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Reseña de Rumbo a Zaragoza de Roberto Martínez Catalán (Rasmia)

Crónica de la Columna Durruti

Fuentes: Rebelión

Tras el fracaso del golpe militar en Barcelona en los combates del 19 y 20 de julio de 1936, se impuso la necesidad de una acción contundente hacia el vecino territorio aragonés y su capital Zaragoza, bastión del movimiento libertario del que llegaban sin embargo preocupantes noticias de un triunfo de los insurrectos.

Esta tarea “militar” se integraba plenamente en la dinámica revolucionaria, y es así como Buenaventura Durruti, uno de los militantes ácratas más conocidos y respetados, dio un paso al frente para liderarla. La columna que se organiza entonces y va a llevar su nombre, parte para Aragón el día 24.

El historiador Roberto Martínez Catalán (1984) nos ofrece en Rumbo a Zaragoza, volumen editado por Rasmia en 2019, una crónica de esta columna hasta el momento en que se produce su militarización a finales de 1936, ya después del fallecimiento de Durruti en Madrid. La obra trae además un capítulo inicial sobre los debates de los anarquistas en los años previos acerca de las conexiones entre lucha revolucionaria y estructura militar.

La violencia en la estrategia revolucionaria de los anarquistas

No eran pocos entre los libertarios españoles los que abogaban por la insurrección armada como instrumento revolucionario, ya desde los orígenes del movimiento en el siglo XIX, pero un hito importante en esta tendencia es el nacimiento en mayo de 1932 de los “cuadros de defensa confederal”, que deberían coordinarse en un aparato paramilitar con el que enfrentarse al ejército. Los fracasados alzamientos del año siguiente, promovidos por los más belicosos de los ácratas, apóstoles de la “gimnasia revolucionaria”, generaron amplia frustración y críticas, y debilitaron a la CNT, con lo que tras el también frustrado levantamiento de octubre de 1934, capitaneado por los socialistas, los libertarios decidieron dotarse de una organización más apegada a la realidad de los hechos. Así es como se constituyeron a nivel de cada barrio los “comités de defensa”, cuyas funciones minuciosamente planificadas y delimitadas los hacían capaces de pilotar la transición a una estructura “militar” cuando lo hiciera necesario el desencadenamiento del proceso revolucionario.

Intensos debates jalonaban siempre, en los congresos confederales de aquel tiempo, las propuestas de estar preparados para asumir características de un “ejército” en cuanto fuera necesario defender la revolución en marcha. Sin embargo, los hechos van a imponerse muy pronto a las disquisiciones teóricas. En julio de 1936, los comités de defensa de los barrios resultan imprescindibles para derrotar al fascismo en las calles, y conscientes todos de la magnitud de la lucha que apenas comienza, se acomete inmediatamente, de forma entusiasta y sin discusión, la constitución de milicias dispuestas a partir para el frente.

Tras la renuncia de los libertarios a “ir a por el todo” en su pleno del 21 de julio, se crea el Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña (CCMAC), con participación de todos los partidos y sindicatos, aunque también con sus puestos más importantes en manos de los anarquistas. Por una decisión del CCMAC, que el autor del libro considera un error, el reclutamiento y adiestramiento de las milicias que van a partir para el frente se encomienda a las diferentes organizaciones, lo que va a dificultar la unidad de acción. Sin embargo, se reconoce que en la situación existente, de atomización de poder y disparidad de proyectos, no es fácil que otra alternativa hubiera sido posible.

A Zaragoza

A nadie se le escapaba la relevancia de la capital aragonesa en aquel momento, y su liberación se convirtió en objetivo prioritario. El fervor colectivo hace que los obreros acudan en sus barrios a los Comités de Defensa, constituidos ahora como Comités Revolucionarios, donde reciben armas, pertrechos y algo de instrucción militar. El día 24 a las 9:30 de la mañana, a través de la radio y en nombre del CCMAC, Durruti convoca a las 10 en el Paseo de Gracia a los que estén dispuestos a acompañarle. Así, poco después del mediodía, los voluntarios parten para Zaragoza entre aclamaciones del público.

