Al inmortal, sempiterno Fraga Iribarne
Más de unn avispado amigo y lector (amigo que no me lee no es mi amigo, que decía Bergamín) ha visto en el título del anterior artículo La nómina político-intelectual de los años oscuros -éste es su continuación prometida- una ocasión perdida de aludir a la nómina que el tan nombrado, por mi mismo, maestro Ortega no dejó de percibir, pese a ausentarse de su cátedra desde el 36; y se sorprende de que no cite El maestro en el erial de Gregorio Morán, que refleja muy bien hasta qué grado los míticos campos de Castilla trocáronse en yermos desolados y desencantados.
No es que pasara por alto tan sutil detalle, aunque cuestión de gustos, en la abultada lista de libros citados preferí otro metafórico título: Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos. Me pareció que el silencio militar impuesto violentamente ahogaba la voz maravillosa de tantos españoles, maestros o no. Personalmente, no renuncio en este momento a nombrar, al menos, a unos cuantos como obligada y emocionada memoria:
Los muertos en aquella hora: Miguel de Unamuno, Antonio Machado en el exilio, Garcia Lorca fusilado, Miguel Hernández y Besteiro en la cárcel.
Los desterrados, muchos de los cuales componía la nómina de la intelligentsia republicana. Todo un contraste con la antes enumerada. Lo más escuetamente posible:
León Felipe, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez,, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Américo Castro, Tuñón de Lara, Salvador de Madariaga, Max Aub, Arturo Barea, Ramón J. Sender, José Bergamín, Manuel Azaña, José Gaos, Ferrater Mora, María Zambrano, Fernando de los Ríos, Jiménez de Asúa, Recasens Siches, Severo Ochoa, Rey Pastor, Pittaluga y tantos otros…
Que la nómina cobrada por Ortega, pagara su silencio, no es nada comparado con lo anterior. Quien sabe si el novelista donostiarra, compungido, le incluía también a él en el elocuente título. Especialmente nos lo parece, cuando recrea aquellas conferencias en que la voz del filósofo sonaba teatral y hueca en salones de damas aristócratas con perspectivas de manzanas, que, ¡oh sorpresa!, sólo eran una.
Para algún perplejo seguidor del pensamiento orteguiano que aún quede, puede servirle el artículo que otro atento lector y amigo me envía del número 1 de la revista Autos de F. E., de 7 de diciembre de 1933, de la recién creada Falange Española, «Antifascistas en España, don José Ortega y Gasset» (www.filosofia.org). O el que a los 10 años de su muerte le dedicó Cuadernos de Ruedo Ibérico, «Ortega hoy», con la opinión de Castellet, Castilla del Pino, Sastre y Semprún, entre otros. (www.filosofia.org).
También de Ruedo Ibérico me aconseja un viejo libro de Raúl Martín que se llama La contrarrevolución falangista, en el que cuenta como los falangistas que dejan de serlo, se vuelven ‘neoliberales’. En justa recompensa recomiendo yo de este viejo amigo reencontrado en la red, llamado Elías Zaldo, su apenas acabado Viaje a Confusia, Una humilde proposición de inviolabilidad para no acabar con la parlamentaria, que da buena cuenta del conflicto institucional vasco-español. (Publicado en Hika, si no recuerdo mal).
Otro paisano amigo lector me refiere que el convecino Ruiz del Castillo referenciado fusiló en plena guerra civil el manual de Derecho Político de Alcalá Zamora.; al que salvo el nombre del autor no cambió una coma. Para compensar, me habla de otro riojano, Ignacio Hidalgo de Cisneros, Jefe de la Aviación republicana, que murió en el exilio en Bucarest, y tiene un libro de memorias Cambio de Rumbo (Ikusager, Vitoria), muy divertido.
Para terminar estos acuses voy a recomendar por mi parte un monográfico de la revista Triunfo (nº 507 extra, junio1972), La cultura en la España del siglo XX. En especial para el periodo aquí tratado, las colaboraciones de Aurora de Albornoz, Max Aub, Dionisio Ridruejo, Alfonso Sastre e Isaac Montero. Si alguien tiene un ejemplar, le ruego me lo envíe urgentemente. Gracias.
Galería de personajes conversos.
Como en tema de conversiones no ando muy ducho y son para mi todo un misterio aligeraré el «cuerpo doctrinal» en este segundo artículo. Se me ha reprochado del primero, no sin razón, su extrema aridez. Salgamos raudos del erial. Aprovechemos estos días de carnaval para contemplar a los travestidos desde la misma calle. Que vayan saliendo cuando ellos quieran. Prometo en lo que sigue una galería de personajes, nada más y nada menos.
