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Crisis de la Justicia española: elitista y conservadora

Fuentes: Cuarto Poder

Mientras más se asciende en la pirámide judicial, más se observan comportamientos impropios de un Estado aconfesional, como la anacrónica presencia de símbolos y representaciones religiosas en salas de justicia de nuestro Tribunal Supremo

La sucesión ininterrumpida de escándalos relacionados con la Justicia en nuestro país ha suscitado, ante la opinión pública y ante toda la sociedad española, el debate sobre si este poder del Estado se ha adaptado a las exigencias de un modelo constitucional de Estado social y de derecho. En el origen del problema se encuentran las cuestionables actuaciones de determinados tribunales y estamentos del poder judicial, a pesar de que un porcentaje elevado de las y los jueces y funcionarios judiciales son servidores públicos que, con escasos recursos a su disposición, se esfuerzan a diario en ofrecer un servicio de calidad a la sociedad, objetivo difícilmente alcanzable en las actuales circunstancias.

La falta de medios humanos -somos de los países de la UE con menor proporción de jueces por habitante- y técnicos en la administración de justicia provoca que ésta sea lenta y poco cercana a los ciudadanos, lo que supone un pesado lastre para un poder del Estado que en una sociedad democrática debería percibirse como eficaz y próximo a su pueblo.

En términos generales nuestra justicia es elitista y profundamente conservadora, rasgo que no se corresponde con la orientación sociológica de la sociedad española. Mientras que los resultados electorales muestran una España equilibrada en el voto a la izquierda y a la derecha, los resultados de los procesos electorales corporativos del poder judicial aparecen masivamente escorados a la derecha, obteniendo las organizaciones profesionales de carácter conservador un apoyo superior al 80% en cada proceso electivo, sesgo ideológico que por manifestarse de forma permanente, difícilmente es compatible con la independencia e imparcialidad que debe presidir la actuación judicial en una democracia. Mientras más se asciende en la pirámide judicial, más se observan comportamientos impropios de un Estado aconfesional, como la anacrónica presencia de símbolos y representaciones religiosas en salas de justicia de nuestro Tribunal Supremo.

Dos son las causas que han permitido que el Poder Judicial sea profundamente de derechas, nunca haya acabado de democratizarse y se mantenga mayoritariamente ajeno a los sentimientos y formas de pensar de la sociedad española: el sistema de acceso a la carrera judicial y la ausencia de mecanismos de intervención popular en la elección de las máximas instancias judiciales.

El sistema de acceso a la carrera judicial no contempla mecanismos de especialización y selección profesional sostenidos en el tiempo y basados no solamente en mérito -así se llama a la retención memorística en nuestro país-, sino también en conocimientos y madurez profesional. El actual mecanismo de acceso se basa exclusivamente en la capacidad de recitar de memoria temas y normas legales, sentando el principio de que el mejor administrador de justicia no es quien tenga más conocimientos, experiencia, madurez y equidad, sino quien tenga más capacidad de memorizar. Un perverso y muchas veces endogámico sistema que en la practica solo permite el acceso de elites sociales en condiciones de recluirse a memorizar durante años a costa de ser mantenidos en ese periodo por sus familias, que también deberán pagar a unos preparadores, habitualmente miembros en activo del poder judicial, que no acostumbran a declarar a la hacienda pública estos pingües ingresos mensuales a sumar a su salario como jueces.

Un nuestro sistema constitucional la justicia es un poder del Estado, no una mera función de administración pública. En una democracia, ello debería llevar aparejado una participación popular en su elección, el menos respecto a sus máximas responsabilidades, que bien podrían ser elegidas mediante sufragio universal entre quienes reunieran determinados requisitos profesionales. Los electores no eligen a los funcionarios de los ministerios, pero si eligen al poder ejecutivo que dirige estos ministerios. No se trata de que los electores elijan a los jueces de este país, pero sí podrían elegir de entre estos a los miembros de los Tribunales Superiores de Justicia de Comunidades Autónomas, del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional, a los fiscales adscritos a los anteriores tribunales o al menos a los integrantes de los órganos de gobierno del Poder Judicial. En países tan poco sospechosos de radicalismo como Estados Unidos, la elección de los fiscales -con más competencias que la reservada a estos por las leyes españolas- se vincula en determinadas circunstancias a procesos de consulta ciudadana.

Si concluimos que el modelo de justicia definido en nuestra Constitución adolece de deficiencias que han dificultado la democratización de este poder del Estado, no deben extrañarnos los sucesivos escándalos protagonizados por unos tribunales claramente distanciados de la realidad social de nuestro tiempo, a pesar de que nuestro Código Civil obliga a que ésta sea tenida en cuenta al momento de aplicar las leyes.

El cada vez mas extenso catalogo de despropósitos judiciales puede clasificarse atendiendo a cuatro categorías jurídicas: libertades públicas; derechos sociales y del consumidor; derechos civiles de naturaleza política; y derechos de las mujeres.

