiertas por este subsidio ambiental. Es decir, le cobran al exportador, lo que en definitiva él no tuvo que pagar en fertilización. Es decir, la mitad de la retención era un costo que el agroempresario debió pagar y no lo hizo. En cierto sentido con el 50 % de la retención el agroempresario «devuelve» al gobierno el subsidio dado por el suelo, con lo cual, la retención real sobre su renta es la mitad de lo que se dice. Uno puede estar más o menos de acuerdo con los destinos que el gobierno da a esos fondos, pero lo cierto es que no vuelven al suelo, y cuando pierde el suelo, pierde el estado, todos nosotros. En resumen, el costo ambiental no es asumido ni por los agroempresarios, ni por el gobierno, sino por todos nosotros y nuestros linajes.
Desde el punto de vista del suelo, la pérdida es un daño significativo a su futuro, como ya expresamos. Y no importa si es el gobierno o los agroempresarios quienes se quedan con lo que perdió, lo cierto es que esa pérdida representa una dificultad que se manifestará con mayor o menor gravedad más adelante. La dificultad se traducirá en una baja productividad del suelo, y un deterioro paulatino de su salud, que podría hasta desencadenar procesos de degradación y erosión irreversibles. Y esa pérdida en el suelo se traducirá en terribles procesos de crisis en nuestra sociedad en el futuro. Las heridas que el suelo sufre hoy sangrarán más en la generación de mis hijos. Por eso me preocupa mucho, más cuando veo que el actual modelo agrícola sólo tiende a intensificarse y expandirse.
Y me preocupa además, porque no veo que sea advertido por las diversas dirigencias, todas preocupadas por su pequeño ranchito, con más vocación demagógica que pedagógica, desconectadas de la defensa de los bienes públicos y de los intereses generales de la población, entre los cuales entiendo que debería priorizarse siempre la eficiencia en lugar de los saldos exportables. Más aún en temas que involucran a un modelo agrícola que genera, aparte de los ecológicos, profundos problemas sociales por desarraigo, desocupación, precariedad laboral, contaminación, y otros.
La Federación Agraria Argentina emitió hace poco un proyecto de ley para limitar o prohibir la concentración de tierras en manos de extranjeros, que es muy loable y al cual adhiero en términos generales. Pero me pareció atroz que en ese documento no se contemple seriamente el uso de la tierra, más que por alguna referencia al pasar. Los autores parecen presuponer que el uso minifundista de la tierra garantiza una buena conservación del suelo, y que necesariamente el latifundio lleva a un mal uso, especialmente si el latifundista es extranjero. Hay muchos ejemplos que indican que este presupuesto es erróneo, y que no deberían mezclarse las nociones de tenencia y uso. Por otra parte, priorizar la mirada sobre la tenencia sacrificando la noción de uso, entiendo que es una variante de las mutaciones padecidas por los agricultores de antaño, que derivaron en esas clases dirigentes que deciden sobre el campo pensando no en los alimentos sino en los negocios. Además, la nacionalidad de los titulares del dominio importa bastante poco desde el punto de vista del ecosistema. La mayor parte de los agroempresarios que se enriquecen a expensas del suelo argentino son argentinos.
La reforma agraria es uno de los principales caminos que tenemos que recorrer, pero siempre y cuando tengamos presente el uso del suelo, ya que desconociendo este factor, el futuro del suelo podría ser el mismo y sólo cambiarían los verdugos. Es más, una ley de uso del suelo debería ser previa y de mayor nivel de abstracción que una ley de tenencia, ya que partiendo de antecedentes tomados del estudio de la eficiencia de los cultivos, con datos experimentales sobre las unidades mínimas y máximas de producción, tendríamos un marco conceptual de base ecológica o sistémica más racional para definir un sistema de tenencia.
Por parte del sector de la agroindustria, los agronegocios, las cadenas agroindustriales y todos los eufemismos que quiera inventar esta clase para referirse a su objetivo único y primordial de ganar cada vez más dinero, no podemos esperar demasiado. En cuanto los números no cierren se dedicarán a otra cosa, pero mientras tanto, seguirán insistiendo en que son ecológicos, sustentables, socialmente responsables, eficientes, competitivos, y bolivarianos, mientras tratan de ingresar al prometedor y suculento negocio de los «biocombustibles», a expensas de exprimir al máximo posible los ecosistemas hasta destruirlos completamente,… con todos nosotros adentro. No podemos esperar de ellos otra moral que la que dictan sus cuentas bancarias, sus apetencias de poder y su visión perversa del crecimiento.
