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Reseña de la película “Indignados”, de Tony Gatlif

De la explotación del inmigrante a la revuelta en la plaza: una mirada humana

Fuentes: Rebelión

Zapatillas de deporte desperdigadas en la orilla de la playa, entre la maleza. Una persona inmigrante sale del agua y corriendo se introduce en un bosque cercano. Cae finalmente derrotada sobre un campo de trigo… El inicio de «Indignados», la película de Toni Gatlif, es tan importante porque en las primeras secuencias ya marca el […]

Zapatillas de deporte desperdigadas en la orilla de la playa, entre la maleza. Una persona inmigrante sale del agua y corriendo se introduce en un bosque cercano. Cae finalmente derrotada sobre un campo de trigo… El inicio de «Indignados», la película de Toni Gatlif, es tan importante porque en las primeras secuencias ya marca el tono, el ritmo y la trama de los 90 minutos siguientes. Se desliza el filme a través de dos argumentos que discurren en paralelo, hasta fundirse: la explotación y la miseria de la población inmigrante; y las revueltas de los «indignados» en el año 2011, en las plazas españolas, francesas, griegas o tunecinas.

El hilo conductor de la película es Betty, joven inmigrante que llega a Europa procedente de África, en busca de un supuesto «paraíso». Pero pronto sus expectativas se verán frustradas. El director, de ascendencia franco-argelina y etnia gitana, ha demostrado en su obra un compromiso palmario con la población empobrecida: «Corre gitano», «Swing», «Visions of Europe», «Exils», «Transilvania», «Korkoro»… En «Les Princes» muestra las dificultades de las personas gitanas que llegan a París.

Es una película (o puede que un documental con algunos gramos de ficción) de exquisita delicadeza, que (a pesar del título) apela más a la compasión, a la empatía y al humanismo que a la rebeldía. Y es así porque en el filme no hay estridencias, ni golpes de fuerza, ni llamadas convulsas a la acción (sí en el «mensaje» pero no en la forma, que en el filme es tan importante como el fondo). La morosidad narrativa, casi proustiana, y la música -Gatlif es director, guionista, productor y músico- rozan las teclas de los sentimientos/sensaciones del espectador. Resulta de todo ello una película profundamente humana.

«Indignados» también puede leerse como una libre adaptación del libro de Stéphane Hessel, «¡Indignaos!», de gran influencia por la sencillez, cercanía y oportunidad del pequeño ensayo, pero sobre todo por la ascendencia moral del autor. Fallecido en París hace algo más de dos años, Hessel participó en el ejército de la Francia Libre durante la segunda guerra mundial. Fue torturado por la Gestapo, encerrado en los campos de concentración de Buchenwald y Dora-Mittelbau, y ya después de la conflagración mundial tomó parte en la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Frases extraídas del libro puntean la película de Tony Gatlif.

Con esa mirada tierna, pausada, que cuida con mimo cada plano, que elabora con infinita paciencia cada fotografía, el resultado es una obra que escapa a los patrones del cine actual, dominado por los ritmos trepidantes y la acción de impacto. Hay una mirada compasiva hacia las víctimas. «Estoy aquí bien, no tengo problemas», le dice Betty por teléfono a su familia, desde el centro en que le acaban de ingresar los gendarmes por no tener «papeles». «Cuando tenga trabajo, os enviaré dinero». Primer aldabonazo al sueño europeo. Responden sus padres: «Triunfarás, todo el pueblo estamos seguros de tu éxito; pero sobre todo no olvides tus raíces; que Dios te ayude». La película está cuajada de sugerencias, metáforas y asociaciones, fáciles de percibir pero no presentadas de manera burda. A la secuencia de inmigrantes haciendo una cola desesperante, papeles en mano, sigue el plano de un perro reposando en la acera.

El recorrido de «Indignados» es también el itinerario de Betty en un país extraño. El director se esmera en dar esta sensación de movimiento mediante diferente imágenes: la vía del ferrocarril, botes de refrescos que se precipitan por la acera; o naranjas que atraviesan una medina árabe y rodando terminan en una pequeña barca (¿De la represión de la «primavera» tunecina a la patera?). A las palabras de Hessel, «la actual dictadura de los mercados financieros es una amenaza para la paz y la democracia», sigue la secuencia de unas gallinas encerradas en una jaula y atacadas por un zorro. A Tony Gatlif le bastan un puñado de palabras «en off» a lo largo de la cinta para hacerse entender. No necesita diálogos, le sobra con las imágenes, morosas; y la música, melodía de trazo fino. Pedro (50 años), Radu (22), Dimitry (28), Rene (45), Douka (8), Gilles (24), y los gitanos perseguidos de Europa y expulsados… Cada nombre titulado en la pantalla se superpone a la chabola, el colchón o al pequeño campamento donde los nominados pasan la noche.

