La forma industrial de agricultura y ganadería surgió con el espíritu de producir la mayor cantidad de alimentos al menor coste económico, sin reparar en los daños medioambientales y humanos.
A Maty y Carlos, una pareja que ronda los 35, les gusta alimentarse de manera “saludable”: ensaladas, productos frescos, evitar los procesados… Comen, dicen, de “forma natural”. Pero Maty y Carlos desconocen cuál es, actualmente, el origen mayoritario de lo natural. Es decir, ignoran que por proceder del campo un alimento no es necesariamente “saludable”. De hecho, se produce de una forma insana, con consecuencias para la salud humana y del planeta que habitan.
Como muchísima gente, esta pareja preocupada por la sostenibilidad del planeta y su bienestar personal, desconoce los estragos de la agricultura y ganadería industrializadas. Es decir, la forma de producir alimentos pensando en optimizar los recursos y maximizar el beneficio económico, que hoy explota el 80 por ciento de la tierra destinada a esta actividad en el mundo.
Por eso, Maty y Carlos ignoran que la producción de una hectárea de ese tomate tan intensamente rojo y terso que compran en el supermercado demanda entre 5 y 7 mil metros cúbicos de agua. Además de una ingente cantidad de agroquímicos que contaminan suelo y agua. Un despropósito.
Los datos hablan por sí mismos. Aproximadamente el 35% del suelo destinado a la agricultura en el mundo se encuentra deteriorado, según la FAO. La sobreexplotación y la contaminación afectan a esa parte de la tierra que el humano emplea para cultivar y criar lo que se lleva a la boca. En España, por ejemplo, el Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico cifró en un 37% las aguas subterráneas contaminadas con niveles de nitratos superiores a lo recomendable por las normas de calidad ambiental. Responsabiliza de esta contaminación a la ganadería intensiva industrial.
La forma industrial de agricultura y ganadería surgió en los 60. Lo hizo con el espíritu de producir la mayor cantidad de alimentos posible, al menor coste económico para las empresas productoras, sin reparar en los daños medioambientales y humanos. En definitiva, el capitalismo neoliberal aplicado al campo: el dominio de la lógica del mercado sobre la naturaleza.
En su momento, se la bautizó como la “Revolución Verde” y contó con la promoción del Banco Mundial. El fin que le atribuyeron, oficialmente, fue noble: eliminar la escasez de alimentos y el hambre en el planeta. Más de medio siglo después, no se ve tal resultado. Las técnicas industriales aplicadas al campo se han evidenciado más ineficaces que otros sistemas. Y, además, injustas. En 2022, entre 691 y 783 millones de personas padecían hambre, según la FAO.
Estas prácticas implican abusar de energías fósiles, porque usan mucha maquinaria para producir y transportar alimentos; sobreexplotar el suelo a base de fertilizantes químicos y pesticidas; emplear agua a espuertas; cultivar y criar sólo lo que el mercado demanda (esa parte del mundo que tiene dinero y come lo que desea); permitir la concentración de la tierra en pocas manos, pues las multinacionales compran grandes extensiones; entre otros aspectos.
Esto describe didácticamente uno de los informes publicados en estos tres años de su surgimiento en la campaña Llaurant Un Futur Sostenible (llaurant.com ). La estrategia nació en 2021 en Betxí, Castellón, de la mano la Fundación Novessendes (www.novessendes.org) , a la cual se sumó un año después la ONGD Pankara Ecoglobal (www.pankara.org ), y que cuenta con la financiación de la Generalitat Valenciana.
El objetivo de la campaña apunta a “fomentar una sociedad crítica, participativa y activa, comprometida con la soberanía alimentaria y la transición hacia un sistema alimentario justo para las personas, el territorio y el planeta”, explican las responsables técnicas del proyecto, Alba Remolar Franch e Iraca Vargas Salamanca.
La alternativa agroecológica
La campaña busca, básicamente, impulsar el tránsito hacia un modelo alimentario agroecológico. Un sistema donde el lucro esté equilibrado con la sostenibilidad ambiental y humana. Y lo viene haciendo desde hace tres años por medio de la visibilización de proyectos de agricultura y ganadería sostenibles y de proximidad de Castellón; la publicación de informes; el encuentro entre personas agricultoras; y charlas a la ciudadanía; dinámicas educativas en centros escolares; y la difusión de piezas creativas en redes sociales, entre otras acciones.
