«Cuando se muere en brazos de la patria agradecida, la muerte acaba, la prisión se rompe; ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida¡ (José Martí, A mis hermanos muertos, Madrid, 1872) El destacado patriota Fermín Valdés Domínguez, entrañable amigo de José Martí y uno de los estudiantes de medicina condenado a presidio en noviembre […]
«Cuando se muere en brazos de la patria agradecida, la muerte acaba, la prisión se rompe; ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida¡ (José Martí, A mis hermanos muertos, Madrid, 1872)
El destacado patriota Fermín Valdés Domínguez, entrañable amigo de José Martí y uno de los estudiantes de medicina condenado a presidio en noviembre de 1871, dedicó muchos años de su vida a reivindicar la memoria de sus compañeros de estudios, ocho de ellos asesinados brutalmente hace ya 140 años. Su libro 27 de noviembre de 1871 -de seis ediciones, la última de ellas en 1909, un año antes de su fallecimiento- demostró fehacientemente la inocencia de los estudiantes de medicina fusilados y de los condenados a prisión de los cargos por los cuales fueron sometidos a consejo de guerra.
Todo tipo de mentiras y exageraciones propalaron con una velocidad exorbitante los voluntarios peninsulares y la prensa integrista: que los estudiantes habían roto la lápida y el cristal del nicho de Gonzalo Castañón;ique habían retirado las coronas existentes y puesto en sustitución ristras de ajos; que habían sacado los restos del cadáver y jugado con ellos; que habían escrito palabras obscenas en la tumba; que habían rayado el cristal del nicho; que habían profanado incluso las tumbas de otros patriotas peninsulares; etc, etc. Se acusaba a los estudiantes de los hechos que cotidianamente los integristas voluntariosii fanatizados hacían en la tumba del sabio educador cubano don José de la Luz y Caballero.
Mas incluso, de haber cometido ciertamente los estudiantes de medicina tales tropelías, por el código penal español que se aplicaba en la Isla en esos momentos, la pena que les correspondía era la de prisión correccional. Pero los voluntarios eran los dueños y señores de la situación y querían sangre, aunque fuera de niños y adolescentes cubanos, todavía estaban ansiosos por vengar la muerte de su ídolo Gonzalo de Castañón, abatido a balazos en Cayo Hueso en 1870 por el cubano Mateo Orozco. Eran esos voluntarios los mismos que habían expulsado de la Isla al Capitán General, Domingo Dulce por considerarlo demasiado blando en la represión a los insurrectos. A tal grado llegaba el fanatismo y la insania de los voluntarios, que por ese tiempo el gobernador de La Habana sería encargado de llevar la tapa de ataúd en unos funerales de coronel muerto en campaña de un gorrión hallado sin vida en un parque, que los voluntarios asimilaron a su propia imagen de inmigrantes. Era tal la demencia que poco después en Guanabacoa, un gato fue condenado a ser pasado por las armas por haberse comido un gorrión.
Según la versión de Fermín Valdés Domínguez cuando el gobernador político le preguntó al capellán del cementerio, Mariano Rodríguez Armenteros sobre las rayas que aparecieron en el cristal de la tumba de Castañón, este respondió: «Esas rayas, que están cubiertas por el polvo y la humedad, las he visto desde hace mucho tiempo y por lo tanto no pueden suponerse hechas en estos días por los estudiantes». iiiPor no haberse prestado a los infames manejos del gobernador político, el presbítero Mariano Rodríguez fue separado de su cargo de capellán del cementerio durante varios meses. Por su parte, Joseph A. Raphel, secretario del cónsul estadounidense en la Isla, sin llamar la atención visitó el cementerio de Espada tres días después del fusilamiento y examinó concienzudamente el nicho de Castañón, comprobando que se hallaba intacto y sin ninguna señal de profanación. También el hijo de Castañón, Fernando Castañón, al visitar la Isla en 1887, para exhumar los restos de su padre le dejaría constancia escrita a Fermín Valdés Domínguez de que no se observaban señales de violencia en la lápida y el cristal del nicho de su padre.
