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Itxaso. Diario de una bebé, de Koldo Campos Sagaseta

Dar la voz a quien nos pide un gesto

Fuentes: Rebelión

Itxaso. Diario de una bebé, de Koldo Campos Sagaseta, ha sido publicado por la Editorial Tiempo de Cerezas.


«Ante la falta de respuestas, se impone la teoría que explique los silencios: la fase del porqué. Fase que esconde una sutil asociación a enfermedad, por suerte pasajera, una inevitable epidemia de preguntas que a todas las criaturas sobreviene a la edad que impone la teoría. Tratándose de una «fase», no hay razón por la que preocuparse. Antes hubo otras y otras habrá después. Pero no, no hay tal fase. Lo que hay son preguntas, lo que falta son respuestas».

Koldo Campos Sagaseta – Itxaso. Diario de una bebé

Desde hace ya muchos años, Koldo Campos Sagaseta viene martilleando, pinchando y acariciando a los lectores de Rebelión con tan buena puntería -para los golpes, los alfilerazos y las caricias- que hemos acabado por asumir con naturalidad que cada vez que se hace de noche en nuestra casa encendemos la luz y que cada vez que hay algo que criticar o desenredar en nuestro mundo aparece Koldo con su escalpelo. Nadie elogia al grifo del que, cuando lo abrimos, mana agua; ni felicitamos tampoco al autor de las naranjas o al inventor de las preposiciones. Como la lluvia no se entrena para estar húmeda y caer sobre la tierra y el viento no cobra por secarnos la ropa, hemos acabado por creer que a Koldo no le cuesta trabajo ser agudo ni ha tenido que pensar, leer y penar mucho para ser gracioso, brillante y sensible. Escritor muy conocido en la República Dominicana, donde vivió casi veinte años, su larga e interesante obra -teatro, poesía, novela- no ha encontrado hasta ahora un editor en el Estado español. Cualquiera que haya seguido su serie de Cronopiandos en estas páginas tendrá dificultades para entender por qué.

Comparto con Koldo Campos Sagaseta algunas cosas fundamentales: un anticapitalismo bien razonado, el gusto por las frases ceñidas y el orgullo de la maternidad masculina. Hay cosas que no se pueden mirar sin pasar inmediatamente a mirar el mundo desde ellas. Eso no ocurre con los pasteles pero sí con las estrellas; y eso no ocurre con los diamantes, pero sí con los niños. No es que tengamos hijos para eso; cuando no se podían planificar, saltaban de la fricción de los cuerpos, como las chispas de las piedras de sílex; ahora que se pueden planificar, se deciden con el mismo criterio que el color del coche o la oferta de la agencia de viajes. Pero sucede sencillamente -a poca humanidad que conservemos- que la existencia de un niño es el requerimiento tiránico a asumir el estrecho, reducido, frágil e interesado punto de vista de su cuerpo. ¿Cómo se ve el planeta desde un cohete espacial? ¿Cómo se ve Bombay desde el hotel Sheraton? ¿Cómo se ve la guerra desde un niño? Las panorámicas son siempre privilegios de clase y sólo revelan -he ahí el significado de «privilegio»- leyes particulares. La particularidad absoluta del niño, en cambio, contiene un acceso concreto a la universalidad; es el milagro contenido en la palabra cuidado: la dislocación de la propia atención hacia una exterioridad que, al mismo tiempo y al contrario que las estrellas, depende de nosotros para sobrevivir. Mirar desde las estrellas es lo que hace la ciencia; mirar desde los niños es lo que debería hacer la política.

El libro de Koldo Campos Sagaseta que acaba de publicar la editorial Tiempo de Cerezas -evocación de la bella canción revolucionaria francesa- es un caso clamoroso de explotación infantil. Koldo tuvo una niña de nombre Itxaso y se puso a mirarla y enseguida, por una inercia maravillosa, como cuando uno se deja llevar en una pista de baile, se puso a mirar el mundo desde ella. Y acto seguido, no contento con esto, se puso a escribir lo que veía desde allí. Es decir, se puso a expresar el punto de vista de una estrella con pañales, de una estrella-astilla que, por eso mismo, no puede dejar de sentir una combinación de miedo e ironía frente al mundo adulto del que depende para crecer y ser feliz.