¿Y qué es la agroecología? ¿Qué propone?
En los años 80, algunas personas coincidieron en la ineficacia, injusticia y capacidad destructiva de la forma industrial de relacionarse con la tierra. Surgió la agroecología: una disciplina científica agraria; un movimiento que persigue justicia social; y, sobre todo, un conjunto de prácticas agrarias concretas. Disciplina, movimiento y prácticas buscan que los diferentes componentes del ecosistema agrario funcionen de forma equilibrada, y, por tanto, sostenible. Algo que, precisamente, se echa en falta en la actualidad.
La agroecología utiliza las técnicas de cultivo de la agricultura ecológica. La diferencia es que esta última impone como requisito un sistema de certificación (un sello) que garantice a la persona consumidora que está comprando algo ecológico. Pero un tomate, una botella de aceite de oliva o un queso producido de manera agroecológica pueden carecer de esa etiqueta expedida por un tercero, aclara la catedrática de Edafología y Química Agrícola de la Universidad Politécnica de Valencia María Dolores Raigón, quien además es vicepresidenta de Sociedad Española de Agricultura Ecológica.
El criterio de cero químicos
En primer lugar, la agroecología apela a “los criterios de una producción sostenible que no utiliza sustancias químicas de síntesis”, precisa Dolores Raigón. Y así lo confirman Alba y Ferran, integrantes de Malaerba, un proyecto que cultiva aceituna farga, una variedad local que se estaba perdiendo, en los campos de Benlloc, Castellón. Este proyecto, que también rescata campos abandonados para practicar la agricultura regenerativa, es una de las 22 iniciativas que la campaña Llaurant un futur sostenible reune en un mapa donde se ubican los proyectos agroecológicos de la provincia.
“Principalmente, dejamos de gastar productos químicos y pesticidas, tratamos a la tierra como algo con lo que trabajamos y no algo contra lo que luchamos”, explica Ferran. Otra forma de relacionarse con la naturaleza, sin duda. Más que un sistema de producción, precisa Alba, la agroecología consiste en una “filosofía de vida”.
Al omitir las sustancias químicas de síntesis, este modelo evita la contaminación con productos fitosanitarios. Y con ello, la generación de “residuos que pueden quedar tanto en los alimentos, como en el ambiente, como en el suelo”, expone la catedrática Dolores Raigón. Los beneficios redundan en una mayor biodiversidad, evitar daños sobre la salud del suelo y de las personas.
Respeto de la biodiversidad y el suelo
La promoción de la biodiversidad fomenta que la zona de cultivo “sea una zona de paso acogedora para aves migratorias”, ejemplifica Alba Remolar Franch. Y a propagar el equilibrio ecológico, pues “la riqueza que se genera en el espacio de cultivo puede expandirse”, añade. Por eso los espacios agroecológicos se encuentran llenos de vida y de colores, es decir, de insectos y de variedades de plantas que ayudan a combatir las plagas de forma natural. Pero que a ojos de la agricultura industrial son un problema a erradicar a base de químicos.
La biodiversidad permite “mantener una salud del suelo en todos los aspectos, con microorganismos vivos que ejecuten todas las acciones biológicas que en él se producen”, argumenta Dolores Raigón. Este es uno de los motivos por los cuales al comparar un campo agroecológico y otro industrializado, el primero aparenta estar menos cuidado, cuando en realidad lo está más. La convivencia de multitud de especies favorece el cultivo y la cría naturales y sostenibles.
“El respeto que se le tiene al suelo, a los recursos hídricos y a la biodiversidad” son aspectos de la agroecología que destaca Òscar Gorríz, agricultor de l´Horta del Rajolar, en Betxí, otro proyecto integrante del mapeo de Llaurant. Mientras atiende a este reportaje, Gorríz extiende un acolchado de paja sobre la tierra, técnica que sirve para mantener la humedad y ahorrar en riego. Cuando termina, se dedica a reparar el “hotel de insectos”, una de las casetas que han montado para albergar fauna.
