«Da igual a quién, pero vota». Esta frase resume una de las ideas fundamentales inculcadas por la educación cívica que hemos recibido quienes crecimos en la España pos-franquista. Esta idea es que, aunque votar sea un derecho y no una obligación, al mismo tiempo es un deber moral. Lo es porque, al ejercer el derecho […]
«Da igual a quién, pero vota». Esta frase resume una de las ideas fundamentales inculcadas por la educación cívica que hemos recibido quienes crecimos en la España pos-franquista. Esta idea es que, aunque votar sea un derecho y no una obligación, al mismo tiempo es un deber moral. Lo es porque, al ejercer el derecho de sufragio, honramos la memoria de todos aquellos que se jugaron (o incluso perdieron) la libertad o la vida para conseguir que ese derecho pudiera ser reconocido y ejercido.
Era y es una consigna ideológicamente perversa por al menos dos motivos. Por un lado, y revisando solo nuestro pasado reciente, la inmensa mayoría de aquellos que se jugaron la libertad y la vida en la lucha antifranquista no querían votar en abstracto. El derecho al sufragio era pensado y reivindicado como parte de un conjunto orgánico de demandas que tenían que ver no solo con las libertades civiles y políticas sino también con los derechos sociales, las políticas económicas e incluso el papel de España en la política internacional. La educación cívica que hemos recibido hasta la fecha desnaturaliza la reivindicación histórica de la celebración de unas elecciones libres porque la despoja de su contexto. También oculta sistemáticamente el origen histórico de los modernos sistemas parlamentarios, pensados como dique de contención de las reivindicaciones democráticas. Y que la elección es un mecanismo aristocrático basado en la desigualdad, mientras que el método de selección que acompaña a la igualdad democrática es el sorteo. En definitiva, crea las condiciones para que no nos resulte extraño llamar «democracia» a lo que no es más que una oligarquía generosamente permisiva cuando no se siente amenazada.
Por otro lado, el «da igual a quién» es, aunque no se reconozca, una fórmula cargada de cinismo. No «da igual» porque todas las opciones son legítimas y tienen las mismas oportunidades, sino porque a través del voto no se decide nada realmente determinante. Y quien dice «da igual a quién, pero vota» sabe esto perfectamente. De lo que se trata, pues, es de legitimar el sistema en general, haciendo pasar sus defectos constitutivos por taras no esenciales que afectan a algunos de sus componentes.
Sin embargo, la crisis iniciada en 2007 ha supuesto no solamente un serio descalabro económico sino además una radical puesta en cuestión de los límites de las instituciones del parlamentarismo liberal. Esos límites siempre estuvieron ahí, desde luego. No está claro si el modo de regulación neoliberal los hizo realmente más estrechos o si simplemente mostró con mayor claridad cuál había sido siempre su naturaleza.
La crisis de las (mal llamadas) democracias representativas ha sido prácticamente universal. Ahí tenemos por ejemplo las victorias electorales de Bolsonaro o Macri, que han sido posibles debido tanto a la abstención del votante de izquierdas como al apoyo parcial de sectores sociales que, por razones objetivas, deberían haberles sido adversos. Así, hasta América Latina, donde se suponía que el ciclo bolivariano había conseguido remar contracorriente, se ha visto afectada por esta ola de descrédito. La misma combinación de seducción de una parte de los «perdedores de la globalización» y desencanto del resto (la mayoría), al cual se suma la frustración de la izquierda de clase media urbana previamente ilusionada, aparece en todas partes. La encontramos en la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos, en el duro pulso con el Frente Nacional en Francia y, también, el auge electoral de Vox en España.
Una hipótesis explicativa que permite dar cuenta de casos tan dispares, y que de momento no ha sido explicitada, es que ha cambiado nuestra relación con las instituciones representativas y con el derecho de sufragio.
La revalorización del voto
Se diría que, hasta que emergió y se hizo visible la crisis de representación, dábamos muy poco valor a nuestro voto porque nuestro afecto se volcaba sobre las instituciones mismas, legitimadas por el propio acto de votar. Con la crisis de representación, empero, las instituciones se toparon con nuestra desafección. Y ésta, por desgracia, no dio pie a una transformación radical de la política representativa, sino a un anhelo de ser auténticamente representados.
