Al contrario de lo que pudiera parecer echando una simple ojeada al pasado, la construcción de las sociedades democráticas no ha sido fácil ni, desde luego, lineal. Como han demostrado autores propios y extraños, se ha tratado de una lucha histórica y constante de ideas que se han quedado en meras pretensiones cuando no contaban […]
Al contrario de lo que pudiera parecer echando una simple ojeada al pasado, la construcción de las sociedades democráticas no ha sido fácil ni, desde luego, lineal. Como han demostrado autores propios y extraños, se ha tratado de una lucha histórica y constante de ideas que se han quedado en meras pretensiones cuando no contaban con una voluntad popular que las aplicara. Pero eso sí: en el momento en que la reflexión ha pasado a la acción, el pensamiento democrático ha dado a la humanidad los más relevantes avances en los derechos, en las condiciones de vida y en la dignidad de las personas.
Sin pretender entrar en las inabarcables discusiones teóricas sobre qué es la democracia, que además seguramente nunca contarán con un resultado concluyente, lo cierto es que las grandes oleadas democráticas han fundamentado el progreso después de siglos de existencia del orden político. Y de entre todas estas oleadas, el constitucionalismo democrático que nació en la costa este norteamericana y en Francia a finales del siglo XVIII fue un punto de inflexión. Hasta entonces, el poder político había atravesado un verdadero calvario para encontrar el origen de su razón de ser, eso que en teoría política se conoce como legitimidad del poder. Como también ha demostrado la historia, cualquier organización política ilegítima, en especial la basada exclusivamente en la fuerza y la represión, es derrotada a largo plazo por las sociedades a la menor oportunidad para hacerlo. La legitimidad no es otra cosa que la fuente del poder aceptada socialmente, y ha tomado muy diferentes modelos desde las primeras organizaciones políticas. Cuando la legitimidad falla y se dan las condiciones, todo lo construido sobre ella colapsa.
De ahí la imperiosa necesidad en las sociedades contemporáneas de encontrar el origen legítimo de su poder, y de ahí el progreso que supuso hacer depender todo los construido de la voluntad del pueblo. De esa forma, el liberalismo democrático del siglo XVIII, y las pocas pero importantes experiencias que le siguieron en los dos siglos y medio posteriores, propusieron una nueva configuración de las relaciones legítimas de poder: lo construido (lo constituido) en toda sociedad democrática depende de la voluntad del pueblo (el constituyente). Por eso, el gran avance de los norteamericanos y los franceses, fundamento por otra parte de la existencia de las Cortes de Cádiz y del resto de las escasas oportunidades en que pudo aplicarse en España, fue la diferenciación entre gobernantes y gobernados. «Todo poder reside en el pueblo, y, en consecuencia, deriva de él; los magistrados son sus administradores y sirvientes, en todo momento responsables ante el pueblo», concluyeron los liberales de Virginia en el artículo segundo de su Declaración, en 1776; «Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras», afirmaba rotundamente la Constitución francesa de 1793 en su artículo 28 y, algo más allá, no daba lugar a paliativos: «Hay opresión contra el cuerpo social cuando uno sólo de sus miembros es oprimido. Hay opresión contra cada miembro cuando el cuerpo social es oprimido» (art. 34), «Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes» (art.35).
Aunque las reacciones antidemocráticas no se hicieron esperar, los avances que derivaron de la aplicación del constitucionalismo democrático fueron tan intensos que aun hoy el mismo concepto de contemporaneidad se basa en ellos. Entender que el poder surge del pueblo y es ejercido por lo constituido es arrinconar cualquier sombra de falta de legitimidad del poder. De hecho, en buena medida las luchas por una sociedad democrática durante los siglos precedentes tuvieron como eje de la reivindicación hacer realidad esta soberanía popular y dependencia del gobierno. Si se es demócrata, se entiende que el poder reside en el pueblo; cualquier otra decisión definirá diferentes cauces de explicación del poder más o menos razonables, pero desde luego no democrática.
La Constitución democrática es por lo tanto fruto de la voluntad popular; nunca del poder constituido. Y requiere de un proceso constituyente democrático: un hecho político cuyo propósito es construir colectivamente nuestro destino. La Constitución democrática sirve para decidir conjuntamente quiénes queremos ser y cómo gobernarnos, pero desde la participación que supone un proceso constituyente, plural e integrador. En puridad, se trata de deshacerse de todo lo constituido -categoría donde se encuentran esos tertium genus entre lo público y lo privado que son los partidos políticos- para crear, con las manos libres y sin tapujos, el denominador común que existe en cualquier sociedad dispuesta a progresar. Se trata, finalmente, de una refundación, cuyo resultado será exclusivamente la voluntad de la decisión colectiva.
Ahora bien; un análisis realista sobre la activación de un proceso constituyente en el país debe tener en cuenta principalmente tres cuestiones: su conveniencia, su posibilidad y su procedimiento.