El diario de Itxaso es la investigación de un bebé antropólogo. En el encabezamiento de esta reseñita reproduzco una frase del libro que nos recuerda que hacernos mayores significa dejar la mayor parte de las preguntas sin respuesta. Pero hacerse mayores significa también aceptar e imponer toda una serie de respuestas que nadie ha pedido. Si lo pensamos bien, y de esto nos habla Itxaso, el problema no es que haya demasiadas preguntas sin responder sino demasiadas respuestas que no han esperado una pregunta. Desde que nacemos se nos dan, sobre todo, respuestas, porque una sociedad -toda sociedad- es una máquina de respuestas materiales y simbólicas organizadas: el nombre, el vestido, el horario, los hábitos alimenticios, la música y los cuentos, la tecnología, los objetos de consumo. Itxaso toma prestado el inmenso talento lingüístico de su padre y combina todos los géneros -teatral, poético, narrativo, periodístico- para demoler satíricamente todas estas respuestas sociales que nos impiden, sobre todo, plantearnos la pregunta decisiva: ¿en qué clase de sociedad vivimos? Hace falta ser muy pequeño o muy extravagante (y mirar el mundo desde una estrella o desde un niño) para llamarla por su nombre y columbrar todas sus amenazas. Vivimos en una sociedad capitalista de destrucción generalizada en la que los niños -hiper o subconsumidores- concentran a un tiempo la máxima vulnerabilidad y la máxima funcionalidad del sistema: los escasos supervivientes llegan a la madurez con pocas preguntas en sus cabezas y demasiadas respuestas en sus manos. En los países desarrollados las preguntas se sepultan bajo las respuestas de colores de los supermercados; en los países del llamado Tercer Mundo, las preguntas se responden de inmediato con violaciones, enfermedades y bombardeos (porque la mejor respuesta a una pregunta sigue siendo una paliza o un misil).

Koldo Campos Sagaseta escribe muy bien; es ingenioso, divertido, a veces quevedesco, a veces swiftiano, clásico y elástico, lírico y afilado, y todo esto es muy útil para hacer buena política. Para hacer la política que demanda Itxaso, quien sabe a su tierna edad -después de girar la cabeza a su alrededor desde la cuna- que no hemos nacido para mirar el mundo desde los pasteles, por muy apetitosos que sean, ni desde los diamantes, por mucho que brillen y muy caros que cuesten, sino desde las estrellas y desde los niños, y que mirarlo desde allí implica la obligación de cambiarlo y reconstruirlo a la medida del ser humano y el imperativo de no dejarlo marchar ni un día más según el cálculo de las multinacionales y de sus gobiernos ancilares. «Por ello no quiero terminar este diario», dice Itxaso evocando la única experiencia de razón cuidadosa que conocemos, «sin expresar mi gratitud a la revolución cubana. No importa la suerte que pueda correr Cuba en el futuro, ya nadie nos la va a poder arrebatar a quienes conservamos la esperanza de construir un mejor mundo y hemos encontrado en esa revolución la más humana y hermosa referencia que haga posible el cambio».

Por mi parte, no quiero terminar estas breves líneas sin animar a los lectores a buscar Itxaso. Diario de una bebé en las librerías o encargarlo en la dirección de la editorial ([email protected] ) ni tampoco sin adelantar una pequeña muestra de la vocecita comprometida de Itxaso y de la fineza expresiva que ha heredado de su padre. Itxaso puede ser muy divertida, pero también puede estar muy cabreada. Cabreemos un instante con ella antes de unir nuestras fuerzas para defenderla.

«Nos preocupan los menores, los niños y niñas que son, cada día que pasa, menos ingenuos y soñadores y más parecidos a nosotros mismos. Pero algo hay de hipócrita virtud en nuestra pretendida inquietud porque, esos menores sólo son el reflejo de lo que nosotros somos, de la sociedad que hemos construido o a la que nos hemos adaptado. Una sociedad que nos enseña a simular, no a ser; que nos instruye para que acumulemos, no para que compartamos; que nos entrena para que compitamos, no para que participemos; que nos adiestra para el triunfo, no para la vida. Una sociedad que, mientras reserva la gloria al triunfador, sepulta en el anonimato y la frustración a todos los derrotados, a los que no alcanzamos a comprar lo suficiente, a los que no podemos aparentar lo debido, a quienes tampoco llegamos a especular lo necesario, que no supimos mentir lo inevitable ni medrar lo imprescindible… Y todavía creemos ignorar a qué se debe esa infancia agresiva, esos desorientados menores que hoy son causa de nuestra patética preocupación. Ellos, que comenzaron por ponerse nuestros zapatos para jugar y terminaron poniéndose nuestras ideas para vivir, son la referencia, la continuidad de nuestros miedos, de las miserias y carencias de una familia, de una escuela, de una sociedad que, en lugar de educar, adoctrina; que en vez de sugerir, ordena; y que, incapaz de corregir, castiga. Por ello nuestro pesar cuando advertimos que las consecuencias de tanta severidad acaban por enrostrarnos su soledad, que es también la propia. Necesitaban cómplices para naufragar y nosotros, expertos en congojas y derivas, nos prestamos a la labor de ahogarlos. Es por ello que los educamos en el miedo y nos sobresalta su timidez; que los educamos en el desorden y nos alarma su dispersión; que los educamos a gritos y nos preocupa su sordera; que los educamos en la desconfianza y nos sorprenden sus dudas; que los educamos en el engaño y nos asombran sus mentiras; que los educamos en el abuso y en la intolerancia y nos desconcierta su violencia».