El movimiento subterráneo que explica esa traducción es que el afecto proyectado sobre la institución se retrajo sobre el voto: las instituciones representativas no valen nada, pero nuestros votos todavía pueden valer mucho. El voto es lo que da legitimidad a las instituciones que nos administran y nos reprimen. Y también es el criterio universalmente aceptado que permite determinar pacíficamente qué elites, o qué facciones de éstas, tendrán un acceso privilegiado a la riqueza común y a los nodos de poder.
Esta forma de operar en un sistema representativo no es menos ideológica que la anterior. Es su reverso narcisista. Es producto del acto reflejo a través del cual tratamos de reconstruir el orgullo herido. Y, como su antecesora, también contiene un poso de verdad. Pero esa verdad pequeña, desdibujada, oculta otra mayor, que queda desmentida: si en un marco institucional que aún es considerado respetable, el voto ya no vale nada, en un marco institucional que ha perdido toda credibilidad el voto vale todavía menos. Absolutamente todos, representantes y representados, jugamos a desmentir esa realidad para mantener una ficción política en la que nos sintamos cómodos.
En el caso concreto de España, las dos principales mutaciones políticas acontecidas en nuestro país desde la gran crisis institucional del 2011 tienen que ver con la afirmación absoluta del valor del voto en cuanto tal.
Por un lado, el sistema de partidos se ha transformado a través de la reivindicación de las elecciones primarias. De esa reivindicación surge Podemos, después Ciudadanos, y en un tercer momento el retorno épico de Pedro Sánchez. Incluso la victoria de Pablo Casado frente a Cospedal y Sáenz de Santamaría puede leerse en esos términos; las mismas bases desencantadas con el rajoyato son las que auparon a Casado y las que se ven tentadas por Vox. En esa misma línea se podría aventurar que, según cómo procedan ambos partidos en los próximos años, Vox podría ser para el PP lo que Podemos ha sido para Izquierda Unida. No sería descabellado ver a Rajoy como el Llamazares de la derecha.
Por otro, el equilibrio político-territorial del Estado pasa por serios apuros debido a la pujante reivindicación catalana del reconocimiento del «derecho a decidir». El procés tiene como horizonte el ejercicio, quizás sui generis, del derecho de autodeterminación mediante un referéndum, y mientras tanto se mantiene vivo a través de permanentes elecciones y consultas. En el caso catalán más que ningún otro la institucionalidad parlamentaria está completamente desprovista de valor porque todo el afecto se ha retraído sobre el voto.
Si volvemos a analizar lo que está ocurriendo a escala prácticamente global, este esquema de revalorización del voto y devaluación de las instituciones permite entender perfectamente por qué perdió las elecciones Hillary Clinton frente a Donald Trump, o por qué PSOE y Adelante Andalucía han perdido en total cerca de medio millón de votos, o por qué Haddad no consiguió imponerse a Bolsonaro, o por qué Macron no consiguió un apoyo en segunda vuelta tan masivo como el que recibió Chirac en circunstancias muy parecidas.
Por un lado, el voto no está solo encarecido, sino que además se encuentra atrapado en una espiral inflacionista condicionada por el anhelo de una representación auténtica. En un contexto así, renovar la confianza del electorado es prácticamente un imposible. Por otro lado, la devaluación institucional tiene como efecto secundario la subestimación del riesgo que puede suponer un gobierno reaccionario. Acostumbrados a que la izquierda no pueda cumplir su programa de gobierno, sobreentendemos que la extrema derecha tampoco podrá poner en marcha las medidas radicales que promete. Por eso las estrategias políticas, y específicamente las electorales, basadas en el «temor pardo» no pueden tener éxito, y más nos vale abandonarlas cuanto antes.
¿Es la diversidad una trampa?
Al hilo de esto es imposible evitar la referencia a la otra gran hipótesis que circula desde que Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Podemos bautizarla como la hipótesis de «la trampa de la diversidad» porque ciertamente Daniel Bernabé, que tiene un gran talento literario, ha dado con el mejor nombre. En todo caso, con diferentes formulaciones y matices sin duda importantes es una idea recurrente, formulada por voces de lo más diversas.
