Traducido para Rebelión del gallego por Ana Salgado
Al término del verano de 1985 era inminente la convocatoria de elecciones para la segunda legislatura del Parlamento de Galicia. En otoño del 1981 se habían celebrado las primeras elecciones legislativas gallegas en el marco del Estatuto de Galicia, recién entrado en vigor conforme al diseño constitucional español del llamado Estado de las Autonomías, que había suplantado al no-nato pacto federal, propugnado por las fuerzas sociales y políticas propulsoras de la frustrada «quiebra democrática» cómo fórmula de articulación de la realidad plurinacional del Estado español . Ésa era mismamente la posición del nacionalismo gallego rupturista que, integrado en el Consello de Forzas Políticas Galegas (CFPG), había elaborado en 1976 unas «Bases Constitucionais para a participación da nación galega nun pacto federal» constituyente de un nuevo Estado democrático. Pero, como se sabe, no se había dado quiebra democrática, sino «reforma política». Los tres escaños obtenidos en esos comicios de 1981 por la coalición del BN-PG con el PSG se habían perdido, al ser expulsados sus titulares del nuevo Parlamento autónomo por negarse a prometer el acatamiento de la Constitución exigido en el Reglamento que la cámara había elaborado después de constituida. Ahora el BNG, fundado en septiembre del 1982, tenía que decidir si transigía con ese trámite obligado, para no ser excluido de la acción parlamentar, o renunciaba a ella para mantener intacta una posición rupturista a pesar de que, en aquel contexto, sólo pudiera ser testimonial. Yo estaba a favor de la primera opción, que fue la que prosperó. Mas quise hacer pública mi lectura del proceso que había dado al traste con la ansiada «quiebra democrática» y mi denuncia del fraude político que, a mi modo de ver, contenía el pacto de la «reforma». Lo intenté en un puñado de artículos que la prensa de entonces «declinó» publicar. Lo editó en un folleto la «Agrupación Cultural Alexandre Bóveda» de A Coruña. La deriva política deturpadora de «nuestras» instituciones autonómicas que ahora padecemos me hizo recordar aquel texto. Os lo ofrezco aquí en varias entregas, tal cual había sido escrito entonces, como ejercicio de memoria y testimonio personal de nuestra historia reciente, por si os pudiese resultar provechoso. Se lo había dedicado entonces a Pancho Pillado. Reitero la dedicatoria en esta reaparición.
– I –
A diferencia del nazismo germano y de los fascismos latinos, el fascismo español no murió de muerte violenta. E Estado hitleriano, el régimen mussoliniano y el gobierno de Vichy en la Francia ocupada, fueron derribados «manu militare». Sus edificios institucionales fueron desmontados y sus pilares socio-políticos desvelados y destrozados como resultado de una aniquilación bélica y una subsiguiente depuración, aunque no completa, de sus inquilinos -desde los voladizos de los tejados hasta las ratas de los lugares últimos bajo tierra. Que Albert Camus escribiese en esa época La Peste, con su elocuente simbología, no es casual, como no lo es tampoco la contemporaneidad de sus «Cuatro cartas a un amigo alemán», aparecidas primero y clandestinamente en Combat, bajo la ocupación nazi. Contemporaneidad y dureza: «Aprendemos que, al contrario de lo que a veces pensamos, nada puede el espíritu contra la espada, mas que el espíritu unido a la espada es el eterno vencedor de la espada llevada por si misma» -escribe don Alberto en 1943.
Pero la ola que ahogara al fascismo se había detenido entonces en los Pirineos. Ni el fascismo franquista ni el salazarista resultaron barridos por ese golpe de mar, contra pronósticos y convicciones hoy impresas en las memorias francesas de una Beauvoir, Simone Signoret o nuestra paisana María Casares, la hija del fundador de la ORGA. Los ciudadanos demócratas y republicanos peninsulares, en el interior o en el exilio, vieron cómo sus ideales, sus derechos y su combate era traicionados por las democracias occidentales vencedoras del enemigo común, en aras de una nueva guerra: la llamada «fría» -y no precisamente a causa del largo invierno que se prolongaría así tres decenios más sobre los pueblos de la Península. Ni siquiera fue recompensado políticamente el heroísmo de los demócratas republicanos socialistas, comunistas o anarquistas, ni el de los luchadores nacionalistas gallegos, vascos o catalanes, que después de la resistencia militar de la II República todavía habían tenido aliento y cólera para luchar al otro lado los Pirineos frente a los nazis en la Resistencia francesa, en los servicios secretos y de enlace que empleaban el euskera como código críptico, en los carros de combate que liberaron París, o aquí esos montes en la guerrilla anti-fascista que en Galicia siguió en pie hasta los años cincuenta. Demócratas, revolucionarios y nacionalistas que todavía hoy gritan desde el más allá por el restablecimiento de una justicia histórica, y no solamente por esto, que continúa sin serles devuelta. ¿Quién habla hoy de ellos en los Parlamentos celtibéricos?, ¿quién defiende realmente sus ideales, los ideales por los que ellos lucharon hasta la muerte? ¿Qué justicia política se hace hoy a las camadas sociales y a los pueblos que ellos entonces encarnaban en la lucha por la libertad sin más adjetivos y sin barreras?
