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Control, sometimiento y dominación sobre la mujer

Fuentes: Rebelión

La pregunta es: ¿pueden los hombres vivir sin autoritarismo? Desde una perspectiva materialista y libertaria a la vez habrá que empezar dejando constancia de las distintas estructuras autoritarias bajo las cuales la historia humana ha ido atrapando cuerpos y voluntades. El pensamiento crítico puede y debe desmontar las estructuras de autoridad que, surgidas a veces […]

La pregunta es: ¿pueden los hombres vivir sin autoritarismo? Desde una perspectiva materialista y libertaria a la vez habrá que empezar dejando constancia de las distintas estructuras autoritarias bajo las cuales la historia humana ha ido atrapando cuerpos y voluntades. El pensamiento crítico puede y debe desmontar las estructuras de autoridad que, surgidas a veces en tiempos remotos, llegan a pensarse como «naturales» e inevitables. Si la historia nos las trajo, el futuro las puede aventar. Sobre todo si luchamos por que desaparezcan. La autoridad puede consistir en algún tipo de procedimiento de control, sometimiento o dominación de unos humanos sobre otros. Un control simétrico, una colaboración mutua entre iguales será siempre un estado moralmente superior a la existencia de la autoridad, un estado superior cooperativo del que es capaz el ser humano. Las formas de autoridad sobre las mujeres expresan hoy, bajo el capitalismo, el afán netamente conservador y autoritario (patriarcal) de este régimen de producción.

 

Las sociedades de casta y de clase conocen su máxima expresión bajo la creación de órganos de jefatura que, al irse complicando, se convertirán en estados. El estado pre-capitalista de la antigüedad era un órgano que evitaba la dispersión del trabajo colectivo y aseguraba jerárquicamente la sumisión de los poderes patriarcales, locales y de casta bajo un cetro o cabeza (individual o colegiada). El estado no fue un poder ex novo, resultado de una mítica lucha prehistórica de clases, lucha que nunca existió al modo en que la conocimos bajo el régimen capitalista. El estado fue producto del derrocamiento y subordinación de pequeños poderes familiares, tribales, locales, bajo poderes superiores que pudieron asentarse sobre el dominio ya conquistado a los precedentes. Así, en el interior de la familia antigua el patriarcado fue condición y efecto, al mismo tiempo, del derrocamiento del elemento femenino, derrocamiento que casi al mismo tiempo lo fue del patriarca, que bien pronto se convirtió en «funcionario» de una comunidad política más amplia, si bien local. A su vez, en un grado más elevado, el derrocamiento del caudillo de patriarcas de una comunidad local fue la pérdida definitiva de la autonomía de la comunidad campesina primitiva y su subordinación a una comunidad política centralizada de corte estatal. En los tres grados o pasos sucesivos, familia patriarcal, caudillaje local y estado centralizado, el motor mediante el cual se garantizó el control, el sometimiento y la dominación, el vehículo de la autoridad fue el trabajo  (productivo y reproductivo). Aún hoy lo es, y el trabajo representa el paradigma de estos tres procesos que estructuran -asimétricamente- las relaciones del ser humano sobre sus semejantes y, en general, el Poder.

 