¿Cómo engarza el director la miseria de la población inmigrante con la esperanza de las plazas, con la indignación y la revuelta? ¿Cómo fusiona al extranjero explotado con el nativo rebelde en una sola causa? En el primer viaje en tren de la joven protagonista ya se retrataban las colchonetas en los andenes, los vagones desvencijados y convertidos en hogares, o los calderos hirviendo en los raíles. La pauperización sin ambages. Una joven europea, emocionada con un vídeo de la plaza «indignada» en el celular, da entrada a la protesta en la película. La protagonista, Betty, la mira. Se funden las dos batallas. Y se inauguran los planos de Túnez, donde el 16 de diciembre de 2010 se inmoló el frutero Mohamed Bouazizi, lo que encendió la mecha de la revuelta (pancartas que afirman, en árabe, «Policía del estado terrorista»); y de nuevo inmigrantes rebuscando entre los contenedores y los escombros, por si encuentraran papeles, cartones o la comida sobrante de los supermercados. Platos vacíos (en blanco y negro). Y grafitis: «Los indignados»; «¿Usted eligió a su banquero?»; «resistir es crear»…

Los picos dramáticos tampoco se perciben como un golpe duro y seco, que noquee al espectador o le encienda de rabia. Apelan más bien a una tierna solidaridad con la víctima, a una calurosa empatía. Ocurre así en el interrogatorio a la joven inmigrante, donde el funcionario de turno acaba espetando: «Fue en Grecia, encontramos tus huellas en Atenas» (la respuesta lapidaria es porque el interrogado desconocía en qué país le dejó el coche en el que viajaba). «Miren a su alrededor, el trato a los inmigrantes y a los sin papeles», remata Stephane Héssel. Continúa el periplo de la joven. Ahora vende botellines de agua por un euro. De nuevo se fusionan todas las batallas, que son una: Betty se tumba en un banco a descansar, rodeada de pancartas: «¡No pasarán!»; «Y tú ¿Hasta cuándo te quedarás dormido?»; «Revolución»; «Fantasmas»…

Y la indignación llega a Grecia. Con imágenes del Partenón de fondo, un orador popular asevera: «Las gentes que tienen el poder no representan al pueblo griego». En las plazas los jóvenes se sientan, levantan los brazos y agitan las manos para demostrar su asentimiento. El tren prosigue su itinerario… La protagonista despierta por fin a la pesadilla europea, con una confesión en la que (a diferencia del primer diálogo con su familia) ya no cabe el autoengaño, ni deja siquiera un portillo a la esperanza. «Dejé mi patria, mi tierra, para ir a un lugar a sufrir; nos atacan y nos golpean; no puedo volver, pero no puedo quedarme: no quiero defraudar a mis padres; no me sirve este mundo, estoy perdida».

Pero hay como una tensión permanente entre el derrotismo y la esperanza, como en cualquier odisea. El realizador no se conforma con un personaje plano, al que la pobreza prive también de conflictos y desgarros del alma. El ser humano, en todos sus grises. En el muelle se le acerca un trovador callejero, que toca una sencilla música. Eso le hace pensar que todo «saldrá bien». Un pájaro, el agua del río que fluye, son metáforas de la libertad que anuncian la travesía a España. En las calles de Madrid y Valencia es donde Betty se suma por primera vez a las manifestaciones «indignadas».

De nuevo el director hace uso de un símbolo, la manzana, que la protagonista regala a una joven del 15-M. Al grito unánime de «¡Queremos decidir!», participa como una más en las «sentadas». Baila también como una más al ritmo de los bongos, de manera que se fusionan por fin los dos motivos del documental. «Banqueros ladrones», «Queremos decidir», «Levántate del sofá», «Contra las redadas policiales racistas y xenófobas», «Apaga el televisor»… Toda la cartelería rebelde asoma en una Puerta del Sol abarrotada.

El final de la película resulta devastador. Betty camina en paralelo a un refresco que rueda por la carretera (la idea de movimiento), antes de que Hessel sentencie: «El poder del dinero nunca ha sido tan descarado y egoísta». La protagonista se adentra entre urbanizaciones «fantasma», herencia de la «burbuja» del ladrillo. Edificios, solares, complejos desolados, viviendas a medio construir, un tinglado de andamios que dejan huella de la catástrofe inmobiliaria. Y la joven africana, luchando por salir de un encierro que es algo más que una metáfora. «Pienso que todo acabará bien».