El núcleo rescatable de esta hipótesis es que las fuerzas políticas de izquierdas viven en un desolador vacío programático. Los desafíos y obstáculos a los que se enfrentan estas fuerzas cuando quieren convertir sus principios y propósitos generales en un programa de gobierno son descomunales, especialmente en el ámbito socioeconómico. Cuanto más radical se busca que sea la respuesta a un determinado problema, aquel que parezca más urgente, más evidente se hace su conexión con el resto de cuestiones esenciales que es necesario abordar. Eso, sin embargo, no facilita el diseño de un plan de gobierno integral sino que genera una sensación de desborde, bloqueo e impotencia. Por eso, allí donde consiguen tomar los mandos de una institución, las fuerzas de izquierda acaban actuando guiadas por la inercia que conservan sus adversarios y reduciendo la acción política a parches, gestos y símbolos. Si hablamos de América Latina, claro está, los proyectos bolivarianos han realizado conquistas materiales importantes. Por eso mismo los límites y las contradicciones que allí han resultado por el momento insuperables son de naturaleza más profunda que los obstáculos ante los cuales la izquierda europea ha doblado la cerviz. Pero en última instancia el gran problema es el mismo: el capitalismo es irreformable y las instituciones existentes no pueden ir, en el mejor de los casos, más allá de la reforma.
En todo caso queda claro que el problema no es tener que optar entre distribución y reconocimiento. Cualquiera con dos dedos de frente ve que ambas perspectivas están íntimamente unidas y son indisociables. Toda política de distribución establece un sistema de reconocimiento, y las políticas de reconocimiento son vacuas si no se sustentan en modificaciones de la distribución. Precisamente la experiencia europea con gobiernos de izquierda durante los últimos treinta años demuestra qué ocurre cuando, por no querer (o no poder) hacer nada en términos de distribución, se toman medidas simbólicas en términos de reconocimiento. El trasfondo de esa táctica cortoplacista y superficial es la preocupación electoral por satisfacer una demanda de representación auténtica que es imposible de cumplir y que, con mayor o menor intensidad, nos está afectando a todos.
La buena noticia en este sentido es que los votos a la extrema derecha son tan volátiles y están tan afectados por la espiral inflacionista del voto como los de la izquierda. La mala es que el nacionalismo excluyente, el autoritarismo y la guerra del penúltimo contra el último son mecanismos estabilizadores peligrosamente eficaces.
Prácticamente cada vez que he reflexionado sobre el modo en que Podemos está operando políticamente he criticado su apuesta por la maleabilidad del discurso y su falta de atención a los elementos materiales de la política. Desde esa misma perspectiva se comprende claramente cuál es el problema de la versión caricaturesca de la hipótesis de «la trampa de la diversidad», que sí contrapone tontamente distribución y reconocimiento y se queja de que la izquierda ha perdido «sus señas de identidad». Ese posicionamiento caricaturesco a veces se desliza en los análisis que circulan por ahí, y también es posible encontrarlo en una porción interesante de votantes «de izquierdas» (la inmensa mayoría hombres de mediana edad). Aunque pueda parecerlo, estos posicionamientos no constituyen una crítica frontal a Podemos. Son un efecto colateral de la práctica política podemita en las coordenadas, ya delineadas, de revalorización del voto y devaluación institucional.
Lo que preocupa en este caso no es la realidad «material», de la que en el fondo todos sabemos muy poco, sino la presencia o ausencia de un discurso sobre cuestiones materiales. No se critica aquí el anhelo ilusorio de encontrar al representante auténtico, sino que una vez más se espera la llegada de un representante auténtico, aquel en el que verdaderamente se refleje nuestra identidad «de clase», obrera o media. Una vez más se apuesta todo a la capacidad performativa del discurso y se descuida la práctica política cotidiana de solidaridad, resistencia y lucha.
La hipótesis de «la trampa de la diversidad» en su versión caricaturesca impide, por lo demás, ver la conexión entre la crisis institucional de los países del centro y la que simultáneamente afecta, al menos, a gran parte de la semi-periferia. Como corolario del repliegue narcisista sobre el voto, aparece una visión política necesariamente parcial según la cual, si se considera lo que ocurre en otros rincones del mundo, es solo para hablar de amenazantes competidores o de demografías desbocadas. Cuestiones como el subdesarrollo, el intercambio desigual o el imperialismo económico van a quedar completamente fuera de foco.
Ideas para una política radical
Hasta aquí queda descrito el escenario. Lo que queda pendiente es diseñar una respuesta. Por lo pronto, es necesario entender, reconocer y explicitar el poso de verdad que tienen la revalorización del voto y la devaluación institucional. Solo entonces es posible explicar, como contrapunto, que incluso si la izquierda en el poder hace, por sí misma, poco bien, la derecha reaccionaria en el poder puede hacer mucho mal. Ya hay miles de ejemplos disponibles. Es cierto que el Mediterráneo ya era una fosa común horripilante antes de la formación de un gobierno rojipardo en Italia, pero la llegada de ese gobierno hace las cosas peores. Es cierto que en Estados Unidos el racismo está perfectamente institucionalizado, pero también lo es que el gobierno de Trump ha llegado al extremo de meter a niños en jaulas.