Componen la columna noventa y seis vehículos, entre ellos una treintena de autocares y sesenta camiones con milicianos, más otros con provisiones y piezas de artillería, ambulancias y hasta varios vehículos blindados. Se calculan dos mil y pico integrantes, con mayoría de cenetistas, pero también con militantes de otras tendencias. Al frente, junto a Durruti y como asesor militar, va el comandante Enrique Pérez Farrás, miembro de la Esquerra y próximo a Lluis Companys, pero no va a tener un rol importante y desde el principio el consejero en estos asuntos va ser el sargento de artillería José Manzana. Otros ochocientos milicianos, predominantemente libertarios, parten en tren esa misma tarde encabezados por Antonio Ortiz. En los días y semanas siguientes no va a cesar un goteo de columnas hacia diversos sectores del frente aragonés.

En estos contingentes era de destacar la ausencia de distinción neta entre mandos y tropa y la toma democrática de las decisiones, que luego obviamente eran vinculantes. Entre los libertarios era llamativa además la omisión de galones, saludos, desfiles y otras marcas de un ejército tradicional. El día 25 por la mañana, los de Durruti coinciden en Lérida con otra columna, organizada por el POUM y comandada por Manuel Grossi y Jordi Arquer. Las conversaciones entre los dirigentes de las dos formaciones revelan la gran confianza de Durruti en una rápida liberación de Zaragoza, que sería alcanzada por los suyos sin necesidad de colaboración con la otra columna.

Ese mismo día por la tarde se toma Caspe y se divide el territorio entre las dos milicias ácratas. Así, los de Durruti van a operar al norte del Ebro y la orilla derecha queda para los de Ortiz. Fue esto un error, pues los mayores efectivos debían haberse emplazado al sur, para poder avanzar hasta Zaragoza sin tener que atravesar el río. El día 26, la columna septentrional progresa sin apenas resistencia y ocupa Bujaraloz, Valfarta y La Almolda, pero en el camino hacia Pina de Ebro, un ataque de la aviación facciosa provoca algunos muertos y una desbandada que obliga a Durruti a replantear la estrategia. De regreso en Bujaraloz se recaba información sobre las fuerzas enemigas y se organizan los combatientes en centurias que eligen a sus jefes. Asimismo, cada cinco centurias constituyen una agrupación, estructura que va a ser típica de las columnas libertarias hasta la militarización. En estas actividades necesarias se fue un tiempo precioso.

El avance se reemprende el 8 de agosto, cuando se liberan Gelsa, Osera y Pina de Ebro tras escasa resistencia. En los días siguientes se consolidan las posiciones con la toma de los Calabazares Altos, desde los que se divisa la capital aragonesa a unos veinte kilómetros. Sin embargo, en ese momento el CCMAC ordena detener la marcha hasta que los de Ortiz, que progresan con mayores dificultades al sur del Ebro, hayan conquistado Belchite y Quinto, y con ello enderezado el frente.

El frente estabilizado

Con la guarnición de Zaragoza reforzada con tres mil requetés y los puentes del Ebro volados, el sueño de tomar la ciudad con rapidez se desvanece, lo que es un duro golpe para Durruti. Además, la posibilidad de aumentar los efectivos propios es dificultada por la organización en esas fechas por la Generalitat y a espaldas del CCMAC, de una expedición a Mallorca que resultará un estrepitoso fracaso. El frente queda estabilizado, pues, y así va permanecer mucho tiempo, con una enorme penuria de armas en las fuerzas leales y la actividad bélica reducida a unas pocas escaramuzas y operaciones de guerrilla. Mientras tanto en Madrid se constituye el gobierno Largo Caballero (4 de septiembre) y en Barcelona el CCMAC se disuelve y cede todo el poder a la Generalitat (27 de septiembre).

Del análisis que se realiza en el libro, no parece que la acaparación de armas en la retaguardia por distintas organizaciones fuera un factor decisivo en este momento de la guerra, aunque en las primeras semanas ese mismo material podría haber facilitado un rápido avance que abortara los planes de los sublevados; sin embargo, la marginación del frente aragonés por el gobierno central sí fue un escollo importante. Se hizo imprescindible en seguida una coordinación entre las columnas de diverso signo político, y así, por ejemplo, los de Durruti acuden a finales de agosto a colaborar con los del POUM en operaciones sobre Huesca, y a principios de octubre, tras resistir con éxito una ofensiva facciosa, se desplazan otra vez al norte a apoyar a estas mismas fuerzas.

