La obra del ensayista Eugenio del Río, exsecretario general del Movimiento Comunista (MC) y alguien que durante el franquismo vivió el exilio y la clandestinidad, es poco conocida en el ámbito de la izquierda. Tal vez porque en sus trabajos, que no transitan por los circuitos universitarios habituales, realiza una saludable autocrítica que ayuda a […]
La obra del ensayista Eugenio del Río, exsecretario general del Movimiento Comunista (MC) y alguien que durante el franquismo vivió el exilio y la clandestinidad, es poco conocida en el ámbito de la izquierda. Tal vez porque en sus trabajos, que no transitan por los circuitos universitarios habituales, realiza una saludable autocrítica que ayuda a combatir el dogmatismo. Y lo hace a partir de un análisis fino y riguroso. Por ejemplo, en su último ensayo, «De la indignación de ayer a la de hoy» (Talasa). Eugenio del Río se ha adentrado también, en un tono accesible y cercano, en el mundo de la filosofía: «Modernidad y Postmodernidad» o «Pensamiento crítico y conocimiento». Su conjunto de ensayos podría encasillarse en algo tan genérico como el Pensamiento Crítico y sobre todo en la reflexión sobre la izquierda («La izquierda. Trayectoria en Europa occidental»; «Izquierda y sociedad»; «Izquierda e ideología. De un siglo a otro» o «Disentir, resistir. Entre dos épocas»). Una vasta obra a la que no es ajeno el proletariado («¿Ha muerto la clase obrera?») ni el marxismo («La clase obrera en Marx» o «La sombra de Marx»).
¿Cómo han evolucionado la izquierda y los movimientos sociales durante los últimos 50 años en el estado español? ¿Cuáles han sido los principales cambios ideológicos? A dar respuesta a este problema ha dedicado Eugenio del Río su conferencia en el Fòrum de Debats de la Universitat de València. El escritor distingue cuatro periodos: las décadas de los 60 y 70 del siglo XX, de lucha contra la dictadura franquista; los años 80, con la emergencia de movimientos sociales anteriormente poco relevantes (feminismo, ecologismo, antimilitarismo…), y que supuso el cambio de un cuadro de ideas relativamente unificado a otro más fragmentario (lo que en sociología se ha llamado ideologías «moleculares»); el tercer periodo es el de la «alterglobalización», y también el de eclosión de una juventud (la de los años 90, muy similar a la de hoy), que por primera vez está muy poco marcada por el recuerdo de la guerra civil; el cuarto periodo comienza en 2010 a partir de las primeras reacciones a las políticas de la crisis, y sobre todo a partir de mayo de 2011 con el 15-M.
Los cuatro periodos no son homogéneos. Dentro de cada ciclo hay un centro de gravedad ideológico que deja la huella principal, pero ello no es óbice para que existan diferencias relevantes en el campo de la izquierda «alternativa». Eugenio del Río se detiene en el primer periodo (años 60 y 70). «Una época enloquecida; fueron años muy peculiares, aunque a los jóvenes que formábamos parte nos parecieran normales», señala el autor. Un periodo, en España marcado por la dictadura franquista, en el que afloraron las Revoluciones. Se salía de la gran ola de procesos de descolonización, que alteraron el mapa del mundo. «Pensábamos que eran posibles grandes cosas (vivíamos en los movimientos de gran escala), mayores de lo que después pudimos verificar». Periodos de «tensión» internacional (conflictos fronterizos, interétnicos, «choques» armados…).
La tensión, el cambio y la inestabilidad «se tocaba con la mano». Todo ello parecía «normal» en una época «excesiva». Pero también, subraya Eugenio del Río, «llena de excesos ideológicos». Difícilmente podía no serlo, en una época con un clima ideológico, psicológico y sentimental «exageradamente envolvente». «Todos los que estábamos en la lucha antifranquista andábamos a la busca de una gran ideología», apunta el ensayista. Ideologías internacionales que los jóvenes revolucionarios acababan escogiendo. «Un periodo lleno de episodios asombrosos, historias surrealistas y mundos en los que se combinaba el sentido práctico (sin cierto realismo, no hubiera sido posible la lucha antifranquista) con una fantasía ilimitada que no tiene parangón en el mundo de hoy (tal vez en Corea del Norte)».