El fascismo español duró treinta años más, hasta el agotamiento biológico de sus faraones, y aunque no fue agredido militarmente nunca más, él si murió matando: todavía acaba de pasar en silencio casi completo el décimo aniversario de los fusilamientos de septiembre del setenta y cinco, decretados por un viejo mugriento y tiránico a las puertas de su propria agonía. Escuchadme en castellano por una vez: «avive el seso y despierte». ¿Cómo podría yo mirar a la cara a mis hijos adolescentes, que ya los tengo, si olvidara, en la mente y en la práctica, esta historia que es tan suya como mía, la historia en la que se fundamenta lo que de positivo pueda tener el presente que estamos viviendo?
– II –
A las puertas del setenta y siete -ese año de cifras hebraicas, hoy muro de las lamentaciones también él para los que habían hecho la travesía del desierto español- el panorama socio-político interno en el «solar hispano» se diseñaba así: dos ejes dinámicos vertebraban el proceso de demolición del Estado fascista, a saber, la lucha del proletariado que, a través del movimiento obrero, infligía derrotas crecientemente graves a la base social del régimen fascista y ganaba acumulativamente espacios de libertad real y práctica aún a costa de sangre trabajadora como el vertido en A Ponte das Pías en Ferrol; y el combate nacionalista de los pueblos sin Estado de Euskadi, Galiza y Catalunya, que, al mismo tiempo que se combinaba solidariamente con el movimiento obrero, hería de muerte al aparato de Estado unitario fascista y burgués.
La oposición democrática al fascismo español -tal continuaba siendo el franquismo, desechemos de una vez eufemismos blandengues- era tan consciente de ese doble hecho cardinal en el proceso político de entonces, que suscribía sin pestañear las reivindicaciones primordiales de unos y otros, trabajadores y nacionalistas, del movimiento obrero y de las naciones sin Estado, incluso cuando no eran las suyas propias a causa de la ubicación en la estructura de clases o en el des-concierto de los pueblos peninsulares: pequeña burguesía demócrata, en el primero caso, y ciudadanos no «periféricos» del Estado, en el segundo.
Y digo bien que las suscribían, no que las asumieran con la determinación de hacerlas suyas por identificación o por solidaridad en la práctica política futura. Echad un vistazo a los documentos clandestinos de la época, a la prensa internacional de aquel tiempo, e, incluso, a partir del llamado «destape», a la propria prensa del interior. Todos los que hoy se pasaron de rosca -involutivamente, se entiende, o sea, que caminaron hacia atrás públicamente- suscribían entonces puntos reivindicativos cruciales de esos dos grandes enemigos internos del Estado fascista: sindicalismo de clase y unitario, en el movimiento obrero; autodeterminación y soberanía de los pueblos gallego, vasco y catalán, en el frente nacionalista «periférico». Eran postulados básicos e innegociables de la democracia que se luchaba por establecer, puntos esenciales de la quiebra democrática liquidadora del régimen fascista. ¿Por qué esos puntos esenciales, además de ser desechados sin escrúpulos en el proceso de «transición», se convirtieron en monstruos y fantasmas shakesperianos -hamletianos o macbethianos, como prefieran- del sindicalismo y la política oficiales, respectivamente, del presente? ¿Por qué esos dos grandes enemigos del Estado fascista son presentados ahora, de manera subliminal a veces, descarada otras muchas, como enemigos o amenazas para el Estado democrático? Yo soy, personalmente, testigo involuntariamente calificado de todos esos hechos, de la veracidad de esos posicionamientos, en el campo democrático socialista. Algo sé, entonces, del asunto.
Publicado el 13-09-2009 en el periódico Galicia Hoxe