Unos mirarán a un lado, otras dejarán pasar en letra pequeña la noticia y solo unos pocos tomarán nota de que lo que todos sabíamos, era verdad. Insisto, todos lo sabíamos; lo que había detrás es un atronador silencio. Informes han salido muchos -dentro y fuera del país- hablando de la fortuna del Rey, de […]
Unos mirarán a un lado, otras dejarán pasar en letra pequeña la noticia y solo unos pocos tomarán nota de que lo que todos sabíamos, era verdad. Insisto, todos lo sabíamos; lo que había detrás es un atronador silencio. Informes han salido muchos -dentro y fuera del país- hablando de la fortuna del Rey, de su origen (digámoslo así) poco claro y del uso y abuso de su posición central en el Estado para enriquecerse él, su familia y su amplio círculo de amigos. Hay libros -como el de Ana Romero- que cuentan con todo detalle el tipo de relación que mantenía el Rey con la aristócrata alemana y su papel como comisionista, avalada por los aparatos del Estado y conocida por la clase política.
No hay noticia inocente y menos esta. Que ande Villarejo por detrás es ya una señal inquietante. Todo apunta a lo que también se sabía, que el comisario tenía dosieres, secretos de Estado e información sobre personalidades relevantes del mundo político, económico y social. Que Villarejo estaba amenazando lo sabíamos por él mismo. Su enjuiciamiento iba a estar precedido y seguido de denuncias implicando a personas de relieve. No es de extrañar. El caso Urdangarín (por cierto, bien analizado por Pilar Urbano) dejaba hilos sueltos y otros no tanto, que remitían a la princesa y a su padre.
Carlos Enrique Bayo y Patricia López han analizado minuciosamente esta trama y, jugándosela, la han denunciado. Es más, nos vienen anunciando que el comisario Villarejo está actuando y que lo va a hacer mucho más. La primera cuestión que merecería la pena analizar es que este caso -y en otros- se pone de manifiesto que en el interior del aparato del Estado vienen organizándose, desde hace muchos años, clanes, tramas y diversas mafias que influyen poderosamente en la vida pública, gestionando información reservada y usándola para hacer pingües negocios. Esto también lo sabíamos todos; su origen está en la Transición y ha durado hasta el presente bajo la connivencia de gobiernos de UCD, del PSOE y del PP.
La segunda cuestión es de más calado, a saber, la existencia en los propios aparatos del Estado de un «doble Estado» oculto, reservado y, en muchos contextos, decisivo. Lo nuevo es que en una situación de crisis de régimen, este «otro Estado» se hace más visible, emerge y cobra mayores dimensiones. Cuando Hector Illueca y yo hablamos de trama en singular y de tramas en plural, quisimos hacer referencia a unas específicas relaciones que anudaban partes significativas del aparato del Estado, clase política, poderes económicos y mediáticos. Estas tramas funcionan en red y tienen interconexiones entre sí, dando la sensación de que carecen de un centro dirigente. La trama de la que hablamos es este centro que ha tenido como parte fundamental la Jefatura del Estado.
La corrupción ha terminado siendo sistémica porque engarzaba a instituciones del Estado, intereses privados y negocios de todo tipo amparados por una omertá que no solo la ocultaba, sino que la negaba. Los denunciantes de las corrupciones ligadas a la Casa Real han sido marginados, excluidos y, cuando han podido, penalizados. A veces, se ha justificado como el coste que había que pagar por nuestra «modélica» Transición. El problema de fondo es que la corrupción se ha ido extendiendo a todos los niveles del sistema político, económico y mediático y amenaza a la propia existencia de una democracia digna de ese nombre. Pasarán muchas más cosas, esto es solo el comienzo.
Artículo publicado originalmente en Cuarto Poder