El mundo ideológico de los jóvenes antifranquistas más activos incluía valores como la ambición transformadora (cambiar el mundo), mucha generosidad (gente que abandonaba los estudios y se marchaba a trabajar a una fábrica, o se enrolaba en una organización política por gratificaciones de tipo moral y con el riesgo de perderlo todo); enormes inquietudes intelectuales («leíamos mucho y discutíamos, aunque no acertábamos del todo con nuestras lecturas; además, había mucha determinación»). «La puesta en marcha de organizaciones clandestinas como las que entonces surgieron fue una auténtica proeza; y además, se trataba de mantenerlas, aunque también es cierto que la policía del franquismo no era precisamente eficaz».
Todos estos grupos de jóvenes contribuyeron con su lucha a la crisis del franquismo, en mayor o menor medida. Realizaron su labor en la fábrica, en el campo y en las universidades, lo que contribuyó a minar el apoyo social del que disponía el franquismo. Ahora bien, «era un pequeño sector, no la juventud». Sin embargo, se dieron también en aquellos jóvenes «aspectos ideológicos más problemáticos», matiza Eugenio del Río. En primer lugar, «el desprecio por la legalidad y por los procedimientos democráticos». La revolución era algo que coincidía con el interés de la sociedad y, por tanto, «había que pasar por encima de leyes y de las opiniones mayoritarias de la sociedad, ya que existía un imperativo que se derivaba de la bondad de nuestros fines; en otras palabras, la sociedad por la que luchábamos era imprescindible». «Tan imprescindible que no se podía discutir ni someter a votaciones».
¿Se explica todo esto porque se luchaba en el contexto de la legalidad franquista? «Nuestro punto de vista no se circunscribía al franquismo; pensábamos que había que hacer lo mismo en Francia o Italia; sosteníamos, incluso, que por procedimientos democráticos jamás se podría llegar a la sociedad por la que luchábamos». Por tanto, se trataba de emprender «una labor de violencia política para imponer nuestros objetivos no sólo al poder económico y a la dictadura, sino también a la sociedad». Eran, en opinión del ensayista, «ideas muy comunes en los ambientes revolucionarios de los años 60 y 70». Se decía, por ejemplo, que el final de Allende obedecía a que apostó por una vía pacífica. Aunque «tampoco estaba muy claro lo que era el socialismo ni la vía pacífica». En resumen, «los jóvenes revolucionarios estábamos a favor del uso de la violencia para imponer nuestros objetivos».
Eugenio del Río también señala cómo distintas corrientes del marxismo («demasiado intransigentes») «mediatizaron» a estos jóvenes. «Había algunas organizaciones anarquistas, pero sin mucho peso, entre otras razones porque el anarquismo fue muy represaliado». En realidad, todas las organizaciones antifranquistas nuevas de los años 60 y 70 pertenecían a una u otra corriente del marxismo. Pero «estábamos mal orientados de partida porque muchos, además, habíamos estado sometidos a la influencia de la educación religiosa». Esto era lo común, y no sólo en los colegios de curas y monjas. De hecho, la educación formal de la época tenía una gran componente religiosa, y eso contribuía, «aunque nos hiciéramos ateos, a reforzar la tendencia hacia lo absoluto, la intransigencia y a la dificultad para dialogar con gente que tenía ideas diferentes».
Aunque se comente poco, se dio asimismo una influencia del falangismo en estos jóvenes, subraya el ensayista. Es cierto que la Falange se hallaba en horas bajas, pero en todos los colegios podían encontrarse panfletos falangistas, carlistas o tradicionalistas. Es decir, niños y jóvenes que se habían formado en contacto con héroes de estos idearios (lecturas beatas, de niños buenos y vida muy sana; biografías de Ledesma Ramos, Primo de Rivera, Vázquez de Mella…). «Todo esto contribuyó bastante a endurecer nuestros modelos». «Sólo que luego nos hicimos comunistas, pero lo cierto es que llegamos con un equipaje algo malsano».