La desertificación del suelo en el País Valenciano “es preocupante”, alerta Ferran de Malaerba. La forma industrial requiere “mucho abono químico”, porque la tierra “ya no puede dar más de sí”, precisa. “Nosotros nos centramos en nutrir el suelo y dejar de erosionarlo”, asegura. ¿Cómo? Con técnicas naturales como las empleadas por Gorríz, y otras, como el abono orgánico y permitiendo que crezca las erróneamente llamadas “malas hierbas”, que ayudan a regenerar la estructura y la fertilidad del suelo.
Por otra parte, los fertilizantes son los responsables de la alta carga de nitratos presentes en el suelo y el agua en la actualidad, perjudicial para la salud medioambiental y humana. Al limitarlos, la agroecología evita la “concentración de nitratos en los acuíferos”, afirma Dolores Raigón. También está el problema de los fitosanitarios, añade Ferrán. Se trata de un círculo vicioso en el que se echa estos productos para matar plagas, y como así también se mata el suelo, al año siguiente habrá que arrojar más fertilizantes, pero, como las plagas retornarán, también más fitosanitario.
El aspecto de los alimentos agroecológicos
El problema para Maty y Carlos es, ahora, cómo reconocer cuando un tomate o un queso se han producido con criterios agroecológicos. Sobre todo, cuando no tienen un sello de calidad que lo certifique. Pero que, aun sin sello, la persona consumidora pueda consumir tranquila su alimento, sabiendo que ese producto ha sido amable con el medio natural en el que se cultivó y que, por tanto, es saludable para su cuerpo.
Dolores Raigón aporta tres claves. Si se trata de productos frescos, hay que tener en cuenta que la forma de producir sea ecológica, que se hayan cultivado o criado próximos al lugar de la compra, que sean de temporada. En el caso de los alimentos transformados, Raigón aboga por el cómo: métodos artesanales, que respeten temperaturas, y obtengan una composición saludable.
Las responsables de la campaña Llaurant aconsejan “comprar según la temporada y no fuera de ella”. Consumiendo frutas impropias de la época, “el mensaje que enviamos es que todo el año se cultivan todos los productos y eso hace que se maltraten otros ecosistemas para satisfacer a quienes consumen y la intención es dar sentido y cuidado a las diversas especies con las que convivimos”, señala Iraca Vargas.
Su compañera Alba Remolar sugiere una “estrategia visual” muy sencilla para identificar un producto agroecológico o, al menos, que no tenga elementos nocivos: “cuanto menos ‘perfecta’ se vea, mejor”. Esto se traduce en que cuanto más brillante y sin picaduras, es muy posible que la fruta y verdura provenga de cultivos que usan pesticidas o tienen ajustes genéticos y no naturales. “Mientras que los productos que tienen su color natural y cuentan con algún rasgo propio de su desarrollo, será un producto natural y saludable”, indica.
Algo así como que la imperfección es saludable. La perfección publicitaria de los alimentos del campo se suele conseguir con métodos sospechosos. En palabras de Alba, de Malaerba, este sistema “funciona como si fuera una fábrica de coches”, muy alejado de la filosofía de “sostener y mantener el planeta y la vida”.
Productos cercanos
Por su parte, Òscar Gorríz considera la proximidad entre personas productoras y consumidoras un distintivo clave de los productos agroecológicos. Se trata, dice Gorríz, de “crear modelos locales donde te asocias, en espacios donde las personas consumidoras están cerca de las que producen”. Esto aumenta las probabilidades de conocer la “trazabilidad de ese producto desde su origen hasta la boca”. Qué mayor garantía que esa.
La cercanía, esa cualidad que se difumina en los mercados globales de alimentos, en los que impera el anonimato de quienes producen, y, por tanto, la inopia de cómo lo han hecho. “Preguntarnos de dónde vienen los alimentos que compramos y elegir los de producción local”, representa apostar por formas más cercanas a la agroecología, sugieren las responsables de Llaurant.