La sucesión de graves condenas de prisión a tuiteros, cantantes, artistas, y ciudadanos en general por el simple ejercicio de la libertad de expresión es impropio de un sistema que se dice democrático, en el que la Justicia debe garantizar tanto el anterior derecho de libertad de expresión como unos hábitos de tolerancia incompatibles con la aplicación sin ponderación alguna de tipos penales como el de ofensa a los sentimientos religiosos, enaltecimiento del terrorismo o injurias a la Corona. Sin perjuicio de que obviamente los anteriores delitos deberían desaparecer de inmediato de nuestro Código Penal, como ha declarado la justicia de Estrasburgo en particular respecto a las injurias a la Corona. Pero estas tipificaciones penales no justifican la desproporcionada aplicación de la norma penal que viene haciendo en especial, aunque no únicamente, la Audiencia Nacional. Sin olvidar la utilización represiva y hasta fraudulenta del derecho al honor que algunos jueces realizan para obligar a respetar valores conservadores que carecen de protección constitucional en abstracto.

Los posicionamientos de la Justicia respecto a la garantía de derechos sociales y de los consumidores evidencian el carácter clasista de nuestros máximos tribunales y su compromiso con la defensa de los intereses de los poderosos a costa de los derechos de las mayorías. Como ejemplo, las reiteradas sentencias de tribunales superiores de justicia y del Tribunal Supremo defendiendo los intereses de la banca respecto a las cláusulas suelo hipotecarias y los desahucios, resoluciones judiciales en muchos casos corregidas por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El reciente escandalo ofrecido por la Sala Tercera del Tribunal Supremo para garantizar, con métodos contrarios a los contemplados en la Ley Orgánica del Poder Judicial, que los banco continúen sin pagar los impuestos derivados del otorgamiento de escrituras hipotecarias, ha rebasado el límite de lo tolerable por la opinión publica además de evidenciar la probable cooptación de algunos magistrados habituales perceptores de emolumentos pagados por escuelas de negocios pertenecientes al sector bancario. Y como muestra de la «criminalización de la pobreza» a cargo de la Justicia, la reciente y desmesurada petición fiscal de más de tres años de cárcel para un indigente que se apropió de un bocadillo tras manifestarle al dependiente del supermercado que tenía hambre.

Nuestra Justicia es también cuestionada a consecuencia de su irrespeto por los derechos civiles de naturaleza política. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a nuestro país en varias ocasiones a consecuencia de la habitual dejación judicial a la hora de investigar torturas y malos tratos policiales a detenidos -entre otros, el caso del director del periódico Egunkaria-; por no ofrecer un juicio justo por un tribunal imparcial -caso Otegi-; o por no aplicar beneficios penitenciarios establecidos en la ley. La parcializada actuación de una justicia en apariencia politizada ha sido puesta de manifiesto por tribunales de Alemania o Bélgica con ocasión del «procés» a los políticos independentistas catalanes, respecto a los cuales se está aplicando de forma cuestionable los excepcionales y cautelares mecanismos de prisión provisional. Y también podemos calificar de «politizada» y desproporcionada la reciente condena a prisión impuesta por la Audiencia Nacional a cinco jóvenes españoles que acudieron como voluntarios al Kurdistán a combatir al grupo terrorista ISIS.

Finalmente, los derechos de las mujeres son irrespetados demasiado frecuentemente por la Justicia, poniéndose de manifiesto un discriminatorio tratamiento judicial por cuestiones de género. Los procedimientos por delitos sexuales, violencia intrafamiliar o de genero suponen con demasiada frecuencia la inversión de la situación procesal de víctima y victimario, exigiéndose a la mujer victima acreditar la idoneidad de su comportamiento, en lugar de cumplir con el objeto procesal de juzgar al victimario. Repárese en la actuación del juez que en el transcurso de una vista judicial se permitía emitir descalificaciones genéricas respecto a las mujeres, o en la contestación social -prácticamente un levantamiento popular- provocado por la sentencia de «la manada». Cinco hombres -uno de ellos militar y otro guardia civil- prevaliéndose de su superioridad penetran a una joven sin su consentimiento y la obligan a realizarles felaciones, todo ello sin que la víctima tenga una mínima posibilidad de resistencia. Pero el tribunal no es capaz de apreciar delito de violación.

La única consecuencia positiva de tanto despropósito es que por fin ha caído el velo de la inmunidad judicial a la crítica. Durante años, la repetida letanía de que cuestionar los pronunciamientos judiciales suponía una intromisión en la independencia judicial y un irrespeto a sus resoluciones, ha construido un muro de inmunidad e impunidad para el poder judicial, una permisividad auto impuesta por el resto de los poderes públicos y por la sociedad. Al igual que los poderes ejecutivo y legislativo pueden ser objeto de constructiva y fundada crítica social, además de estar sometidos a mecanismos de control, el poder judicial en una democracia carece de privilegio alguno que le permita sustraerse a este derecho a la crítica de nuestro pueblo, critica que también supone un mecanismo de control. En nuestro modelo constitucional, el poder judicial es el único que solo es controlado por él mismo, algo que no solo hace chirriar el correcto funcionamiento institucional, sino que ha convertido en improbable y excepcional que prospere una acción legal contra un juez en exigencia de responsabilidad a consecuencia de su desempeño profesional.

Poca duda cabe de que la imprescindible revisión de nuestro modelo constitucional de justicia para su democratización, actualización y mejora, justifica por sí misma una profunda reforma de la Carta Magna.

Enrique Santiago Romero es abogado y Secretario General del PCE

Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/2018/11/20/justicia-espana-tribunal-supremo-cgpj/