*Prólogo del Historiador Eusebio Leal al libro «Noble Habana», que muestra fotografías de Alejandro Azcuy Domínguez, presentado recientemente en la celebraciones por los 500 años de la capital cubana.
Con acierto previsor, el Historiador de la Ciudad Doctor Emilio Roig de Leuchsenring, dispuso hacer el calco de una de las lápidas que ornan la columna conmemorativa erigida en el año 1754, por orden del gobernador Francisco Cagigal de La Vega. La columna conmemorativa de tres caras, aparece rematada por una imagen de la virgen del Pilar, para desde entonces perpetuar estos hechos. El yeso conservado en la colección del Museo citadino dice:
«Reinando el Señor Don Fernando VII, siendo Presidente y Gobernador Don Francisco Dionisio Vives, la fidelísima Habana, religiosa y pacífica, erigió este sencillo monumento decorando el sitio donde el año de 1519 se celebró la primera misa y cabildo…»
De tal suerte, se impregnó en la piedra el eco de la voz popular, que tiene su origen en la convicción que sobre el particular asumieron sucesivas generaciones. Tal como sucedió con otras de las villas fundadas en el período activo de la conquista y colonización de la isla de Cuba, La Habana cambió su ubicación inicial dado el imperativo de circunstancias.
Así tiene la capital su origen en San Cristóbal, el campamento escogido por la expedición conducida por Pánfilo de Narváez y Fray Bartolomé de las Casas, en un punto de la costa sur, en la ensenada de la Broa, en las inmediaciones de la desembocadura del Río Oicajinal. Aunque algunos investigadores y estudiosos difieren de ello, diversos mapas y cartas de gran prestigio como «Cuba Ínsula. Hispaniola Ínsula» de Jocodus Hondius y Gerardus Mercator, fechado en Ámsterdam en 1613, eleva la cruz de un pequeño templo en esta latitud a la vez que ya indican La Habana en su posición actual junto al Puerto llamado de Carenas.
A la larga, y en un relativo corto espacio de tiempo, se fusionaron ambos nombres para llegar a ser San Cristóbal de La Habana. Así se movió poco a poco al norte pasando por las proximidades del río llamado por los pobladores indios de aquellas tierras Casiguaguas y luego Almendares, por los baños de salud que tomaba allí el Obispo Enrique Almendaris.
La narración de los sucesos fundacionales se haría interminable. Puedo recomendar la lectura de varios autores de sólido prestigio quienes ante la carencia de las actas de fundación y traslado de la población, que según la cultura jurídica española debieron suscribirse en 1514, afirman que probablemente allí se celebró la primera reunión los señores capitulares, un día que hasta hoy permanece en incógnita.
No ha podido tampoco la arqueología encontrar huellas en los hipotéticos lares de la costa sur donde se fundó el pueblo primigenio, lo cual envuelve en las nieblas del misterio la génesis de la villa.
En 1592 se le otorga a La Habana el título de ciudad por el rey Felipe II de España y más tarde de hecho y de derecho, capital de «la siempre fiel isla Cuba». Mostró su asombro la reina viuda Doña Mariana de Austria cuando el cabildo le manifiesta que no posee el documento que le permite hacer uso del escudo de armas, a lo cual responde la soberana con simpatía:
«…en premio de su lealtad sele confirmase la dicha merced pues el descuido que había habido en perder los papeles de su origen no devian de defraudalla del honor que havia merezido y haviendose visto por los del Consejo de Yndias teniendo consideración á los servicios de la Ciudad de La Havana y á la fineza conquelos á continuado he tenido por bien hacerle MD (como por la presente se la hago) de que de aquí en adelante use y pueda usar de las mismas armas que constase haber usado hasta aquí en la misma forma y manera que va referido que yo lo tengo así por bien y mano que ninguna persona la ponga impedimento á ello que así procede de mi voluntad…»
Ahora permítame hacer un alto en el camino y que exprese mi íntima convicción de que lo importante, lo realmente trascendente, no es la acumulación de décadas y siglos sino el fruto de todo ello. La ciudad que según creo es «un estado de ánimo» ante la cual nadie queda indiferente, posee un hechizo; deja en nuestra mirada como prefacio de la memoria un recuerdo indeleble. Están en ella marcadas como por el trazo acertado de un artista las formas y los estilos, un sorprendente urbanismo que permanece intacto gracias a los azares del destino. En muchos aspectos venida a menos, descolorida o desamada, pero está ahí y cuando la mano generosa la exime de tales agravios aparece en todo su esplendor.
