Vivimos tiempos duros, días dramáticos. Donald Trump, ya de por sí insano y aventurero, siente que en Estados Unidos camina sobre arenas movedizas. Emmanuel Macron ve que la protesta obrera tiende a juntarse con la ecologista, con la de los médicos, los jueces y abogados, los estudiantes y las zonas rurales abandonadas a su suerte […]
Vivimos tiempos duros, días dramáticos. Donald Trump, ya de por sí insano y aventurero, siente que en Estados Unidos camina sobre arenas movedizas. Emmanuel Macron ve que la protesta obrera tiende a juntarse con la ecologista, con la de los médicos, los jueces y abogados, los estudiantes y las zonas rurales abandonadas a su suerte y busca apoyo en la derecha más rancia dando concesiones a los católicos y en el nacionalismo xenófobo. Vladimir Putin ve crecer las abstenciones y las protestas públicas y siente la fragilidad de la base económica de la potencia imperial rusa, que es fundamentalmente exportadora de petróleo y gas. Todos ellos buscan, por lo tanto, un diversivo exterior que afirme su poder y convierta a la oposición en antipatriótica.
El aventurerismo y la agresividad de un loco racista hijo de un nazi y de padres del Ku Kux Klan se suma así al del Napoleón III y medio de pacotilla y al del ex general de la KGB convertido en Zar y, pese a la cautela del gobierno chino que está colgado del freno, el mundo corre como un tren sin control hacia el precipicio de una guerra mundial.
Cualquier medida mal calculada, cualquier provocación excesiva, cualquier bravuconada de Tel Aviv, podría desencadenar en Medio Oriente una guerra entre, por un lado, Estados Unidos más Inglaterra y Francia, ex potencias colonialistas en la zona, e Israel, país que coloniza brutalmente Palestina y, por otro, Rusia, Siria e Irán. En esa guerra inevitablemente sería involucrada China y, después de ella, la India y Pakistán y las dos Coreas. Toda Asia ardería desde Turquía hasta Japón y Trump, ya lanzado, se llevaría entre las patas a Cuba y Venezuela y podría ocupar México para compensar en parte los desastres humanos y materiales que sufriría Estados Unidos por primera vez en su historia.
Aunque las armas nucleares quizás no fuesen utilizadas en un primer momento, inevitablemente serían incorporadas tarde o temprano, como lo prueba el genocidio atómico en Hiroshima y Nagasaki o la guerra de Corea de 1952 cuando el alto mando estadounidense valoró el uso de la bomba atómica contra chinos y norcoreanos. La Humanidad retrocedería muchos siglos, si no milenios, y esa guerra destruiría la base natural de la civilización actual.
Este es el cuadro en el que, dentro de una semana, la Asamblea Nacional cubana deberá escoger al reemplazante de Raúl Castro como presidente de la República debido al vencimiento de su mandato. Raúl Castro seguirá siendo jefe de las Fuerzas Armadas, que son el eje del Estado y controlan buena parte de la economía isleña y también secretario del Partido, que está entrelazado con el Estado y en buena parte sometido a éste, pero igualmente mejorarán la condiciones para dar al César lo que es del César y a la lucha por el socialismo lo que debe ser de Marx.
O sea, para una separación entre el capitalismo de Estado y sus formas estatales concretas determinadas por el intercambio de mercancías y las necesidades de la intervención en mercado capitalista internacional y el partido, que lucha por construir el socialismo. Porque socialismo significa desaparición -no fortalecimiento- del Estado, planificación democrática de la economía y quiere decir supresión de la ganancia y del interés privado o nacional como resorte principal de las actividades y su sustitución por el interés colectivo y la solidaridad y el altruismo.
Cuba, por eso, no deberá reemplazar simplemente un presidente. Deberá, en cambio, modificar radicalmente el funcionamiento y las características del Estado y del partido para hacer frente en las mejores condiciones posibles a la terrible fase en que entra la Humanidad y, con ella, la independencia de la isla y para organizar la resistencia y la reconstrucción en el caso de que eso fuese necesario.
Tendrá, por lo tanto, que ampliar al máximo la participación democrática de los trabajadores y el pueblo cubano en la discusión profunda y pormenorizada de los desafíos que enfrenta la isla y de los medios para hacerles frente y rearmar una economía local que es muy frágil por la carencia de recursos y su dependencia del turismo, que es muy volátil, sobre todo en tiempos de conflictos graves. Las bocas deben abrirse, todas las voces honestas deben ser escuchadas para elevar la conciencia colectiva y preparar al pueblo cubano dejándolo decidir sobre sí mismo y ser protagonista del destino nacional.
Las diversas orientaciones existentes en Cuba y en el mismo Partido Comunista cubano deben poder debatir abiertamente con la sociedad. La tendencia predominante, influenciada por la ex Unión Soviética, con su partido único centralizado y monolítico y su visión estalinista de la revolución cubana y del comunismo, no es la única existente. Junto a ella está la comunista heterodoxa, ecléctica o revolucionaria, heredera del guevarismo y de Pensamiento Crítico y también existe una vagamente socialdemócrata o socialcristiana. En el país, en la burocracia y la burguesía hay capas procapitalistas que deben ser vencidas en una lucha ideológica, no con medidas policiales o administrativas mientras actúen dentro de la ley.
El Estado debe dar libertad para elegir cualquier profesión o actividad prohibiendo sólo las que favorezcan la delincuencia o afecten la salud. Al mismo tiempo, debe favorecer y estimular la actividad solidaria y colectiva y el cooperativismo real, donde sean los cooperativistas quienes decidan todo en asambleas tras escuchar el parecer de los técnicos y economistas.
Sin democracia no hay socialismo. La desaparición futura del Estado será posible construyendo el Estado de transición desde abajo, entre todos, decidiendo y actuando solidariamente. La Constitución debe ser discutida por todos para que todos la acepten y se rijan por ella. La reorganización de las empresas y de la industria y el plan de viviendas también. Los sindicatos deben representar a los trabajadores dejando de ser una rama del Partido y del Estado, que está en una fase aún capitalista estatal. Hay que entrar en una nueva fase.
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