El historiador Luis Felipe Le Roy y Gálvez, autor del libro más completo escrito en la Isla sobre este tema,iv logró demostrar que los estudiantes de medicina eran inocentes de profanación -ratificando la tesis de Fermín Valdés Domínguez-, pero que no lo eran de llevar con orgullo en su pecho el sentimiento de cubanía y de simpatizar en mayoría con la causa independentista de la ínsula. El autor pone varios ejemplos para validar su hipótesis: Fermín Valdés Domínguez estudiante del primer año de medicina, había cumplido ya 6 meses de cárcel en 1870 -por la misma causa que se condenó a Martí a presidio- y pelearía en la manigua después junto a Maceo y Gómez, terminando en 1898 con el grado de coronel del Ejército Libertador; Anacleto Bermúdez -condenado a fusilamiento- era de los que junto a José Martí y otros, confeccionaban en el Instituto de Segunda Enseñanza de la calle Obispo, en 1869, el periódico manuscrito «subversivo» El Siboney; en el mes de junio de 1875, fue muerto en un encuentro con la guardia civil Alfredo Álvarez Carballo -condenado a 4 años de presidio en la causa de 1871-, que se había alzado con otros compañeros en la región de Vuelta Abajo; Ricardo Gastón y Ralló -condenado también a 4 años- se iría a la manigua y terminaría la guerra con el grado de Comandante; y Antonio Reyes y Zamora -condenado a 6 años de presidio- actuaría de agente de la Revolución en el exterior.v
Habría que sumar a los elementos ya señalados que el sobrino de Alonso Álvarez de la Campa y Gamba -el más joven de los fusilados, contaba apenas con 16 años-, Enrique Gamba y Álvarez de la Campa le expresó en una carta años después a Fermín Valdés Domínguez: «Si, sus simpatías políticas estaban, como las de todos los jóvenes estudiantes de esa época, con los revolucionarios del 68».vi También que en uno de los informes sobre los acontecimientos del cónsul general francés en la Isla a sus superiores, se señala que cuando los estudiantes jugaban con el carro destinado a transportar los cadáveres se había gritado ¡Viva Cuba Libre¡.vii A no dudarlo, pues entre los que jugaron con la carreta de transportar los cadáveres había estado Anacleto Bermúdez, el mismo que también encaró con singular valentía al gobernador político Dionisio López Roberts, cuando este procedía a tomarlos prisioneros, exigiendo le demostrara dónde estaba el delito por el cual se estaba acusando a los estudiantes
Por todo lo dicho anteriormente es que podemos sostener hoy con toda propiedad que los 8 estudiantes de medicina fueron los primeros mártires de las luchas del estudiantado universitario cubano y que por eso sus retratos encabezan la larga fila de fotografías en el simbólico Salón de los Mártires de La Universidad de La Habana. Los estudiantes de medicina para nada podían ser ajenos al ambiente de rebeldía que se respiraba en la Universidad de La Habana. Las autoridades españolas consideraban a la Universidad como un «nido de víboras» y no olvidaban el hecho de que en 1851 había aparecido fijado en la puerta de la Universidad un papel en el cual estaba pintada la bandera de Narciso López, hoy nuestra enseña nacional, con un letrero que rezaba: «¡Viva Narciso López¡ ¡Muera España¡ y que el 22 de marzo de 1865 había aparecido cortado en el Aula Chica un retrato de la reina española Isabel II.
Si la autoridad insular hubiera fusilado a los ocho estudiantes por infidencia, hubiera ayudado a convertirlos en mártires de la causa cubana. Acusándolos de profanación los deshonraba frente a la opinión pública, máxime cuando se trataba de una sociedad que en grado sumo repudiaba tales actos. A 140 años de aquellos trágicos y abominables acontecimientos queda claro que aquellos niños y adolescentes de lo único que eran culpables era de la cubanía que caracterizaba a muchos de los estudiantes de la Universidad de La Habana. A pesar de su corta edad, uno de ellos tenía solamente 16 años, enfrentaron la muerte como lo estaban haciendo algunos compañeros suyos en la manigua cubana: «Salieron de la prisión al sitio del suplicio con la frente alta, sin mostrar temor y sin hacer alarde de no tenerlo. Su actitud impuso respeto aun a los voluntarios. Un silencio de muerte se hizo a su alrededor. No se dirigió ningún insulto a quienes honrando la entereza de esa valiente juventud se descubrieron ante las víctimas».viii
Notas
i Director del periódico La voz de Cuba, fiel exponente de los intereses y las ideas de los voluntarios peninsulares.
ii A inicios de la Guerra de los Diez Años el capitán general Francisco Lersundi, sin tropas de línea suficientes para combatir la insurrección y a la vez guardar el orden interior en ciudades y poblados, puso su custodia en manos de los voluntarios peninsulares. Los cuerpos de voluntarios habían tenido su origen como defensa contra la temida invasión de Narciso López a la Isla, y que se había disuelto al reanudarse la tranquilidad en el país. Los voluntarios eran extraídos de las filas de los detallistas, los trabajadores del comercio y las pocas industrias del país -sobre todo la tabacalera-, y empleados del gobierno llegados a la isla con el encantamiento de hacer dinero rápido y fácil con los sobornos. A todos ellos los azuzaban sus coroneles y capitanes, en general los poderosos que ostentaban el grado no por saber de guerra sino porque con su dinero eran capaces de armar y uniformar un batallón. Los voluntarios estaban encargados hasta de la guarnición de las fortalezas militares y la casa de gobierno de la capital. Tales individuos, en su mayoría con muy poca o ninguna instrucción, muchas veces aldeanos a los que se les aseguraba que de triunfar los mambises tendrían que regresar a España y olvidase de sus sueños de hacer fortuna en Cuba.
iii Fermín Valdés Domínguez, 27 de noviembre de 1871, Habana, Imprenta y Papelería de Rambla y Bouza, 1909, sexta edición, p.14.
iv Luis Felipe Le Roy y Gálvez, A cien años del 71. El fusilamiento de los estudiantes, Instituto Cubano del Libro, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1971.
v Ibídem, p.107.
vi Citado por Ibídem, p.249
vii Ibídem, p.362.
viii Ibídem, p.365. (Del informe del cónsul francés en la Isla a sus superiores, La Habana, 3 de diciembre de 1871)
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