En efecto, la primera pregunta que se nos viene a la mente es si es conveniente, en estos momentos, un nuevo proceso constituyente. Algunas opiniones denigran el pacto fundador de la Constitución de 1978, poniendo el énfasis en su procedencia de la legalidad franquista y en el hecho de que no se decidió en particular sobre grandes cuestiones comunes, como la forma de Estado (monarquía/república), que sí pudieron realizar otros pueblos, como los italianos después de la II Guerra Mundial. Se busca, así, deslegitimar desde su origen la Constitución de 1978. Otros, por el contrario, nos recuerdan que estas más de tres décadas constitucionales han servido para el avance colectivo hacia la conformación de nuestro modelo de Estado de bienestar, democracia y estado de derechos. Quizás haya parte de razón en las dos posturas. Pero la naturaleza del poder constituyente es de avanzada, no de retroceso. De nada sirve entrar ahora en disquisiciones bizantinas si lo que importa es construir colectivamente nuestro futuro: decidir sobre la forma de Estado, la participación de las colectividades, la composición territorial, los derechos y la organización económica. Y hacerlo sin disimulo, pacíficamente, rechazando cualquier imposición por parte de los poderes constituidos, de hecho o de Derecho. Que la capacidad transformadora de la Constitución de 1978 se agotó está en la mente de todos. Tres de cada cuatro españoles actuales no pudo votar su adopción, y la forma como se redactó, a través de padres -sólo tres de los siete permanecen vivos- que representaban a intereses varios, fundamentalmente partidistas, era probablemente el instrumento posible en aquel momento pero inadecuado en la actualidad. Por otro lado, las debilidades de la propia Constitución, entre ellas la falta de un modelo definitivo de organización territorial y de mecanismos decisivos de participación democrática, así como la ambigüedad sobre los derechos y sus garantías y la degradación de los derechos sociales, han hecho mella después de tres décadas de erosión. Finalmente, la voluntad del poder constituyente se ha sustituido por la de los partidos políticos en las dos reformas que ha sufrido el texto constitucional. Hoy en día, la Constitución es más la voluntad de los gobernantes que la de los gobernados, por lo que es políticamente incapaz de conformarse como la Constitución que necesitamos para encarar esta crisis económica, social, política y de valores. Un problema global exige soluciones globales.
Cuestión más compleja es la posibilidad real de refundar el Estado a través de un proceso constituyente democrático. El poder constituido es, por naturaleza, reproductivo, a diferencia de la regeneración que conforma el leit motiv de la naturaleza constituyente. El poder constituido se esfuerza en conservar, y se resiste siempre a la renovación democrática que, necesariamente, transforma la realidad. Recordemos que todo poder constituyente es originalmente un poder destituyente. De ahí las dificultades de convencer a los decisores políticos, fundamentalmente los partidos, de la necesidad de regenerar el ámbito de decisiones políticas y avanzar hacia otro tipo de condiciones. El ambiente internacional, generalmente mucho más proclive a insistir en la protección de la seguridad jurídica antes que cualquier experimento que pudiera alterar el orden de los factores, tampoco suele ser proclive a los cambios democráticos. A mayor abundamiento, no cabe descartar la actuación de facciones ideologizadas del fuerzas armadas, o la reactivación de elementos sociales radicales, que podrían aprovechar el mar revuelto para intentar obtener ganancias de las más diversas índoles.
Razones de más para insistir en la importancia de legitimar ampliamente el proceso constituyente. Sólo de esa forma podría plantearse realistamente su activación sin que indeseables elementos antidemocráticos tuvieran éxito en sus posibles intenciones, y se mostrará a la comunidad internacional la determinación de asumir una trayectoria diferente a la clásica en la construcción de una solución colectiva a la crisis generalizada. Cabe recordar que los procesos constituyentes han sido transformadores en países con graves problemas estructurales, como muchos latinoamericanos, algunos magrebís, o Islandia en Europa. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la soberanía del pueblo es un hecho o no lo es. Si, finalmente, la voluntad constituida se superpone a la democrática, todos se habrán quitado la máscara y los elementos antidemocráticos habrán mostrado su verdadero rostro.
Respecto al último de los elementos a tener en cuenta, el procedimiento, escapa realmente a un análisis sistemático: a través de la historia, la activación del poder constituyente ha asumido las más variadas maneras. Una de ellas, y posiblemente la menos traumática, que sirva para saltar los escollos jurídicos que la Constitución de 1978 incluye en su Título X, sería la celebración de un referéndum constituyente en una convocatoria propia o a través de una segunda papeleta, al estilo colombiano de 1990, que podría acompañarse a las próximas elecciones de carácter general. Lo importante sería que el referéndum se diera después de un amplio debate social, y se entendiera como un hecho político que sólo asume una dimensión jurídica en cuanto a la necesidad de conocer la voluntad mayoritaria; por lo tanto, no podría ser propiamente declarado inconstitucional porque, en todo caso, sería aconstitucional. Referéndum que debería ir seguido de un proceso de construcción colectiva desde abajo, que huya de elites de cualquier tipo, y que no soslaye ninguno de los debates que, como sociedad madura, deberíamos ser capaces de llevar adelante y decidir responsable y pacíficamente. Sólo de esa forma responderíamos a la necesidad de amplia legitimación del proceso constituyente.
Toda Constitución es, finalmente, una Constitución de transición. La Constitución de 1978 lo fue, y la que vendrá, si existen las condiciones para un avance democrático, también lo será. La necesidad de regenerarnos como sociedad y como organización es patente; si no lo hacemos por la vía democrática, quizás cuando nos demos cuenta de cuál ha sido el resultado sea demasiado tarde para reaccionar.
Rubén Martínez Dalmau es Profesor Titular de Derecho Constitucional de la Universitat de València, miembro de la Fundación CEPS, y coautor de «Por una Asamblea Constituyente. Una solución democrática a la crisis» (Sequitur-Fundación CEPS, 2012).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.