Traducido para Rebelión por Ramon Bofarull
La aparición de la condena política es uno de los hechos más importantes acaecidos en nuestro país durante los últimos años; ha condicionado de arriba abajo toda la vida política hasta dejar fuera de las elecciones a un partido político vasco (con la ayuda de muchos otros partidos del País Vasco). Por ello, por la importancia que tiene, analicemos este fenómeno en todas sus variantes.
¿Qué es la condena? Un juicio moral absoluto. La condena contiene una moral: la moral cristiana dogmática. Como decía Max Weber (El político y el científico), esa moral carece de relación con la moral del político. Para el político, sumergido en la violencia cotidiana del Estado, «ésta es una política de la indignidad». Por tanto, esa condena sólo es legítima en las prédicas de los que llevan sotana, es decir, en la boca de quienes no tienen responsabilidad política, más que en la del político.
Políticamente, el objetivo primordial de la condena moral ha sido la expulsión de la izquierda abertzale de las instituciones.(1) Aun más, la condena unilateral (de toda acción contra el Estado) tenía y tiene como objetivo la deslegitimación de la violencia disidente y la han convertido en condición para participar en la democracia. Políticamente, por tanto, es una jugada demagógica, y así lo subrayaba en 2002 un partido recién creado: «En relación a la lucha armada, Aralar ha sido y es claro en el sentido de no entrar en el juego demagógico del bloque PP-PSOE y, en ese sentido, ni se ha entrado ni se entrará en la vía de las condenas» (Gara, 3 de julio de 2002). Esto es, no es más que una estrategia pergeñada ad hoc contra la izquierda abertzale. Otra consecuencia: el juego de la condena es hipócrita, puesto que sólo obliga a condenar la violencia disidente, en nombre de la violencia de las fuerzas armadas españolas, además.
Con todo, ¿qué piden exactamente los mandatarios españoles cuando exigen la condena? Que se haga una condena política, esto es, un oxímoron (contradictio in terminis). La condena exige fidelidad a un régimen cosido de cadáveres y torturados, a fin de poder tildar de criminales y malos tanto a ETA como al independentismo vasco. Es decir, o condenamos o somos unas garrapatas (Rosa Díez) o alimañas (Ibarretxe) que hay que fumigar (Carlos Iturgaiz [candidato a la presidencia del gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca (CAV) en las elecciones de 1998, n. del t.]). Por eso, la siguiente importante pregunta es ésta: ¿de qué modo se realiza la condena política? Mediante un binomio perverso, puesto que sólo da dos respuestas posibles: condenar o no. A consecuencia de eso, no condenar te convierte directamente en partidario de la acción de ETA, cualquiera que sea tu declaración, y condenar implica directamente aceptar la exigencia autoritaria del Gobierno (así como legitimar a las fuerzas armadas e instituciones antidemocráticas). Sin embargo, además de estas dos opciones son posibles muchas más.
En cualquier caso, moralmente el objetivo de la condena política es legitimar unas violencias y criminalizar otras. Así, todas las muertes y torturas infligidas por el Estado no se deben condenar, pues para eso está la justicia (la Audiencia Nacional, sustituidora del TOP), para determinar si ha habido casos de asesinato o tortura o no. No obstante, estos casos son aislados y pequeños excesos. Pero de entrada legítimos, realizados por el Estado para protegerse a sí mismo, evidentemente. Así, se distingue entre violencia legítima (la que se oculta, es decir, el terrorismo de Estado) y «simples crímenes» (los de la disidencia). (Ahí podría preguntarse que si lo de ETA son simples crímenes, ¿por qué diantre se exige la condena política? El motivo es obvio.)
¿Cómo responder a la lógica de la condena política? A menudo se ha hecho desde la misma lógica de la condena. Ésta ha sido muchas veces la respuesta: «El Partido Popular no ha condenado el franquismo, el PSOE no ha condenado a los GAL ni las torturas. ¿Por qué condenar si los demás no lo hacen?» Con esa respuesta se legitima la propia condena y la conculcación de la libertad de expresión, ya que tan sólo se da la vuelta a la tortilla (puesto que la libertad de expresión es la libertad de decir algo o de permanecer en silencio, y esto último a menudo se nos olvida). Pero la cuestión no es perderse en el mero juego lingüístico.
En efecto, exigir una condena política y moral ante una acción es de facto una grave invasión de la conciencia. Y es que obligar a decir algo, y en este caso obligar a condenar moralmente una acción, es invadir violentamente las conciencias. Invadir conciencias es obligar a alguien a decir algo que no quiere decir. «No condeno la violencia. No obstante, la mía es una opción no violenta, no importa por qué, y no practico la violencia. […] ¿Qué Estado y qué San Pedro me ha de exigir, y aún menos si es demócrata, que considere mi opción como la única legítima también para todos los demás? […] Cumplo suficientemente todo lo que le debo al Estado. El Estado y los políticos no tienen por qué pedirme nada más, y mucho menos entrometerse en mi conciencia. […] Pero es sabido […]: España es una iglesia y su política es la religión católica apostólica» (Joxe Azurmendi: Euskal Herria krisian, 1999, pp. 101-102).
Por eso, cuidado. En caso de entrar en el juego de la condena, sucede esto: primero se exige la condena; luego, el rechazo explícito de cualquier violencia (menos la del Estado); después, la deslegitimación de toda violencia (disidente); lo siguiente es la consideración como inválida de la propia lucha de 50 años y de sus motivos, y, finalmente, «la legitimación de la Constitución y el Estatuto (y las fuerzas armadas)» (Basagoiti [presidente del PP de la CAV, n. del t.]) y su aceptación. Ése es el «recorrido democrático» que hay que hacer en este país para participar en las instituciones españolas. Lo más grave es que no se juzgan acciones, sino modos de pensar, la propia conciencia.
Sin embargo, hace tiempo que algunos se han percatado de que la clave no reside en condenar a ETA, a los GAL ni las torturas. Aquí debe darse vía de salida a un conflicto político basado en la negación de la palabra a un pueblo. Precisamente para evitarlo se han inventado todo este cuento. Tengamos claro, por tanto, que la exigencia de condena es una grave e inadmisible violación de la conciencia.
Andoni Olariaga y Jon Jimenez son licenciados en filosofía
Nota
(1) El carácter meramente instrumental de la exigencia de «condena» lo dejó patente el propio ministro del Interior español en declaraciones a Onda Cero el 3 de agosto de 2009. En efecto, Rubalcaba declaró que «podría ser que dentro de unos meses [Batasuna] dijera que condena la violencia y que pidiera tiempo para convencer a ETA para que deje las armas», a lo que se limitó a replicar que «mientras ETA siga viva, [Batasuna] no volverá a las instituciones» (declaraciones extraídas y retraducidas de Berria, 4 de agosto de 2009) (n. del t.).
Fuentes:
Gara, 13 de julio de 2010 y Berria, 24 de julio de 2010
http://www.gara.net/paperezkoa/20100713/209907/eu/Kondena-politiko-moralaz-I
http://paperekoa.berria.info/iritzia/2010-07-24/004/006/Kondena_politiko-moralaz.htm