Traducido por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
Como era de prever, la próxima Conferencia de la ONU sobre el cambio climático, que se celebrará en Copenhague (Dinamarca) del 7 al 18 de diciembre, será un fracaso que los políticos tratarán de disfrazar recurriendo a diferentes códigos semánticos, como «acuerdo político» o «paso importante en la dirección correcta». El fracaso está en el hecho de que, al contrario de los compromisos asumidos en las reuniones anteriores, en Copenhague no se adoptarán medidas jurídicamente obligatorias para la reducción de las emisiones de los gases responsables del calentamiento global, cuyos peligros para la supervivencia del planeta ya están lo suficientemente demostrados como para adoptar el principio de precaución. La decisión ha sido tomada durante la reciente Cumbre del Foro de Cooperación Asia-Pacífico y, una vez más, quien la ha dictado ha sido la política interna de los Estados Unidos: centrado en la reforma del sistema de salud, el presidente Obama no quiere asumir otros compromisos al margen del Congreso estadounidense y no puede o quiere movilizarlo para tomar una decisión que implique medidas hostiles para el fuerte lobby del sector de las energías no renovables. Los ciudadanos del mundo seguirán, por tanto, asistiendo al desazonador espectáculo de políticos irresponsables y de intereses económicos demasiado poderosos como para ser sometidos al control democrático. Y así seguirán hasta que se convenzan de que está en sus manos construir formas democráticas más fuertes, capaces de impedir la irresponsabilidad organizada de los políticos y el despotismo económico.
Pero la reunión de Copenhague no será del todo infructuosa. Su preparación ha permitido que se conozcan mejor movimientos e iniciativas, tanto por parte de organizaciones sociales como de Estados, reveladores de una nueva conciencia ambiental global y de otras posibilidades de innovación política. Una de las propuestas más audaces e innovadoras es el proyecto Ishpingo-Tambococha-Tiputini (ITT) de Ecuador, presentando por primera vez en 2007 por el entonces ministro de Energía y Minas, el gran intelectual y activista Alberto Acosta, posteriormente presidente de la Asamblea Constituyente. Se trata de un ejercicio de corresponsabilidad internacional que apunta hacia una nueva relación entre los países más y menos desarrollados y hacia un nuevo modelo de desarrollo: el modelo postpetrolífero. Ecuador es un país pobre a pesar de -o a causa de- ser rico en petróleo. Su economía depende fuertemente de la exportación de petróleo: el rendimiento petrolífero constituye el 22% del producto interior bruto y el 63% de las exportaciones. La destrucción humana y ambiental causada por este modelo económico en la Amazonia es verdaderamente impactante. Como consecuencia directa de la explotación de petróleo por parte de Texaco -Chevron, más tarde-, entre 1960 y 1990, desaparecieron dos pueblos amazónicos enteros: los tetetes y los sansahauris. La iniciativa ecuatoriana trata de romper con este pasado y consiste en lo siguiente. El Estado ecuatoriano se compromete a dejar en el subsuelo reservas de petróleo calculadas en 850 millones de barriles existentes en tres pozos -Ishpingo, Tambococha y Tiputini, de ahí el acrónimo de la iniciativa- del Parque Nacional amazónico Yasuní, a condición de que los países más desarrollados compensen a Ecuador con, al menos, la mitad de los ingresos que el Estado ecuatoriano dejaría de obtener a consecuencia de esa decisión. El cálculo prevé que la explotación generará, a lo largo de 13 años, un rendimiento de 4 a 5 billones de euros y emitirá para la atmósfera 410 millones de toneladas de CO2. Esto podría evitarse si Ecuador fuese compensado con cerca de 2 billones de euros mediante un doble compromiso. Ese dinero se destinaría a inversiones ambientalmente correctas: energías renovables, reforestación, etc.; y el dinero se recibiría bajo la forma de certificados de garantía, unos créditos que los países «donantes» recuperarían, y con intereses, en el caso de que Ecuador explotara el petróleo, una hipótesis poco probable dada la doble pérdida que supondría para el país: pérdida de dinero recibido y ausencia de ingresos generados por el petróleo durante varios años, en concreto los transcurridos entre la decisión de explotar y la primera exportación.
Al contrario que el Protocolo de Kioto, esta propuesta no busca crear un mercado del carbono; busca evitar su emisión. No se limita, por tanto, a apelar a la diversificación de las fuentes energéticas; sugiere la necesidad de reducir la demanda de energía, cualesquiera que sean sus fuentes, lo que implica un cambio de estilo de vida que, sobre todo, será exigente en los países más desarrollados. Para ser eficaz, la propuesta deberá formar parte de otro modelo de desarrollo y ser adoptada por otros países productores de petróleo. Está propuesta, además, está apoyada por la nueva Constitución de Ecuador, una de las más progresistas del mundo, que, a partir de las cosmovisiones y prácticas indígenas de lo que llaman el «buen vivir» ( Sumak kawsay ) -basadas en una relación armónica entre los seres humanos y los no humanos, incluyendo lo que en la cultura occidental se designa como naturaleza- propone una concepción nueva y revolucionaria del desarrollo, centrada en los derechos de la naturaleza. Esta concepción debe ser interpretada como una contribución indígena al mundo entero, pues está ganando adeptos en sectores cada vez más amplios de ciudadanos y movimientos a medida que se va haciendo evidente que, la degradación ambiental y la depredación de los recursos naturales, además de insustituibles y socialmente injustas, conducen al suicidio colectivo.
¿Una utopía? La verdad es que Alemania ya se ha comprometido a entregar a Ecuador 50 millones de euros por año durante los 13 años que duraría la explotación. Un buen comienzo.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal)
Artículo original publicado el 19 de octubre de 2009.
Fuente: http://aeiou.visao.pt/de-copenhaga-a-yasuni=f537363
Antoni Jesús Aguiló y Àlex Tarradellas son miembros de Rebelión y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente, a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.