El control de unos seres humanos sobre otros es el proceso más neutro y general de los tres que mencionamos, englobando al sometimiento y a la dominación como casos específicos suyos. Puede haber un control simétrico y asimétrico. Dos jugadores o dos equipos deportivos pueden controlarse recíprocamente «de igual a igual», y si no fuera por los convencionalismos y formas del juego, que obligan al «desempate», su equiparación en fuerza, destreza, etc., la simetría les mantendría en un equilibrio momentáneo aunque nunca definitivo. En la historia humana es mucho más frecuente el control jerárquico, asimétrico. Una casta o clase posee en una situación de partida un poder superior sobre las otras, que les permite controlar sin quedar ella controlada. El monopolio del control está en la base del surgimiento de los caudillajes políticos en las comunidades locales (ciudades-estado, reyezuelos, sacerdocios gobernantes) y, muy pronto, de los estados centralizados en donde el poder de una casta dominante se refuerza con la dominación territorial de una unidad local sobre otras. En este momento, el del surgimiento del estado, podemos hablar ya -en su misma raíz, del sometimiento como base y raíz social de las nuevas estructuras de poder que, anclando en la misma sociedad y en sus «células», por ejemplo la familia, potencia la autoridad ya ganada previamente en ellas. El sometimiento es el poder social, no necesariamente político (aunque condición de posibilidad de éste) que brotó un día del derrocamiento de la mujer en la familia antigua y su conversión en propiedad sometida al uso y abuso patriarcal, en el mismo sentido en que se poseyeron esclavos y demás medios de producción en la economía antigua. Someter a la mujer fue someter una fuente de la naturaleza, ponerla al servicio de una cabeza dirigente y propietaria (no necesariamente en el sentido moderno y privativo del derecho moderno) de los demás medios de producción. Hacía falta, para el paso de un «comunismo primitivo» a una mayor conciencia de propiedad privada (más o menos comunal, familiar, patriarcal), privatizar a la mujer. Ello no quiere decir, como en otra época se supuso, que en tiempos remotos hubiera existido un «comunismo de mujeres». La pérdida de libertad sexual y, en general, de elección, por parte de las hembras no tiene que ver con la idea de una ancestral promiscuidad generalizada. Simplemente, la libertad de elección de compañeros por parte de ellas, de acogerles o abandonarles, así como su autonomía productiva y reproductiva se perdió en las mujeres y ese proceso fue el que dio en llamarse advenimiento del Patriarcado. Su advenimiento, muy anterior al del Capitalismo, debió ser no obstante sinérgico con cambios productivos. En una formación social, el paso hacia una mayor apropiación privada de los bienes, y en concreto de los medios de producción, no pudo estar desligada de una apropiación cada vez más intensa de las mujeres vistas como «medios de reproducción», además de trabajadoras de la comunidad contribuyentes con su input a la creación de riqueza social. Al principio, el proceso no habría sido un sometimiento propiamente dicho, sino una gradual asimetría en perjuicio de la mujer dentro del control que las parejas, las familias, los clanes y demás comunidades primitivas establecían en el curso de su producción y reproducción. Cuando ya la producción social implicaba una gran desnivelación o «fractura» en los intercambios sociales y en los intercambios con la naturaleza, pudo ir extendiéndose el cáncer de la categoría «Mercancía» aplicada ahora a todo un universo de cosas y personas, pues más allá de los bienes necesarios para la autosuficiencia, se afianzaban los intercambios más o menos comerciales entre centros y periferias, así como los intercambios entre comunidades interiores y exteriores. La mujer, así como el bárbaro, el sometido por las armas, el endeudado, etc. , pasaron a engrosar la ficción jurídica del(a) «esclav@», de cuyas consecuencias hablamos hasta el día de hoy y que persiste bajo actualizaciones diversas (p.e. «trabajador asalariado», «sin papeles», etc.). El(la) esclav@ no ha desaparecido desde entonces. Los sistemas de dote, la «compra de la novia», las alianzas mercantiles entre familias patriarcales, etc., equiparan tanto (bajo su diversidad morfológica) la condición de la mujer con la del esclavo en general, que no vamos insistir más en este punto. Simplemente ponemos en relación un nuevo modelo de control, patriarcal, que estuvo en la base de nuevos modos de producción alejados del comunismo primitivo, de la comunidad campesina simple. El control devino sometimiento de la mujer y su conversión en mercancía y medio de (re)producción.

 

El término sometimiento aquí está siendo reservado para esa especie de control social (propio de la «sociedad civil») que aún no se ha elevado a la categoría de un control asimétrico auténticamente político, en el cual la hembra en su universalidad, y no ya alguna en particular, se someten y se explotan no sólo dentro de la esfera privada que, a fin de cuentas en el mundo antiguo eran la esfera de la familia, tribu o clan, e incluso la aldea local, por contraposición a un poder externo y de carácter público. Cuando el control social y la explotación de la mujer en el ámbito privado, sin dejar de existir acaba potenciándose hasta alcanzar el dominio público o estatal, hablamos pues de la dominación. Se trata aquí del control ejercido de forma pública, por la autoridad reconocida legítimamente (rey, casta dominante, sacerdotes), que regula, sanciona normativamente, penaliza, etc. , las formas de sometimiento patriarcal, elevándolas a asunto de estado. Así por ejemplo, los castigos corporales, las relaciones sexuales forzadas dentro y fuera del matrimonio o de la casa patriarcal, la restricción de movimientos y la supresión de la voluntad de la mujer dejan de ser asunto meramente privativo del poder del varón dueño del control, expresión de su condición de propietario de la cosa-hembra. Ahora pasan a ser tenidas en cuenta por el poder político de un estado que se asienta sobre el patriarca particular y el cacique local, a los que ha dominado, pero a los que necesita como socios subordinados para una dominación más profunda y previa, que era la dominación sobre la hembra. La violencia ejercida sobre su cuerpo, por medio de los golpes, la humillación gratuita y la violación, constituyen «recordatorios» directos de la jerarquía de poder que, desde la casa (oikos) pasando por la aldea (koinonía) hasta el propio estado (polis) pesa sobre ella. Hay un monarca o un poder político, público, pero con la aquiescencia de unos súbditos varones que, en su radio limitado de acción, de control, también son amos de una esclava, de un medio de (re)producción a su servicio, un animal doméstico humano pero sin voluntad, por muy pobre y anónimo que sea este macho dominante, convertido en reyezuelo de al menos una hembra sometida (privadamente, en el oikos), además de dominada (políticamente, en la polis), sobre cuya corporalidad se puede extender la violencia de su dominio, igual que el jefe estatal (rey, casta, sacerdocio) domina soberanamente territorios dentro de unas fronteras propias de su soberanía.

