Se repite que Máximo Gómez lo afirmó: los cubanos o no llegan o se pasan. Una vez la eminente historiadora Hortensia Pichardo Viñals me honró preguntándome si conocía el texto donde supuestamente el Generalísimo expresó ese juicio. Luego de agradecérselo, le respondí: «Si usted no lo ha encontrado, qué puedo aportarle. Pero, aunque Gómez no […]
Se repite que Máximo Gómez lo afirmó: los cubanos o no llegan o se pasan. Una vez la eminente historiadora Hortensia Pichardo Viñals me honró preguntándome si conocía el texto donde supuestamente el Generalísimo expresó ese juicio. Luego de agradecérselo, le respondí: «Si usted no lo ha encontrado, qué puedo aportarle. Pero, aunque Gómez no lo hubiera escrito, algo parece tener de cierto el veredicto».
Las etiquetas -elogiosas o despectivas- suelen ser imprecisas, pero a veces tienen grados de fundamento. Si en efecto lo dijo, Gómez sabría por qué. Tenía fibra de escritor y conoció, defendió, honró a Cuba y sufrió por ella como pocos, sin aspirar a recompensa alguna, salvo la que le ofreció José Martí en 1892: «el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres». Mucho le debe este país al gran dominicano-cubano.
Le debe incluso -parece una paradoja- que, precisamente a él, Martí entendiera necesario decirle en un momento delicado: «Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento». Lo hizo en 1884, en carta del 20 de octubre, fecha que por el estreno en 1868, en campaña, de la letra primigenia del Himno Nacional, se escogería desde 1980 para celebrar anualmente el Día de la Cultura Cubana , un legado en el que aquella carta vibra como pieza de la obra del fundador que la escribió.
En la sociedad, pendular a menudo, el no llegar o pasarse puede tener implicaciones más costosas que en un reloj. Pero ella no se maneja como un dispositivo electrónico. ¿Cómo estar siempre en el puro fiel de la sabiduría y la justicia? Aun en la más honrada búsqueda de aciertos se corre el peligro del bandazo, que genera fuerza para buscar compensación en sentido opuesto, si otras sacudidas no complican aún más la oscilación del péndulo.
En las primeras décadas de la Cuba revolucionaria florecieron, por causas conocidas, tesituras que, más que ateas, rozaron lo ateocrático, a pesar de la voluntad justiciera de la Revolución. Hace unos treinta años, en el Centro de Estudios Martianos -que rinde permanente homenaje a quien, pensando en Simón Bolívar, su mayor inspirador americano, mientras preparaba una guerra necesaria valoró como insustituible «la fuerza moderadora del alma popular» en «la pelea de todos»- un lúcido dirigente cultural expresó disgusto y asombro por un tratamiento injusto que alguien había sufrido por ser religioso. Un participante en el encuentro dijo comprender el disgusto, pero no tanto el asombro: no pocas cosas daban lugar a lo ocurrido, y aquel no era un hecho aislado.
En todo es posible que la varilla pendular, salvo que esté forzada a mantenerse inmóvil, dé vaivenes indeseables, y aún más en transformaciones desatadas por una revolución profunda. A ella se opusieron algunos representantes de instituciones religiosas, en particular de la Iglesia católica: los hubo cómplices de actos detestables, como la Operación Peter Pan. El derecho y el deber de defender la obra revolucionaria eran ineludibles, y surgieron confrontaciones y excesos, aunque de ambas partes hubo quienes asumieran la mejor brújula, que primaría. Bases daba una historia con religiosos célebres como Félix Varela, Frank País, José Antonio Echeverría y Guillermo Sardiñas, y más.
El recuerdo de aquellos hechos trae el de los vínculos con un campo socialista donde a menudo se confundieron dogmáticamente el materialismo histórico y el dialéctico, y los extremos de la mistificación abonaron la idea de que idealismo y religiosidad eran incompatibles con actitudes revolucionarias. Se olvidaba que la mayoría de la humanidad, revolucionarios incluidos, de modo más o menos consciente ha profesado o profesa creencias religiosas. Sondeos serios mostraban que en Cuba, cuando mejor visto y más «aconsejable» era el ateísmo, alrededor del ochenta y cinco por ciento de la población las tenía. El posterior crecimiento -y diversificación- de las creencias requiere un estudio a fondo, que no se quede en causas epidérmicas o conclusiones trazadas a priori.