En octubre también, con el recrudecimiento de la embestida sobre Madrid, comienza a barajarse en las alturas la posibilidad de enviar allí a Durruti con parte de su columna, mientras los distintos gobiernos hacen planes para una militarización de las milicias, a la que los libertarios se oponen. Tras arduas negociaciones, el leonés accede a viajar a Madrid, donde el 20 de noviembre va a perder la vida en un extraño incidente cuya responsabilidad es aún objeto de debate.

La falta de disciplina en el contingente ácrata resultó un problema en los primeros momentos, pues la autodisciplina invocada no funcionaba en ocasiones, originándose situaciones de penoso descontrol. Así se decidió imponer algunas medidas coercitivas, aunque tratando siempre de hacer compatible la eficiencia con la democracia. Los testimonios de combatientes de otras organizaciones apuntan a que la columna Durruti logró una gran capacidad de lucha.

El fin del sueño

La militarización avanza y los flamantes ministros anarquistas nombrados en noviembre son incapaces de influir en el proceso. De esta forma, los líderes libertarios optaron por militarizar sus columnas, mientras las bases de éstas en muchos casos veían con preocupación la deriva impuesta, lo que va a desgarrar aún más el movimiento. Sin embargo, para el autor del libro no había alternativa viable que oponer a esta dinámica.

La columna Durruti había quedado en Aragón al mando de Lucio Ruano, un personaje de maneras tiránicas, y cuando éste acomete la militarización en diciembre, tropieza con amplia resistencia. Sustituido en enero por José Manzana, al fin alrededor de un 60% de los milicianos aceptan integrarse en la nueva estructura. En el plano militar, en febrero los facciosos lanzan una ofensiva que es controlada. En marzo, la división Durruti trata de avanzar y después, en abril, colabora en operaciones sobre Huesca. Es ésta una época de continuos retrocesos del movimiento libertario a nivel político, que va a desembocar en los Hechos de mayo.

La división Durruti pasa a nombrarse 26ª División en el mes de abril y en mayo se pone al frente de ella Ricardo Sanz, mientras a pesar de estar encuadrada en el ejército regular prosigue la penuria de material. En los meses de junio y agosto, las fuerzas participan en ofensivas sobre Huesca y Zaragoza (batalla de Belchite) respectivamente. En este último mes se procede a disolver el Consejo de Aragón, hito postrero de la derrota de la revolución social en aquellas tierras.

Un capítulo final analiza el panfleto de Jaime Balius Hacia una nueva revolución, publicado en enero de 1938. Martínez Catalán defiende el acierto de éste al denunciar el que a su juicio fue el error crucial de los libertarios en julio de 1936 en Barcelona, esto es, negarse a tomar el poder político y renunciar a imponer un gobierno revolucionario democrático, con su ejército y su policía. Sin embargo, en el contexto de la España republicana y con la disparidad de enfoques en el campo antifascista no es fácil que este empeño hubiera podido materializarse con éxito. La decisión de los anarquistas de “colaborar” con todos fue utilizada para ir erosionando su influencia de forma progresiva, pero resulta discutible que otra alternativa hubiera podido funcionar mejor.

Rumbo a Zaragoza nos acerca en detalle a la historia de una milicia libertaria emblemática de la guerra civil española, pero ejemplifica también las fases de un proceso que se manifiesta en otros escenarios del conflicto. El entusiasmo de los comienzos hizo que la búsqueda de una estructura que aunara los principios libertarios con la eficacia en el campo de batalla pudiera resolverse. Sin embargo, de poco sirvieron estos progresos, pues la dinámica impuesta desde arriba condujo a la desmoralización y el abandono de cualquier objetivo revolucionario. La deriva de los confederales durante la contienda fue una continua claudicación ante los que manejaban los hilos de la trama con astucia y acabaron prevaleciendo. Respecto a las secuelas de la columna Durruti, es interesante señalar que concluida la guerra española, no pocos de sus combatientes sacaron provecho de su experiencia militar y prolongaron la lucha contra el fascismo más allá de los Pirineos, encuadrados en la resistencia francesa.

La comparación de los hechos estudiados en el libro con la revuelta de Ucrania de 1918 a 1921 puede resultar adecuada, porque allí también los anarquistas fueron capaces de hacer compatible su respeto a la iniciativa individual con el éxito militar, aunque al final fueran derrotados por la fuerza del número. Analizados en detalle, todos estos casos nos demuestran que los valores libertarios no son desventajosos, sino que constituyen un estímulo notable en cualquier lucha por la emancipación humana.

Blog del autor: http://www.jesusaller.com/

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