 

Sería ingenuidad imperdonable pensar que el Capitalismo posee la virtualidad efectiva, y peor aún, la «misión histórica» de terminar con el Patriarcado, en lo que contiene ésta institución de control, sometimiento y dominación del hombre sobre la mujer. El acceso de la mujer a las fábricas no deja de ser parte del proceso universal del capital tendente a explotar el trabajo humano allá donde se encuentre más barato con vistas a obtener insaciablemente la plusvalía. Tras ese acceso de las mujeres y los niños al trabajo asalariado nunca hubo finalidades filantrópicas. El progreso no fue ese, como tal. Y un Marx victoriano, a fin de cuentas, no dejó de ver las perversiones sociales, educativas, familiares, etc., que introduciría la incorporación de las trabajadoras. Progreso no lo hubo en el hecho en sí, sino en la conquista (mucho más reciente) de la autonomía gestora de los salarios percibidos, pues en un principio las obreras explotadas debían entregar su salario al marido, al padre, al varón dominante, en definitiva. Es la autonomía frente a los sometimientos patriarcales de una mujer trabajadora, perceptora de sus propios ingresos, la que pudo ir minando poco a poco una dominación patriarcal en el mundo occidental, dominación que, por otra parte, se está revelando como muy resistente. Mientras a título particular aumenta el número de mujeres formadas para el trabajo, e independientes en cuanto a ingresos derivados de él, aumenta también su autonomía personal en todas las esferas (afectiva, reproductiva, sexual, movilidad, iniciativas intelectuales, sociales o profesionales). Esto es evidente. A título particular se reduce el sometimiento en algunos estados «avanzados». Esto acontece sin que, en el nivel promedio de una sociedad, tales conquistas de independencia no encuentren a su paso los fantasmas de modos y maneras machistas, rezagados, en la sociedad. La «memoria de la carne», esto es, las palizas, violaciones y crímenes que hacen las veces de recordatorio machista de quién debe someter a quien, alcanzan en estados como España unas cifras desconcertantes. Tales comportamientos además de machistas, criminales y terroristas, no se darían en tan alto porcentaje de no mediar el reforzamiento («superestructural», «simbólico») de unas estructuras de dominación (políticas) mucho más resistentes de lo que podría deducirse de cualquier otra clase de mutación en la sociología de los mercados de trabajo. El papel del estado-educador o sancionador (por la vía legislativa, la red de escuelas, etc.) está siendo sustituido por otras instancias «educadoras», más efectivas pero más perversas en sus resultados. Los medios de comunicación, la ideología transmitida por la publicidad de las grandes empresas en una sociedad capitalista de consumo masivo, son ejemplos de instancias que siguen ejerciendo la violencia simbólica que refuerza la dominación sobre las mujeres, con lo que ello supone de obstáculo para emanciparse del sometimiento. Lenta y sacrificadamente aumentan las mujeres que acceden, al título particular de ciudadan@s reales, y gozan de los mismos derechos que los hombres. Pero en cuanto pesa sobre ellas una «marca anatómica» y de «género», no dejan de sufrir la violencia simbólica propia de un sistema económico-político aún basado en su dominación. Por ello, el tratamiento iconográfico que los anuncios de publicidad, películas de cine, programas de TV, se sigue realizando, es muestra cotidiana y evidente de que nuestro régimen económico, el Capitalismo, está basado esencialmente en la colonización de todos y cada uno de los ámbitos de lo humano, lo natural y lo social. Este régimen, que todo lo convierte en mercancía, incluye a la mujer como una suerte de mercancía genérica y difunde entre las masas varoniles la idea de su (posible) apropiación mercantil. La iconografía de la mujer como objeto en venta supone una especie de generalización de la prostitución. La mujer como ente genérico, anónima y no-ciudadana, la mujer como cuerpo disponible y a la venta, coincide en la iconografía mental capitalista con una especie de puta genérica. Más allá del incremento mundial de la prostitución sensu stricto, universal, que en el mundo de hoy se ha extendido también a los hombres y a los niños en unas cifras que no cesan de aumentar, el sistema capitalista de dominación no ha hecho más que potenciar la colonización del territorio corporal femenino, su explotación intensiva como valor (valor de cambio). Como mínimo, podemos decir que ya se ha creado un inmenso sistema de reflejos condicionados que asocian mentalmente los valores de cambio corpóreos- femeninos, o la propia fémina en su integridad, con otros valores de cambio deseables por el comprador varón. El capitalismo de consumo masivo es el mayor sistema de glotonería imaginable. El ciudadano consumidor es aguijoneado constantemente para que se convierta en consumidor y hasta en derrochador, lo cual incluye ciertas formas de «canibalismo», dentro del cual todo el mercado erótico y sexual establecido en el mundo supone la conversión de millones de sujetos (millones de mujeres y niñ@s) en mercancía destructible y desperdiciable una vez consumida. Que hay una relación causal directa entre la dominación sobre la mujer, iconográfica y simbólica, de signo patriarcal y capitalista, por un lado, y el sometimiento social y familiar de ellas, con las lacras de violencia y humillación incluidas, por el otro, difícilmente será algo que podrá ser puesto en duda.

 

Hay elementos de sobra para que el/la marxista incluyan una denuncia constante e implacable de la dominación simbólica sobre la mujer, como zancadilla inexcusable contra el avance del sistema capitalista de conversión del ser humano en cosa, en mercancía y en bien consumible y por ende, destructible.