«Persona e instituciones (Detalles en el órgano. VII)» abordó elementos en los que aquí no se insistirá, y remitió a Fidel y la religión. Conversaciones con Frei Betto, que representó un deslinde más allá de lo teórico. Pero procede reiterar que lo más peligroso de aquellos extremos fue pasar por alto un hecho que debe tenerse presente: no hay relación mecánica entre ser religioso o ateo y ser revolucionario honrado o contrarrevolucionario y corrupto.
Ignorarlo y preferir el ateísmo da ventaja a quienes tengan o simulen tener posiciones ateas, aunque no respondan de veras a los ideales de una Revolución que solo puede actuar, que sepamos, en el reino de este mundo. Del otro, ¿quién ha dado pruebas incontestables en algún sentido? El joven Alejo Carpentier (Cartas a Toutouche, 2010, p. 149) deploraba la civilización entendida como «desconfiar de todo, no creer ni en su madre, carecer de todo sentido religioso», y aclaró que, «desde luego», se refería a «una religiosidad filosófica». Podría sustituirse por «espiritualidad», sin la que va mal el mundo.
En una conversación de colegas alguien contó que, hallándose en otro país, incumplió el gustoso deber de asistir a una presentación de la Misa cubana de José María Vitier. No le entregaron a tiempo la invitación porque… se trataba de una misa. «Si hubiera sido una pelea de gallos -lamentablemente reverdecidas en Cuba-, quizás me habrían recordado la cita, y hasta la habrían considerado una ‘actividad cultural’; pero ese concierto no pasaba de ser ‘un espectáculo religioso'», añadió el colega. Según él, los responsables de aquella demora desconocerían la misa como expresión artística, pero abrazaban credos ubicables entre la de Vitier y la Misa negra de Cucho Valdés, y hasta en las dos juntas.
Los prejuicios ante las diferencias parecen ser una actitud humana inevitable; pero se tornan más influyentes, costosos, si los potencian normas o valoraciones implantadas en el funcionamiento de la sociedad, aunque esta responda a ideales justicieros. En ella los errores en cualquier terreno suelen pagarse más caro -afectan a gran número de seres humanos- que en una familia. En esta la rectificación pudiera abreviarse y hasta endulzarse con el cariño natural. En aquella tal vez se necesiten años y actos programados para revertir lo indeseable. La complejidad se refuerza porque, al rectificar, pudiera ser o considerarse necesario mimar a los afectados, para borrar el agravio que hayan sufrido.
Cuba está bajo la lupa con que las fuerzas dominantes en el mundo la calumnian para tergiversar su realidad y justificar condenas contra ella, incluyendo prácticas aberrantes como el bloqueo y agresiones militares y terroristas. Pero -sincretismo incluido- su historia y su cultura la preparan para disfrutar las ventajas del laicismo, logro de la humanidad: bien aplicado, ofrece caminos para librarse tanto de las normas y los mecanismos teocráticos como de los ateocráticos, o próximos a unos o a otros.
Diferente es la realidad en naciones que se declaran regidas por un Estado «no confesional», pero cargan con la influencia de jerarquías religiosas. Para referirnos al ámbito de nuestra lengua, ahí está España, donde el peso de la Iglesia autobautizada Católica -sinónimo de universal en la herencia greco-latina, lo que convertiría a las otras en «sectas»- se une a la persistencia de la monarquía, que se ha vinculado históricamente con jerarcas de aquella institución religiosa.
En Cuba, el Estado ha creado y perfecciona bases y caminos legales para asegurar que nadie sufra discriminación por profesar creencias religiosas, y para que ningún credo goce de privilegios sobre los demás. El laicismo, aparte de ser un camino para el conocimiento, ofrece una garantía básica para el equilibrio del funcionamiento social.
Por ello la nación cubana se ha ganado el derecho a exigir, cuando sea necesario, que las instituciones religiosas cumplan sus deberes civiles con la sociedad, y está moralmente capacitada para oponerse a un mal frecuente en otros lares. Es el caso de fanáticos «iluminados» que -incluso en el «primer mundo»- arrastran a seguidores hacia actos que rebasan el derecho a practicar creencias y cultos: ponen en peligro el normal desarrollo y aun la vida de otras personas, incluso de niñas y niños. Esos hechos, además, pueden rebasar los límites de un templo determinado, y crear trastornos en espacios públicos.