Algo muy relacionado con otro concepto que busca visibilizar la campaña: la soberanía alimentaria, en peligro de extinción. Ferrán, de Malaerba, describe dos consecuencias de perder este poder de producir alimentos originarios: “La dependencia de otros países” para alimentarnos (algo que se vivió en la pandemia) y “el control de pocos sobre la tierra, la cual se concentra cada vez más en oligopolios”.
Estos poderes fácticos deciden qué, cuándo, cómo y para quién se produce. Y, sobre todo, a qué precio se vende, siempre guiados por la máxima del beneficio económico. Para Alba, de Malaerba, la cercanía es un criterio prioritario. “Es muy importante que le pongas cara a quien cría los animales, la carne, los vegetales, el aceite, lo que sea que estés comiendo: si le puedes poner cara es una buena señal; conocer quién hace tus alimentos y quién está detrás de las marcas”, asegura la agricultora.
Precio justo de los alimentos
Por otra parte, añade, los productos de agricultura y ganadería agroecológicos “tienen mucho en cuenta la salud y dignidad de las personas consumidoras y de las trabajadoras”, asegura. Y esto, más allá de si llevan etiqueta de “ecológico”.
Coincide Górriz en la importancia de “la dignidad de la persona agricultora”. La pregunta que este agricultor sugiere hacerse a la hora de comprar es: “¿Puede la persona productora ganarse la vida honradamente produciendo lo que yo me voy a comer con este precio?”
Y así aparece otro punto esencial de la agroecología: el precio que un alimento debe tener para ser justo, que no barato o conveniente para el bolsillo. Las frutas, verduras y animales agroecológicos se venden de forma que pueda cubrirse todos los costes, incluidos los ocultos. Estos son, aquellos que no vemos: lo que cuesta realmente cultivar sin perjudicar el medio ambiente ni la salud humana, y que velan por los derechos humanos de las personas que trabajan la tierra, por sus saberes y prácticas ancestrales.
Muchas personas se escudan en el argumento de que lo ecológico es caro. La primera pregunta sería: ¿Caro para quién? Es decir, si el tipo de producción se está cargando el planeta que habitas y demanda mayor inversión en tratar problemas de salud, entre otros aspectos, ¿dónde está el beneficio de comprar barato? En realidad, se trasladan costes.
“Una botella de medio litro de aceite agroecológico cuesta 12 euros; un gintonic cuesta lo mismo: ¿dónde prefieres meter tu dinero?”, se pregunta la agricultora de Benlloc. En definitiva, se trata del tipo de vida deseada y, en función de eso, de marcar prioridades. En palabras de Òscar Gorríz: “cada uno gasta su dinero en lo que quiere y vivimos en una sociedad en la cual se destina más al ocio que a la alimentación”.
Una filosofía de vida
El punto probablemente está en que la agroecología no debe mirarse como una moda, sino como una forma de relacionarse con el mundo y, particularmente, con la alimentación. Y esto implica, como señala Dolores Raigón, cortar con “el consumo actual desorbitado que desperdicia un tercio de la alimentación que se compra”. Para la catedrática, de hecho, comprar ecológico implica centrarse en aquellos alimentos “que vayan a ser más vitales, revisando nuestra ingesta, revisando nuestra dieta, revisando nuestra responsabilidad frente al desperdicio alimentario”.
El agricultor Ferran coincide en la necesidad de “mirar más qué comemos a diario, reducir la carne, y apostar por la comida de temporada”. Con estos criterios, asegura Raigón, “la dieta ecológica no es más cara”. Incluso es más barata si se añade el dinero ahorrado por reducir el impacto de los productos industrializados en la salud.
Con políticas sociales y agroalimentarias que fomenten el autoconsumo y la producción local, “muy seguramente se podría” alimentar a toda la sociedad con criterios agroecológicos, aseguran las responsables de la campaña Llaurant. Pero por ahora, viene ganando el sistema de “consumo irresponsable”. Por eso gran parte del cambio, insisten, comienza por casa. Al fin y al cabo, comprar es una forma de relacionarse con el mundo, destructiva o constructiva. Y en este sentido, alimentarse también es un “acto político”. Cómo lo hagamos indica mucho más que llenarse el estómago.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/agroecologia/cuando-llenar-estomago-es-un-acto-politico