A los jóvenes de diecisiete años, no se les permite inscribir legalmente teléfonos celulares, pero sí son aptos para aprender el manejo de un fusil AKM. Los padres de jóvenes que tienen esa edad no somos citados para reuniones, puesto que se considera que nuestros hijos ya están maduros para valerse por sí solos, aunque […]
A los jóvenes de diecisiete años, no se les permite inscribir legalmente teléfonos celulares, pero sí son aptos para aprender el manejo de un fusil AKM.
Los padres de jóvenes que tienen esa edad no somos citados para reuniones, puesto que se considera que nuestros hijos ya están maduros para valerse por sí solos, aunque no les está permitido abrir una cuenta bancaria en una moneda que no sea el peso cubano.
En las cafeterías y puntos de ventas existen letreros que advierten que no se venden cigarrillos ni bebidas alcohólicas a menores de edad, al mismo tiempo que se observan las calles repletas de niños fumando y acompañados de botellas de ron.
Los padres de adolescentes hacemos grandes y malabarísticos esfuerzos para dotar a nuestros hijos de teléfonos móviles, y así hacernos la idea de que pueden avisarnos en caso de demoras, o de potenciales peligros. Al mismo tiempo, les advertimos del daño que producen los hábitos tóxicos, y los instamos a ser ahorrativos, ofreciéndoles la oportunidad de manejar sus propias cuentas de banco.
Crearles a los jóvenes sentimientos de autovalía e independencia es una de las metas de los padres, pero se requiere de una responsable participación de la sociedad y sus autoridades.
No es posible que les interrumpan la continuidad de los estudios a los varones cuando concluyen el Preuniversitario y que a pesar de haber obtenido luego de arduos exámenes la posibilidad de entrar en la Universidad sean llamados a pasar un año o dos de entrenamiento militar, a la vez que no pueden ahorrar sus propios centavos en un banco popular.
Que sean considerados aptos para maniobras militares, para el manejo de armas mortales en aras de la defensa, para resistir el rigor de una disciplina de campamento, y al mismo tiempo, incapaces para inscribirse como dueños de teléfonos que son comprados en tiendas estatales por sus padres luego de muchos meses de esfuerzos.
Que fumen, beban, practiquen sexo, se afeiten las barbas y deambulen por la calle hasta altas horas de la madrugada y no sean respetados como adultos jóvenes.
¿En qué quedamos? ¿Son o no son mayores los jóvenes de diecisiete años?
El término «adolescencia» significa padecer, adolecer, ya lo sabemos.
Pero no hay que exagerar en tal padecimiento. Después de todo, aunque la juventud sea la única enfermedad que se cura con el tiempo, exige a grito mientras está pasando, cuando aún (por fortuna) no ha sido curada, que se respete.
Nosotros, los padres de esos seres extraños y felices, nos quedamos sin explicaciones que ofrecerles, si es que alguna vez tuvimos la fortuna de ser medianamente escuchados por ellos.
Ya están biológicamente listos para procrear. Ya deciden el futuro de sus vidas y escogen opciones como obreros calificados, universitarios, maestros, técnicos medios y a ello encaminan sus esfuerzos. Ya aprenden el uso de granadas, fusiles, ametralladoras, porque son entrenados en maniobras militares. Ya pernoctan con sus parejas y no piden permiso para sumarlas al núcleo familiar.
Démosles los derechos que les corresponden y no contribuyamos a sus naturales confusiones. Con las que tienen, ya es suficiente.