Es también necesario reorientar la crítica de la representación para salir de la espiral en la que nos deja atrapados el anhelo de autenticidad. Eso solo se puede hacer mediante la transformación profunda de la forma en que hacemos política, explorando nuevos modos de organización y relativizando la importancia de los ciclos electorales. Necesitamos dotarnos de instrumentos que suplan los límites de la representación al margen de la política representativa, y no a través del anhelo delirante de una representación perfecta.
También hace falta dedicarle un enorme esfuerzo a la superación del actual vacío programático, lo que antes requiere mejorar sustancialmente los análisis de los que disponemos. Eso implica comprender mejor, y con atención a las especificidades presentes, todos los aspectos de nuestra vida social: la economía, el derecho, la ciencia, las industrias culturales, las rivalidades geopolíticas, las cuestiones medioambientales… Esa tarea no es un capricho de erudición sino en sí misma un ámbito de práctica política actualmente abandonado. Necesitamos contar con todo tipo de saberes, cultivados por todo tipo de personas, que solo en la puesta en común y el intercambio pueden dejar de ser privados y parciales.
Otro aspecto relevante en nuestra coyuntura es que la escala de los problemas es global, lo cual hace inviables las «robinsonadas». Es necesaria una reafirmación soberana popular, pero en una territorialidad compleja que no es la del Estado-nación sino que empieza más acá y ha de extenderse más allá de la escala estatal. Por eso mismo la reconstrucción política de la que estamos hablando tiene que hacer del internacionalismo y el antiimperialismo uno de sus ejes centrales. Esto significa al menos dos cosas. Por un lado, entender cuál es la inserción internacional de España en la estrategia imperialista global. Esto requiere cuestionar radicalmente la participación activa de España en la OTAN, su cooperación bilateral con los Estados Unidos, y su proyección en África (en en marco de la UE) y en América Latina (donde España actúa como ariete). Por otro, reconstruir alianzas estratégicas que no dependan de las estructuras internacionales vigentes, sino que puedan servir de hecho para romper con ellas.
Caso concreto y evidente de esto último es el de la Unión Europea. No hay modo de transformar radicalmente nuestro modelo socioeconómico en su seno, pero tampoco es viable hacerlo en solitario. Son precisas alianzas internacionales estables que sirvan de contrapeso en el interior de la UE y que al mismo tiempo puedan sentar las bases de una demolición controlada de esa estructura. Si esas alianzas son construidas solo a través de los instrumentos que la propia UE proporciona, quedarán atrapadas en el marco que en principio querían superar. También reproducirán instintivamente la lógica de la Europa fortaleza, que solo es sostenible en el medio plazo si se sigue llenando el Mediterráneo de cadáveres y si se excluye a una porción creciente de población europea de un sistema de bienestar que cada vez es menos un derecho y más un privilegio.
En Podemos todos los debates de calado quedaron cerrados en falso y por la fuerza en el primer Vistalegre. Prácticamente nadie se propuso realmente abrirlos en el segundo, porque entonces las facciones funcionaban ya a pleno rendimiento. Como ya se palpa el riesgo de que el partido tire por la borda en el próximo año lo poco acumulado sobre bases tan precarias, puede estar a punto de abrirse una oportunidad para la redefinición profunda del proyecto. Tal vez no haya que esperar a pegarse un castañazo en las próximas generales, y baste con constatar en las elecciones de mayo de 2019 que, tal y como están ahora mismo las cosas, el valor de nuestros votos supera con mucho lo que el partido puede ofrecer: una muleta para el PSOE, espectáculos bochornosos cada vez que se avecina un juego de sillas, pugnas políticas entre notables de resonancias galdosianas (véase, en Madrid, la juez contra el general) y plebiscitos para sancionar los caprichos e incoherencias del Secretario General.
La máquina de guerra electoral está irremediablemente herrumbrosa y gripada. Hace falta tejer otro tipo de red, que tenga otros tiempos y que siga otra lógica. Si no es con Podemos, tendrá que ser a su pesar.
Blog del autor: http://fairandfoul.wordpress.com/2018/12/06/da-igual-a-quien-pero-vota/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.