Las instituciones que no estén adscritas a una religión no tienen por qué ostentar signos que beneficien a unas creencias religiosas sobre otras, o sobre la ausencia de ellas. Al hacerse en la colonia de una metrópoli aliada con la jerarquía católica, en los edificios públicos sería habitual, por ejemplo, indicar como fecha de construcción el correspondiente Annus Dei (Año de Dios), o su sigla A.D. Hoy tendría valor como huella de otros tiempos, o como dato vivo en instituciones privadas o religiosas, no en las de índole pública.
La Real y Pontificia Universidad de La Habana , creada en la colonia por bula papal y gestión de frailes dominicos, fue una etapa subsumida y superada en la trayectoria general de lo que es la Universidad de La Habana. Si esta ha llegado con carácter de verdadera y laica hasta la actualidad, lo debe a las luchas revolucionarias para liberar y modernizar al país, que la emanciparon de sometimientos eclesiales y monárquicos mucho antes de 1959. En su época de mayor gloria, el Seminario de San Carlos y San Ambrosio fue más avanzado y progresista que la Real y Pontificia, cuya fundación tampoco hay que pasar por alto. En aquel ejercieron la docencia educadores como los sacerdotes José Agustín Caballero y el ya mencionado Varela. Ellos alumbraron caminos para una educación atenta a las necesidades prácticas de la nación: una enseñanza diferente de la que, en Europa, engendros como el Plan Bolonia -repudiado por el mejor pensamiento de izquierda- enfilan a formar profesionales pragmáticos al servicio del neoliberalismo.
Las opiniones personales pueden someterse a discusión. Pero es necesario recordar que también al ateísmo le corresponde un espacio en la sociedad, y quienes lo abrazan deben asimismo gozar de libertad para expresarse. Entrevistado ante las cámaras de televisión, o por otros medios, un sacerdote -cualquiera que sea la religión que represente- no tiene por qué ocultar sus creencias. Tampoco tiene por qué disimularlas quien se crea ateo. En un momento dado, la dificultad para comprender ese equilibrio pudiera estribar en el punto donde se encuentre la ubicua varilla del péndulo. Recordemos el presunto aserto de Gómez.
No pueden faltar espacios para sostener claramente que el recuerdo de la fundación de las primeras villas cubanas por personeros del colonialismo debe servir, sobre todo, para ratificar los grandes valores nacionales, opuestos al legado de opresión que encarnaban «descubridores» y conquistadores, a menudo con los artificios de la solemnidad. Su llegada a la tierra que sería bautizada con el topónimo Cuba marcó, entre otros crímenes, el principio del fin de su población nativa. Lo ha escrito recientemente el médico y profesor cubano Wilkie Delgado Correa a propósito del medio siglo de Baracoa. Como otros objetos, la cruz con que Cristóbal Colón «santificó» allí el camino hacia el colonialismo -término que parece rendir tributo a su apellido- puede considerarse un trofeo arrancado a los conquistadores por la patria cubana independiente y libre. Esa cruz podría ser un monumento orgánico (nacional o trasnacional) para los conquistadores y su Corona. Que fuera hecha con maderas de Cuba no la torna símbolo o monumento de esta nación, aunque honrados seguidores del cristianismo abracen noblemente el afán por sanearla del peso colonialista, del que se libró el país gracias a una lucha larga y tenaz. No hay que cultivar odios, pero en todo caso el honor de ser monumento nacional le correspondería a la cruz con que Bartolomé de las Casas, desafiando a lo más encumbrado de su Iglesia, defendió a los aborígenes, y en el prurito de su espíritu justiciero habrá implorado perdón para su propia alma por haber aconsejado lo que ya era una realidad: la esclavitud de hijos e hijas de África. Ellos trajeron sus religiosidades, también fundidas en la cultura de Cuba, para la que sería reliquia nacional algún hueso que apareciese del rebelde Hatuey, quemado con maderas que también eran cubanas. Las llamas que lo abrasaron, y la dignidad que mantuvo ante ellas, merecen recordarse no solo en la plaza que en Baracoa lleva su nombre y propicia pensar en su martirio. Venido de la isla mal bautizada La Española , anticipó la unidad antillana. Lejos de reducirse a marca de cerveza, su memoria debe vivir asociada al espíritu de lucha del pueblo cubano, junto al cual han estado hijos e hijas de la mejor España, al igual que más de mil internacionalistas de Cuba combatieron en aquel país por una República que, «en nombre de Dios y de la patria», asesinaron fascistas nativos apoyados por lo más retrógrado de allí y del mundo.