En el 25 aniversario de Askapena, que «juega un papel decisivo en la lucha por Euskal Herria», los autores analizan las ilusiones postmodernas del cosmopolitismo y las contraponen al internacionalismo, lo «más natural y propio» de un proyecto liberador, la fusión del derecho de autodeterminación y el principio de solidaridad internacional. Una de las ilusiones […]
En el 25 aniversario de Askapena, que «juega un papel decisivo en la lucha por Euskal Herria», los autores analizan las ilusiones postmodernas del cosmopolitismo y las contraponen al internacionalismo, lo «más natural y propio» de un proyecto liberador, la fusión del derecho de autodeterminación y el principio de solidaridad internacional.
Una de las ilusiones postmodernas más peligrosas ha sido la de creer que, tras la derrota de la Unión Soviética en la Guerra Fría y a favor de la llamada globalización, era posible por fin la construcción de -según la famosa propuesta de Kant- «una historia universal en clave cosmopolita». La erosión irresistible de los estados como vehículos de la acumulación y la gestión económica, junto a la interdependencia antropológica derivada del uso de las nuevas tecnologías de la información, nos habría convertido a todos en «ciudadanos del mundo», en livianos «consumidores cosmopolitas» por encima de las identidades culturales y las fronteras nacionales. Nada menos cierto.
El problema es que hablar de «globalización» en general es poco riguroso. La globalización capitalista, la única existente, con sus efectos colaterales contradictorios e irreversibles, ha significado una agresión sin precedentes contra los recursos materiales e inmateriales de los pueblos del mundo, como lo demuestra la contracción modernísima, a veces también peligrosa, hacia formas identitarias o religiosas mucho más antiguas que el propio capitalismo. Pero es que la globalización capitalista no es, al contrario que la Ilustración, una campaña filosófica contra las supersticiones, los parentescos estrechos y los vínculos tribales, sino un procedimiento de acumulación económica y de conquista territorial y cultural que reproduce las mismas diferencias de clase y las mismas asimetrías internacionales (con sus relaciones de dominio neocolonial).
Es inmoralmente absurdo pretender que el «derecho nacional de autodeterminación» -la conexión entre la historia y el territorio- habría quedado de hecho suspendido por una «evolución civilizatoria» puramente ilusoria: basta pensar, por ejemplo, en el papel de Alemania dentro de la UE para comprender que los mercados se limitan a repartir de manera desigual, sin negarla o superarla, la soberanía nacional. Pero es que además no puede haber ninguna «evolución civilizatoria», ninguna «etapa superior» de la civilización, si deja a sus espaldas cuestiones de principio sin resolver: no podemos pasar de los estados -suponiendo que ese fuera el caso- sin dar satisfacción a las demandas nacionales de los pueblos invadidos, ocupados y/o oprimidos. Es el Estado de Israel, y no la globalización, el que niega a Palestina su liberación; son los estados francés y español, y no la racionalidad cosmopolita, los que niegan a Catalunya y Euskal Herria su independencia.
Se tiende a creer que lo contrario del cosmopolitismo es el nacionalismo. Pero no es verdad. El cosmopolitismo no es la superación de la nación sino el privilegio de las naciones -y las clases- dominantes. Antes de la crisis, incluso las clases medias españolas podían pasar el fin de semana en París o Londres, hacer tres viajes exóticos al año, comer hoy sushi japonés y mañana fajitas mexicanas, y hacerse la ilusión de que el mundo no tenía confines ni barreras.
Para eso hacía falta cerrar los ojos a dos realidades de acero: la primera es que la libertad de desplazamiento de los turistas europeos estaba garantizada por la posesión de un pasaporte de clase A, y no por la Declaración de DDHH; y que a los verdaderos «cosmopolitas», ciudadanos del mundo sin más identidad que la de su condición humana desnuda, se les retenía o asesinaba en las fronteras -se les retiene y asesina- porque ninguna nación concreta y soberana los reconoce, los protege o los respalda. La diferencia entre turistas y emigrantes, en efecto, desmiente por completo el carácter cosmopolita de la globalización.
¿Los israelíes son más cosmopolitas que los palestinos? No, lo que pasa es que los israelíes son ciudadanos de un estado que ejerce suficiente violencia -y saquea suficiente riqueza- como para olvidar que son la violencia y el robo, y la complicidad internacional con tales crímenes, los que les permiten viajar alegremente por el mundo -mientras que los palestinos no podrían abandonar sus casas sin perderlas para siempre-. ¿Son más cosmopolitas los franceses que los senegaleses? No, es que los franceses pertenecen a una nación tan fuerte y tan injusta que pueden, al mismo tiempo, visitar sin obstáculos Senegal, antigua colonia, e impedir a los senegaleses que visiten Francia. Bajo la globalización capitalista, mecanismo feroz de conquista territorial y de sustracción de bienes materiales e inmateriales, solo hay jerarquía de clases y jerarquía de naciones y por lo tanto el objetivo prioritario de cualquier proyecto emancipatorio de izquierdas debe ser la autodeterminación individual y colectiva en el marco de la soberanía nacional.
El cosmopolitismo es el nombre convenientemente edulcorado del nacionalismo de las clases y las naciones dominantes; el nacionalismo de los pueblos negados u oprimidos es, por su parte, un imperativo de justicia universal. Aún más: la autodeterminación de las clases oprimidas -como ocurre en Latinoamérica y el Caribe- adopta inevitablemente, en el contexto de la globalización capitalista, una dimensión nacionalista. Las clases populares venezolanas, por ejemplo, no pueden liberarse de la pobreza y la opresión sin oponerse a los EEUU y sin reivindicar, por tanto, la soberanía de Venezuela y de la Patria Grande.
Lo contrario del cosmopolitismo es, en realidad, el internacionalismo. El internacionalismo como principio y como práctica presupone un doble reconocimiento: el de que no podemos defendernos de la globalización capitalista sino desde el territorio, definido como conjunto de bienes materiales e inmateriales que pertenecen a una población; y el de que no podemos defender el territorio sin recibir y prestar apoyo a todos aquellos que luchan, en cualquier lugar del mundo, contra las clases y las naciones dominantes. La solidaridad es mucho más que un impulso moral o un instrumento pragmático: es una vacuna infalible contra las quimeras del cosmopolitismo y contra los potenciales fascismos de las identidades étnicas, ontológicas o raciales. Por eso la izquierda ha aceptado siempre como lo más natural y lo más propio de su proyecto liberador la fusión entre el derecho de autodeterminación de los pueblos y el principio de la solidaridad internacionalista.
En este sentido, Askapena ha jugado siempre un papel decisivo en la lucha por la independencia de Euskal Herria: sus campañas en solidaridad con Cuba, con Nicaragua, con la revolución bolivariana o con la campaña BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) en favor de la liberación de Palestina dan testimonio -a un precio a veces muy alto- del firme anclaje socialista del proyecto abertzale. Debe seguir jugando ese papel ahora que, 25 años después de su nacimiento, la fuerza electoral del independentismo vasco, la crisis del Estado español y el lento pero inexorable desmoronamiento del sistema imperialista, del cual la crisis europea es uno de sus más dramáticos indicadores, abren nuevas perspectivas y, por eso mismo, hacen más necesario que nunca mantener el vínculo orgánico entre transformación económico-social y liberación nacional.
Después de todo, como lo demostró el Che Guevara, los únicos verdaderos cosmopolitas -porque están interesados en todas las luchas locales- son precisamente los revolucionarios.
Atilio Borón es sociólogo, Santiago Alba Rico es filósofo