El ilustre penalista Enrique Gimbernat Ordeig, con quien tuve en tiempos estrecho contacto profesional, de cuyos amplísimos conocimientos jurídicos aprendí mucho y de cuya amistad me precio -aunque no esté de acuerdo con bastantes de mis opiniones: lo preciso porque no quisiera comprometerlo-, suele comentar que, si alguna vez tuviera que sentarse en el banquillo […]
El ilustre penalista Enrique Gimbernat Ordeig, con quien tuve en tiempos estrecho contacto profesional, de cuyos amplísimos conocimientos jurídicos aprendí mucho y de cuya amistad me precio -aunque no esté de acuerdo con bastantes de mis opiniones: lo preciso porque no quisiera comprometerlo-, suele comentar que, si alguna vez tuviera que sentarse en el banquillo de los acusados, lo último que se le ocurriría es asumir su propia defensa. «Cuando la causa te afecta tan directamente -dice-, lo más probable es que te dejes cegar por la pasión y no aciertes a determinar qué línea de defensa te conviene más». Gimbernat bromea a propósito de las películas norteamericanas en las que el acusado hace una brillantísima defensa de sí mismo y gana el juicio de calle, premiado con la ovación del público.
No es mejor la defensa más vehemente, más conmovedora y más sincera, sino la que tiene en cuenta más y mejor las leyes que son de aplicación al caso, la jurisprudencia existente y los datos objetivos que figuran en el sumario. Con toda la frialdad necesaria. Con toda la frialdad de la que careces cuando son tu propio prestigio y tu propia libertad, en ocasiones, los que están en juego.
Algunas víctimas del terrorismo han optado por erigirse en directos defensores de su causa ante la opinión pública. Tienen todo el derecho del mundo a hacerlo, pero los demás también tenemos todo el derecho del mundo -y muy buenos argumentos- para considerar que cuentan con muchas posibilidades de dejarse cegar por la pasión y de defenderla mal. Me dejan perplejo esas víctimas -familiares de víctimas en la mayoría de los casos, es decir, víctimas en segundo grado- que se manifiestan exigiendo que no se dialogue con ETA, aun a riesgo de que ello contribuya a la continuidad de la actividad terrorista. ¿No les importa que donde hoy se manifiestan 100 víctimas mañana tengan que manifestarse 102, 105 o 110? Están tan obsesionados con su desgracia que no piensan en los males que puede acarrear la pervivencia del terrorismo.
Su posición me parece -y no lo digo por quedar bien, sino porque lo pienso- perfectamente comprensible. A nadie que ha padecido tanto se le puede exigir que se distancie de su caso y que haga un análisis frío de la situación social en su conjunto, aunque haya quienes lo han hecho. Lo que resulta inaceptable, en todo caso, es la posición de los políticos y agitadores mediáticos que rinden pleitesía a la posición de las víctimas más intransigentes, pintándola como la única éticamente aceptable.
He calificado su posición de inaceptable; no de incomprensible. Comprendo -lo comprendo, aunque me repugne- su deseo de atrincherarse detrás de las víctimas para dar algún sentido a su posición de autodefensa política. «No quieren que el PSOE se apunte el tanto del fin de ETA; les gustaría que fuera cosa suya», dicen muchos. No estoy de acuerdo. Por lo que les conozco -y les conozco bien-, no creo que deseen el fin de ETA, ni siquiera aunque fuera un logro suyo. Les conviene que ETA siga en activo. Necesitan de la existencia de ese enemigo cruel, supuestamente taimado y multiforme -«la hidra de mil cabezas», según el tópico anticomunista de los tiempos de la Guerra Fría-, que justifique el reforzamiento constante de su poder y las medidas destinadas a vaciar de contenido los derechos individuales y colectivos. La presencia de ETA les permite tener decretado un estado de excepción permanente.
Ya sé que queda bruto expresado así, pero no veo mejor modo de decirlo: son, en este momento, los más apasionados defensores de ETA.