Qué decir del grueso de las autoridades, esa mezcla rara de vanidades enfermizas y egoístas, con sus pequeñas camándulas de fieles y aduladores, negociando casi siempre con la necesidad, llenando sus bocas con palabras gastadas y huecas, tapando sus escándalos y negociados con pautas publicitarias y actos demagógicos. No hay mucho por decir que no sepamos, salvo el «manotazo de ahogado» de pedirles, rogarles, suplicarles, que entre elección y elección dejen de ausentar al Estado del proceso.
También hay que considerar a los medios de comunicación, la principal herramienta de alienación que tienen los poderosos. Los medios han llegado al punto de no tener que hacer grandes esfuerzos creativos en su intento de idiotizar a las personas, vanalizar los temas, vender mentiras o distraer en la forma de investigaciones periodísticas, y otras intrigas. En el contexto de los grandes medios argentinos, las noticias importan en tanto generan, mantienen o amplifican las audiencias, lo cual se traduce en ganancias económicas. Por supuesto que entre las páginas invadidas por publicidades de los agronegocios, siempre se filtran algunas «notas de color», como aquellas que informan sobre la baja reposición de nutrientes de nuestros suelos en el marco de la agricultura actual.
Después están los sectores de izquierda preocupados históricamente por temas urbanos, para los cuales el campo, el suelo, los ecosistemas, parecen no entrar en su ecuación industrial, obrera y proletaria. Aunque sí promueven el desarrollo, para lo cual no reniegan demasiado del crecimiento económico subsidiado por el ambiente. Pero no veo que adviertan que sin ambiente no habrá desarrollo, que sin ambiente no se mueven las fábricas, que sin ambiente los derechos humanos retrocederán al punto en que la aspiración máxima de dignidad pasará por obtener una ración de comida. Están muy preocupados por el agua que hipotéticamente se quiere robar el imperialismo dentro de dos décadas, una visión que esconde su increíble incapacidad de ver o de cuestionar todo lo que se están robando ahora los patriotas agroempresarios argentinos, con cada cosecha de soja, nutrientes que se van a expensas de la capacidad futura de producir alimentos. Me preocupa que gente valiente y comprometida haya sido incapaz de incorporar la noción de «entorno», de pertenencia a un ecosistema, en sus visiones del mundo.
Estamos severamente disociados de nuestro entorno natural. Actuamos como si no dependiéramos de los ecosistemas para las cosas más básicas de la vida cotidiana, y nuestra noción de medio ambiente rara vez supera los mensajes emanados de conflictos generados por el tratamiento de la basura, o por casos de contaminación. Pero estos conflictos se desatan cuando el desastre está en sus etapas finales. Recién cuando nos entra por la nariz nos demos cuenta de que algo se está pudriendo. Pensamos en las pasteras uruguayas, pero no pensamos en las miles de hectáreas que tuvieron que ser previamente forestadas con monocultivos de pinos para abastecer la pastera. Es más, para muchas personas, los miles de pinos parecen un bosque, ordenado y limpio, aunque sean tan desiertos a los fines de la biodiversidad y tan perjudiciales para el suelo, como lo es un cultivo de soja. El impacto de las forestaciones es mucho mayor que el de las pasteras, pero no lo percibimos, porque vivimos en ciudades lejos del campo y del olor de la tierra, gastando cada día más papel barato. Y apenas pensamos en las pasteras argentinas…, o en los crecientes cultivos forestales argentinos que demandarán más pasteras argentinas.
Por eso me preocupa que la pérdida de fertilidad de los suelos sea una recurrente noticia más en un tsunami de informaciones vacías. Y estoy seguro que algunos agricultores genuinos, de los que todavía quedan, sienten dolor al conocer esa noticia. En el fondo me preocupa percibir que estamos perdiendo la fertilidad en nuestras mentes, mientras cultivamos unas pocas monoideas, subsidiadas por insumos mediáticos contaminantes, en un entorno urbano cada vez más ruidoso pero menos diverso.
Marcelo Viñas es Biólogo, documentalista, autor de «Hambre de Soja» y «Siembra letal».
Publicado en Nuestra América www.nuestraamerica.info