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Cultura pop: ¿negocio? ¿ofensa a la inteligencia?

Fuentes: Encontrarte - Aporrea

Hablar de «cultura pop» o de «movimiento pop» es algo complicado, peligroso incluso. El llamado «arte pop» (o «pop art», del inglés «popular art» – arte popular), aparecido a fines de la década de los años 50 en Gran Bretaña y expandido en los 60 en Estados Unidos, es una tendencia artística (plástica) con todas […]

Hablar de «cultura pop» o de «movimiento pop» es algo complicado, peligroso incluso. El llamado «arte pop» (o «pop art», del inglés «popular art» – arte popular), aparecido a fines de la década de los años 50 en Gran Bretaña y expandido en los 60 en Estados Unidos, es una tendencia artística (plástica) con todas las de la ley. Implica una estética determinada, tiene su lógica propia, presenta una identidad. Sus exponentes (Richard Hamilton, Eduardo Paolozzi, Andy Warhol, Roy Lichtenstein, James Rosenquist, etc.), más allá de juicios valorativos, son artistas en todo el sentido del término. Artistas innovadores, sin dudas, que se valieron de imágenes y temas tomados del mundo de la comunicación de masas y de su impacto comercial, que utilizaron técnicas novedosas (yuxtaposición de diferentes elementos: cera, óleo, pintura plástica con materiales de desecho como fotografías, trapos viejos, collages, etc.) Artistas que, como tantos, se nutren y «superan» otras tendencias artísticas anteriores (el dadaísmo para el caso), con un componente no exento de ironía, de crítica inclusive. Pero artistas ante todo. En tal sentido, entonces, el arte pop no deja de ser un homenaje a la inteligencia, a la creatividad.

Puede decirse que el arte pop es una manifestación occidental que ha ido creciendo bajo la sombra de las condiciones capitalistas y tecnológicas de la sociedad industrial de mediados del siglo XX. Los grandes temas de la sociedad de consumo -los diseños en las botellas de refrescos, los paquetes de cigarrillo, las latas de conserva, etc.-, en contacto directo y continuo con la gente de la calle, con el consumidor común, implican el logro de una gran aceptación del «pop». Los anuncios publicitarios, las imágenes televisivas, de cómics, del cine, fueron absorbidos e integrados dentro de la obra de los representantes de esta tendencia. En definitiva -y como siempre-: en tanto arte es una expresión inteligente, sensible, talentosa, producto de su tiempo – en este caso, de la masificación de las sociedades industriales de alto consumo.

Pero otra cosa es lo que hoy, ya a varias décadas de aquel movimiento artístico, podemos entender por «movimiento pop», por «cultura pop». Hoy por hoy, lo «pop» no guarda ninguna relación con lo popular, dicho en el sentido de «perteneciente al pueblo». Lo «pop» es, ante todo, una tendencia que se inscribe en la mercantilización extrema, en el consumo, en los dictados de la moda. Lo «pop» son mercaderías para ser consumidas por el pueblo, mercaderías de signo cultural, pero que ya no guardan relación con la expresión artística. Parafraseando: ¿qué tiene de «revolucionaria» la imagen del Che Guevara degradada a ícono de camiseta vendida hasta el hartazgo? Así, en esa línea: ¿qué tiene de arte, de premio a la inteligencia y la creatividad, el hoy llamado «pop»?

Siendo mercaderías para vender, su principal productor -no podía ser de otra forma en un mundo capitalista, industrial, donde todo gira en torno al mercado- es Estados Unidos, la principal potencia capitalista.

Una de las mayores exportaciones de Estados Unidos, junto a las manufacturas, la agricultura, los productos farmacéuticos, las armas o la alta tecnología, la constituye justamente la cultura popular, entendida como mercaderías «pop». Para ejemplificarlo: alrededor del 85 % de las imágenes audiovisuales que circulan por el mundo vienen de este país. Más de dos tercios de las entradas que se venden en los cines de Europa son para ver películas de Hollywood (no precisamente cinearte). Las canciones de las estrellas pop, como Madonna y Michael Jackson para citar los símbolos actuales -pronto ya vendrán otros-, son himnos obligados para los jóvenes de todo el mundo. Las hamburguesas y las bebidas gaseosas estadounidenses, consumidas hasta en los más recónditos rincones del orbe, han impuesto sus logotipos como íconos de una cultura pop moderna. Casi las tres cuartas partes de los programas de computación que se usan en el mundo obedecen instrucciones en idioma inglés, así como los videojuegos. El arte/industria moderno de la diversión tiene el sello del «american dream» hasta los tuétanos, y por supuesto se desarrolla en inglés.

En otros términos: la producción cultural masiva ha pasado a ser otra mercadería más que ofrece el libre mercado, pero que en realidad no es tan libre. No es libre porque el proceso de concentración ha llevado (hace ya décadas) a la monopolización de unos pocos gigantes multinacionales, cada vez menos, -la libre competencia es ya pieza de museo-, y por otro lado, los pueblos no tienen la más mínima incidencia sobre esa producción sino que se ven limitados a la función de consumidores de los productos terminados.

«El efecto político decisivo de la cultura popular estadounidense consiste en anestesiar, en despolitizar», afirma el crítico Charles Krauthammer. Dicho de otra manera: lo «pop» es buen negocio para el poder en tanto 1) se vende -y mucho- y 2) juega como adecuado mecanismo de sujeción social.

Sin dudas el mundo capitalista provocó transformaciones espectaculares en la historia humana, transformaciones sin retorno. Gracias a la revolución industrial, las grandes masas de las sociedades agrarias, analfabetas y por siempre alejadas del ámbito cultural, pudieron comenzar a tener acceso a un mundo anteriormente reservado a selectas élites. La llegada de los medios masivos de comunicación, desde la prensa en adelante, popularizó la cultura. Obviamente que bienvenido ese movimiento en la historia, en tanto un avance. Pero en vez de posibilitar la genuina expansión de una cultura popular -la televisión es, seguramente, quien mejor lo ilustra- la masificación terminó siendo funcional a los poderes. Lo «pop» -que de popular tiene sólo lo masivo- pasó a ser en vez de un instrumento de mejoramiento de las masas, una nueva ofensa a la inteligencia. Tal vez, en algún nivel, puedan divertir el Pato Donald, Superman o Britney Spears. ¿Pero por qué conformarse con tan poco?

¿Puede la cultura de masas ir más allá de esta «anestesia», de esta diversión ramplona y banal a la que nos tiene acostumbrado Hollywood y toda la parafernalia audiovisual actual? Sí, sin dudas. ¿Quién dijo que lo popular tiene que ser barato, sin gusto y chabacano?