Es hacia el año 45, donde habíamos parado. En ese año López Aranguren «glosaba» La filosofía de Eugenio D’Ors. Dentro de un ambiente estricto de catolicismo preconciliar, aún hoy no periclitado, crecieron futuros intelectuales como él o Carlos Paris. Sin maestros en el erial tuvo que ser bien penosa su formación.
Pero éstos fueron víctimas. No es el caso de Ruiz-Giménez que llegó a ministro.
Calvo Serer un integrista ya reseñado no daba crédito. Quien pasado más tiempo vio mudar también su piel, entonces se quedaba de una pieza: ¿Adónde iban los laínes, Tovares y Ridruejos? Tovar y José María Valverde, emigraron a universidades foráneas. Aranguren , García Calvo y Tierno Galván, en la década siguiente fueron expulsados. Pero, ¿dónde había estado en aquellos largos años el «viejo» profesor Tierno Galván? ¿En el neotacitismo? ¿Y Gustavo Bueno, qué fue de su paso por Salamanca? ¿Cuál es su paso ahora?
Otro integrista ya referenciado, Vicente Marrero, en un libro de 1961 (La guerra de España y el trust de cerebros) acusará a esa generación del 36 (Laín, Javier Conde, Ridruejo, Tovar, Aranguren y Marías, de manera explícita) de totalitarios, pseudototalitarios, liberales, marxistas y de otros horribles saltos acrobáticos más.
Huérfanos de un magisterio sólido, se quejaba. Faltaban -en mi opinión- en la historia moderna de España no sólo una solidez o continuidad de magisterio, sino propiamente una historia de solidez o continuidad del Estado mismo. Esto es , con unas bases políticas, sociales y culturales consolidadas. Ojo avizor al televisor, a ver si García de Cortazar lo arregla.
Tenemos a eminentes universitarios falangistas ya citados (Javier Conde, Joaquín Garrigues, Diez del Corral, José María Maravall) recuperando el denostado liberalismo. Al inmortal, sempiterno Fraga, precursor de la democracia y del confederalismo, ya ex ministro, huyendo de la España Huna a Londres, bebiendo de Churchill y de la recia raigambre parlamentaria albiona.
Tenemos a jóvenes camisas azules como Martín Villa y Suárez forjándose en las arduas tareas del ascenso al poder. O a otras inmaculadas, más acorde con la ascendiente tecnocracia como Fernández Ordóñez o Arias Salgado preparándose para asaltar los altos cuadros del nuevo Staff.
Tenemos a un más joven José Mría Aznar olvidándose de las obras completas de José Antonio, leyendo a Azaña como de soslayo, sin llamar la atención. Mientras, desde dentro, aplicadamente, sin hacer ruido se preparaban para una España demócrata. La oportunidad perdida por Azaña de enderezar el rumbo de la res publica hispana, que el mismo Primo de Rivera lamentara, podría después de tanta sangre derramada realizarse.
No nos debería extrañar tanto, por consiguiente, que nuestro resplandeciente hombre de estado, ante el infortunio político de José Antonio o don José Ortega, ayuno de maestros, como las generaciones anteriores, encontrara abrigo y más cualificada racionalidad en el malogrado estadista don Manuel Azaña Díaz. Que por si estas razones no fueran suficientes para el cumplido homenaje que se le tributó y del protagonismo que se arrogó dada su íntima vinculación, ahí está la de veces que el bueno de don Manuel citaba en las nuevas memorias descubiertas a su tocayo abuelo. Que lo hiciera para ponerle a parir, eso es anecdótico. Lo importante es que lo citaba mucho, prueba del allegamiento personal.
Lo que siguiendo la buena lógica del aún presidente nos debería escandalizar es haber homenajeado, en su lugar, al fundador de La Falange, con ocasión de su centenario. Y no por declararse heredero de quien entronca con los valores retomados de una España laica y civilizada.
Habría muchas más galerías que visitar, pero las impresiones carnavalescas, a mi juicio, no distarían sustantivamente. Los personajes vistos reflejan una multitud de otros. Son pocos los casos de quienes empezaron sirviendo, como piedra de León Felipe, en ese augusto palacio y hoy la arrojan, se arrojan a sí mismas, a sus gruesos muros. Su esclarecida fe democrática ha sido justamente recompensada con las más altas torres de la Moncloa o de otros nobles edificios.