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De capitanes y barcos

Fuentes: El Viejo Topo

Cuando jovencito, me impresionaban los relatos de naufragios en los que el capitán, salvados pasajeros y tripulación, se hundía con su barco. Recuerdo uno, aunque no a su autor, en el que el barbado capitán, en un gesto supuestamente heroico, se hacía atar las muñecas a la rueda del timón para evitar la tentación de […]

Cuando jovencito, me impresionaban los relatos de naufragios en los que el capitán, salvados pasajeros y tripulación, se hundía con su barco. Recuerdo uno, aunque no a su autor, en el que el barbado capitán, en un gesto supuestamente heroico, se hacía atar las muñecas a la rueda del timón para evitar la tentación de huir o impedir que un golpe de mar lo arrebatara del puente y lo abismara en las gélidas y oscuras aguas del océano antes de que su venerable cascajo se precipitara dignamente al fondo.

Esas imágenes me vienen ahora con frecuencia a la mente, sólo que el lugar de los curtidos marineros lo ocupan nuestros políticos de hoy, y lo que se hunde no son sus navíos, sino su país.

Tomemos, por ejemplo, el caso del gobierno de España y de su capitán, José Luis Rodríguez Zapatero. Ahí está, sobre el puente, manejando una nave que hace aguas, mandando clavar tablas, poner parches y remedios, intentando cerrar las vías de agua que se abren por doquier, escuchando a los que le han estado rodeando en sus últimas travesías y que no parecen ponerse de acuerdo en lo que hay que hacer para escapar a la tormenta. Le aterra dar un golpe de timón, hacer lo contrario de lo que ha estado haciendo hasta ahora. Escucha y trata de contentar a todos con sus decisiones. Ahora iza la mayor, ahora la destensa. Grita tierra hoy, y mañana descubre que era un espejismo sobre el mar. Sabe que lo que proponen los que querrían estar en su lugar acabaría por echar el barco a pique, pero en vez de tomar un rumbo radicalmente distinto se inclina por buscar uno intermedio, esperando que amaine el tiempo y se duerma el mar. Casi todas las voces le piden que gire a estribor -las pocas que chillan a babor casi no se oyen- y sabe que no debe hacerlo, pero aún así tuerce un poco el rumbo. Pretende llegar a puerto aunque el lastre es mucho y la travesía larga. Absurdamente, confía en la suerte. Tiene a su favor que el capitán que podría reemplazarlo, con seguridad iba a someter a pasajeros y tripulantes a sacrificios aún mayores en beneficio de los armadores. Pero los vientos soplan con fuerza en contra, y todo hace presagiar el naufragio.

Más patética todavía es la imagen que desprende el tripartito catalán, cuyo presidente, vicepresidente y otros miembros del gobierno vociferan mientras se hunden culpando a otros de la magnitud de la tormenta. Señalan con firmeza al que creen enemigo, y que siempre está afuera, en otros barcos. El enemigo son los demás, parecen pensar. Por no mirar, ni siquiera comprueban sus bodegas, en las que el agua está penetrando a chorro. La culpa es de los otros, y eso les exime de hacer nada. El presidente Montilla busca el paraguas del dinero, y asiente ante las pretensiones de quienes lo tienen. Como él no se ve capaz de marcar un rumbo distinto -quiéralo o no, es parte de una flota, y no puede alejarse demasiado de la formación- le pide al almirante que lo haga, reprochándole además que no atienda sus peticiones. Bajo la bandera de su nación enarbola la neoliberal, aunque otrora, cuando grumete, izara una roja. Capitán impertérrito, deja hundir la proa en las olas y comprueba impávido cómo el mar barre la cubierta.

A algún miembro de su gobierno tal vez le gustaría virar algo a babor, aunque sólo fuera un par de grados. Pero calla y resiste. Resistir es vencer, decía Cela. Olvida que no hay victoria bajo el agua. No son, eso es evidente, capitanes intrépidos. Ni disponen de tripulaciones aguerridas. Sus cartas de navegación no sirven. Las flotas amigas, extranjeras, se hallan lejos y sufren sus propias tempestades. Quizás por eso los capitanes han decidido atar sus muñecas a la rueda del timón y esperar pacientemente a que Neptuno aparezca y los conduzca, sobre sus caballos blancos, entre algas y corales, a las blancas arenas del olvido.