Traducido para Rebelión por Ramon Bofarull
En el momento de escribir estas líneas estoy escuchando el Requiem de Gabriel Fauré, con la esperanza de que esta maravillosa música me ayude a abrir las puertas adecuadas para la reflexión. Con motivo de la próxima desaparición de ETA se han difundido en la sociedad vasca renovadas viejas palabras: perdón, culpa, redención, autoexamen, convivencia, heridas, cólera, venganza, generosidad… Palabras, todas ellas, de una tremenda carga semántica.
Me acuerdo de Tony de Mello, un muy heterodoxo jesuita, hasta el punto de que, después de su muerte, el Vaticano llegó a prohibir la mayoría de sus libros. El perdón no existe, decía, no hay nada que perdonar, todas las excusas y explicaciones del mundo no sirven para nada, nadie actúa con maldad a propósito, tampoco el terrorista que va a matar a gente inocente. Nadie obtiene placer, salvo que sea un loco, infligiendo daño a otro. «Ni la mayor crueldad para la conciencia de la humanidad es tal en la conciencia de quien la comete. Antes bien, en su mente cree que está cumpliendo con su deber, que está actuando al servicio de su grupo o su país. La diferencia entre nosotros y los terroristas es que nosotros ofrecemos cosas que agradan a la sociedad, mientras que los terroristas realizan acciones que la hieren. La sociedad hace bien al organizar su autodefensa, pero no al realizar juicios morales, cuando facilita que se pase de juzgar acciones a juzgar a personas.»
Se pone en el lugar de las víctimas, subrayando que no tienen derecho a decir «¡no me debía haber hecho eso!». «La realidad es exactamente la contraria, debía hacerte eso, porque el terrorista estaba convencido de que ése era el único medio para obtener sus objetivos.» Y acaba así: «No se le puede exigir que se arrepienta de lo que ha hecho, que pida perdón y lo haga públicamente. El perdón es ahondar en los enfrentamientos. El perdón no existe, porque no ha habido ofensa. Y no ha habido ofensa porque no ha habido intención. En el terrorista ha habido condiciones inadecuadas, una serie de costumbres, prejuicios y creencias que le ha hecho ver las cosas de un modo concreto y que le he conducido a realizar acciones conforme a ellas». Y, con fascinante optimismo, dice: «Los seres humanos somos mejores de lo que nos han enseñado a ser».
Todas las tradiciones espirituales del mundo dicen una verdad: «Dañar al prójimo es, más pronto o más tarde, dañarse a sí mismo». Y es posible que, más pronto o más tarde, la persona llegue a comprenderlo. Si para entender la vida ha dado ese importante paso, tendría suficiente con perdonarse a sí misma, pues es en la comprensión donde tiene el resurgimiento, ya que el pago le vino cuando lo hizo.
Pedir perdón es imponer una jerarquía insana, un dominio moral que a nadie corresponde; dar a otro un poder sobre ti que no tiene (y que el ser humano libre de ningún modo debería aceptar). Como si necesitaras su label para seguir viviendo, para recuperar el apetito, para salir a la calle. Cada persona es un mundo; cada cual debe andar su camino en la vida. Pero en la lucha guiada por una estrategia política, en la acción armada que, poco o mucho, ha sido colectiva, el perdón colectivo carece de todo sentido, porque que un grupo humano admita en la jerarquía social el dominio de otro sería un desequilibrio demasiado grande. Cuanto más cerca esté una sociedad de la igualdad, tanto más estable será; tanto en política como en economía.
La política es la gestión de la fuerza, la capacidad de crear la amenaza de violencia, tanto real como virtual. Y el fuerte no pide perdón. Impone su moral y punto. En política, pedir perdón no es más que una súplica contra la liquidación. Y si uno pierde, al menos tiene que mantener la dignidad, es importante para el futuro. Por eso se empeña el vencedor en negar la dignidad del vencido, como se intenta con los presos de ETA y los electos de Bildu.
Digo que ETA ha perdido, no porque me guste el cuento de ganadores/perdedores, sino porque hace tiempo que perdió: porque no supo medir sus fuerzas, la operatividad de la violencia que era capaz de generar ni las consecuencias de su desafío. Porque, si bien matar a gente armada le legitimaba de algún modo la lucha armada, no supo ver la negación y exclusión casi universal que le crearían los coches bomba indiscriminados y los asesinatos de concejales jubilados.
Un estado no pide perdón. Y, en caso de hacerlo, se lo pedirá a otro estado y después de que haya pasado mucho tiempo y su hegemonía militar se haya debilitado, pero no a una pequeña provincia dominada de dentro de sus fronteras. Aun no aparecido ningún guardia civil en Nuarbe a pedir perdón a la familia de Otaegi.(1)
La mayor propagandista del perdón es la Iglesia, pero no la hemos visto pedir perdón por el apoyo que prestó al franquismo, por los negocios que hizo entonces ni por ser el legitimador y sostenedor de asesinos y torturadores. Son pecados enjundiosos, pero la Iglesia sabe cómo actuar: alejar en el tiempo el día del perdón, esperando que, así, visto de lejos, en la destrucción de la memoria, las atrocidades cometidas parezcan menores.
La mañana en que asesinaron a Osama Bin Laden estaba en una ikastola, con niños. Estábamos hablando en una tertulia sobre cómo distinguir el bien del mal y me pusieron el tema a mano. Les planteé dos preguntas: «¿Está bien matar?». El no fue estridente y unánime. «¿Y matar a Bin Laden?» «¡Sííí!», gritaron todos, aun más estridentemente que el anterior no. Sus argumentos sabréis cuáles son. Nuestros niños están fuertes en las razones del imperialismo occidental. No conocen la palabra perdón.
N. del tr.: (1) Ángel Otaegi, natural del barrio de Nuarbe (Azpeitia, Guipúzcoa), fue uno de los cinco fusilados el 27 de septiembre de 1975. Militante de ETA V Asamblea, fue condenado a muerte en consejo de guerra por haber facilitado información, supuestamente, sobre el cabo primero del Grupo de Información de la Guardia Civil Gregorio Posadas, muerto a tiros en la localidad el 3 de abril de 1974.
Pako Aristi es escritor
9 de octubre de 2011
Fuente: http://paperekoa.berria.info/