Tienen sus gentes su forma singular de expresar el idioma. Ha inspirado a la literatura y en especial a la poesía. Mil veces retratada, ayer y hoy. Y circulan en todo el mundo libros dedicados a ella. Aun en aquellos en que la imagen resulta menos feliz, aparece como un rayo de luz su impactante originalidad. ¡Oh dulce Habana en cuyas calles hemos crecido! Nadie mejor que nosotros – habaneras y habaneros – para interpretar tu grandeza.
Al sumar tus siglos de vida las instituciones permanentes de la cultura proclaman que has sido cuna del pensamiento. Viven en ti las tres ciudades como en la antigüedad clásica: la acrópolis que no es otra que tu universidad casi tricentenaria, desde cuyo frontispicio el búho, símbolo de la eterna sabiduría, contempla insomne la escalinata por la que descendieron desafiantes los estudiantes cuando la opresión o la injusticia coartaron libertades. En tu Campus brillaron los talentos más eximios y en tu Aula Magna una urna marmórea contiene los restos del venerable presbítero Félix Varela, «…el que nos enseñó primero en pensar…» según afirmó otro habanero insigne, José de la Luz y Caballero.
La otra ciudad está a sus pies, aquella en que habitamos, vivimos y amamos. Y la tercera es la necrópolis, la ciudad de abajo, donde entre columnas y epitafios descansa lo más granado y glorioso de tu historia.
Hay, sin embargo, en la parte más sencilla y humilde del Centro Histórico, una casita minúscula, en cuya fachada la límpida estrella de mármol recuerda que el 28 de enero de 1853, vino al mundo en La Habana José Martí, al que todos hasta hoy reconocemos como el Apóstol de la independencia de Cuba.
Existe un espíritu seductor en sus colores, pátinas y matices, sobre todo cuando entramos en aquellos barrios donde la imaginación de los arquitectos y maestros de obra, poseedores de un dominio inefable del oficio hicieron prolíferas gárgolas y atlantes, figuras femeninas que sostienen como en la antigüedad ánforas votivas. Y esto que digo no es fruto de mi imaginación. Se puede disfrutar en la casa llamada de las muñecas de Monte y Egido, en las dos bellas vestales sedentes en una casa comercial en la antigua Calzada de San Luis Gonzaga, luego llamada de La Reina, por las evocaciones de los grandes estilos que hicieron elevarse en La Habana agujas como las de la iglesia del Sagrado Corazón con sus vitrales sorprendentes o las columnas estriadas que precedían al paseo extramural de Carlos III, poblado de fuentes y jardines.
¿Acaso me lleva esta exaltación a imaginar una ciudad que no existe? No, simplemente no quiero hoy ver las sombras sino solamente la luz.
De niños recorríamos el dédalo de sus calles, en ocasión de ciertas festividades memorables como, por ejemplo, el Día del Árbol o en las semanas de recreo escolar, cuando las maestras nos conducían peregrinos a las fábricas y los monumentos.
Tuve en la infancia la tentación propia del incontenible deseo de los pequeños de nuestra clase. Nos motivaban los peces de colores razón por la cual ingresamos furtivamente en la Quinta de los Molinos. Allí existe todavía una fuente que remeda un manantial, una roca formidable cubierta de musgo por la cual se deslizaban los hilos de agua. Entonces intentábamos capturar las carpas rojas y otros peces huyendo de los guardianes que descubrieron nuestras intenciones. Salimos a toda carrera huyendo y vine a detenerme ante un ángulo de la fachada de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de La Habana donde una figura evocaba la antigua sentencia latina tomada del discurso del emperador romano Tito Flavio Sabino Vespasiano (Cayo Tito): Verba volant, scrīpta mānent, las palabras vuelan, lo escrito queda.
El primer edificio que visité en La Habana antigua fue la Casa Natal de José Martí, el lugar por excelencia de culto al Apóstol. Años después ingresé en el recinto magnífico del Palacio Municipal, la otrora Casa de Gobierno y Palacio de los Capitanes Generales. No imaginé que permanecería allí un largo tiempo de mi vida. A ese claustro siempre vuelvo y estoy seguro que volveré.
Ganador de un premio al mejor poema dedicado a aquellas galerías, el poeta Ángel Augier dejó inmortalizado el estado de ánimo que embarga a quien se adentra en sus predios:
A la luz de tu sombra conmovida
deja escuchar a tantas voces tuyas.
Me quedaré desnudo de silencio
cuando me des tu intimidad desnuda.
Los recuerdos que corren por tu sangre
te han dejado fragante de ternura,
fuerte de eternidad estremecida
y el color secular que te circunda.
La nostalgia se sube a tus arcadas
para soñar al sol su ansia madura;
mientras las ramas verdes te acarician
en el temblor henchido por la lluvia.
Para las sombras de tus corredores
son mis palabras como sombras mudas
que quieren saturarse de tus ecos
y saturar tu paz de albas futuras…
El maestro Gonzalo Roig me reveló años después que en el ambiente de ese patio único, imaginó los personajes de su zarzuela Cecilia Valdés. Y es que no es posible imaginarse La Habana sin la multitud de sus personajes cuyas existencias se mezclan entre realidad y ficción. Cobran vida en los retratos de la Sociedad Económica de Amigos del País en cuya biblioteca aprendí Letras. Y encarnan en aquellos tipos populares que escaparon a la solemnidad de los pinceles y reviven en la memoria de los más viejos, cantando pregones, sorprendiéndonos a su paso como Rosa la China, María Belén Chacón, Dolores Santa Cruz o El Caballero de París.
Los cubanos que llegan a La Habana desde otras provincias, se sorprenden y los extranjeros algunas veces repiten para tristeza nuestra: ustedes no saben lo que tienen, sobre todo cuando sin visión de futuro, los desamorados dejan agonizar la ciudad bella.
Se requiere un intenso amor que trasciende lo citadino y que entra de lleno en lo cubano porque La Habana es, como capital, una superior entre iguales. No es que sea mejor, es que es diferente y me atrevo a afirmar que no lo es sólo en el limitado alcance del archipiélago cubano, ni siquiera de Las Antillas… lo es en América y en el mundo.
Difícil resulta establecer una diferencia entre lo material y lo intangible. Es como tratar de separar a un anciano de sus recuerdos. Medio milenio después la ciudad remeda lo que fue, es y será. Cuando se pierde la memoria se pierde todo. Le es fácil al leñador cortar los árboles y al demoledor caer sin compasión sobre los muros. La eximia poeta Dulce María Loynaz, aquella habanera ilustre, lo dejó escrito en el inmejorable opúsculo Últimos días de una casa:
Y entonces, digo yo: ¿Será posible que no sientan los hombres el alma que me han dado? ¿Que no la reconozcan junto a ella, que no vuelvan el rostro si los llama, y siendo cosa suya les sea cosa ajena?
La misma inquietud sacudía el alma de Alejo Carpentier y en los escasos encuentros que tuve con él recuerdo que gran parte del diálogo fue sobre nuestra urbe. Y algo parecido sucedía con José Lezama Lima, quien desde su singular casa de la calle Trocadero y los breves recorridos hasta la zona más antigua, la vivió con total entrega. Tanto que su amiga María Zambrano lo describió así: «Él era de La Habana como Santo Tomás lo era de Aquino y Sócrates de Atenas. Él creyó en su ciudad».[Zambrano, María, 1996, «Breve testimonio de un encuentro inacabable», en Lezama Lima, Paradiso, Edición Crítica, París, ALLCA XX, col. Archivos, n° 3, p. XV-XVII.]
Por todo y para todo ello se da a la imprenta este libro fruto de la inspiración de Alejandro Azcuy Domínguez. Resulta evidente ante sus imágenes que no ha sido su deseo extraer del universo que las rodea a las personalidades que ha escogido. En cada una de ellas encarna el lejano pasado, que viene como adarga al brazo, porque sólo la obra y sus frutos ameritan, a juicio del artista, hallarse en sus páginas.
Tanto el autor como los retratados acuden con la llama encendida entre sus manos a colocarla ante La Habana, tal y como aparece en la encantadora escultura sedente en el antiguo Campo de Marte y no lejos del comienzo del Paseo del Prado de José Martí.
Sostenida sobre cuatro delfines, lo cual supone un compromiso perpetuo con el mar, se nos presenta esa india marmórea de perfil griego cual Longina de Manuel Corona, con sus ojos espléndidos y leales mirando al futuro. Esa bella mujer nos conmoverá siempre, custodiada por el escudo de las tres torres y una llave, simboliza a la ciudad amada en su infinitud: la noble Habana.