Otro elemento condicionante fue el aislamiento al que obligaba la dictadura. Ciertamente el franquismo fracasó, «pero en algunas cosas tuvo éxito». Por ejemplo, «al forzarnos a la clandestinidad nos aislaba mucho de la población y nos impedía conocer lo que pensaba la gente». A esto se añadía que no había libertad para hablar. El franquismo, por tanto, ocultó la sociedad a la militancia antifranquista. «vivíamos en un mundo ideológico muy fantástico, duro y puro, pero que seguramente tenía poco que ver con lo que la gente común pensaba». En los 60 y 70 la juventud más combativa disponía de cinco elementos ideológicos que le conferían identidad: una ideología completa («en nuestro caso el marxismo»), que afirmaba cómo eran las cosas en Economía, Política o Filosofía y, sobre todo, ofrecía una sensación muy grande de seguridad. En segundo lugar, pertenecían estos jóvenes a un mundo social, la clase obrera (aunque no trabajaran en una fábrica), que era «la clase social llamada a transformar las cosas».
Existía la conciencia de clase («hoy no se habla de ello») y la cultura del trabajo. Según Eugenio del Río, «el trabajo era un lugar de identificación y de sociabilidad; nuestras vidas en buena parte se legitimaban a través del trabajo». En tercer lugar, se contaba con proyectos de transformación de toda la sociedad; había además un modelo bien definido al que se pretendía llegar, y que incluso estaba encarnado ya en otras sociedades: la URSS, Cuba, China, Vietnam… O sea, referencias históricas contemporáneas que se podían citar e incluso identificación con sociedades aunque muchas veces no se conocieran. Así, «conocíamos China sólo por la propaganda del gobierno y con mucha ingenuidad nos la tragábamos». También había la posibilidad de identificarse con movimientos de lucha y liberación. Vietnam, por ejemplo, que abarcó desde el final de la segunda guerra mundial hasta 1975 («seres humanos pequeños, sacrificados, a los que se bombardeaba con Napalm y que terminaron derrotando a la principal potencia del mundo» era el discurso); las guerrillas latinoamericanas, Palestina, el Sáhara… «Nos identificábamos con todos estos movimientos».
Los elementos de identificación citados se debilitaron o desaparecieron en las décadas de los 80 y 90. Llegó la globalización, la deslocalización y la desaparición de las fronteras económicas. También el hundimiento de sectores económicos tradicionales, como la minería o la siderometalurgia. Todo ello contribuyó a dejar en peor situación al factor trabajo respecto al capital. Es el periodo de las políticas económicas «neoconservadoras» -Reagan y Thatcher, al principio- que después se extendieron por toda Europa y provocan un aumento de las desigualdades. La inseguridad, la fragmentación y la incertidumbre respecto al futuro marcan a las generaciones que han entrado en el mercado de trabajo en la década de los 90. Eugenio del Río denomina a todo este viraje «la gran conmoción». En 2007-2008 advino la crisis, lo que agudizó los problemas señalados.
¿Qué aspectos ideológicos caracterizan a la izquierda de esta nueva época? De entrada ya no se habla de «revolución» o, si se utiliza este término, como en el periodo álgido del 15-M, es para referirse a cambios en un sentido bastante vago. Tampoco se aspira a una transformación global de la sociedad, pues se habla de «cambios» concretos. La violencia política, componente de la juventud revolucionaria de hace 40 y 50 años, ha perdido todo prestigio «por razones éticas y de realismo político», señala el ensayista. Las grandes ideologías socialista y comunista han entrado en un declive muy acusado respecto a los años 60 y 70. «Yo no veo mal que hayamos dejado de imitar a las revoluciones rusa y china; tampoco veo mal que renunciemos a imponer nuestras ideas mediante la violencia; ni que dejemos de servirnos de una ideología que tuvo su momento, pero que no nos sirve hoy».
Si se da el salto a la actualidad, y se toma como ejemplo el caso del 15-M, Eugenio del Río valora los puntos «fuertes» que presenta el primer periodo («el más brillante y creativo») del movimiento de los «indignados». Trataron de cambiar cosas concretas en terrenos fundamentales, por ejemplo la influencia del poder financiero respecto a la política, o el efecto de las desigualdades, o el desastre europeo actual. También plantearon la necesidad de cambios respecto al mundo político oficial, al demandar instituciones más transparentes en la batalla contra la corrupción, pero también una mayor participación ciudadana. Otro valor del primer 15-M fue la desconfianza hacia los «viejos» liderazgos («no creo en el fin de los liderazgos, que surgen siempre que existe algo activo y organizado; pero otra cosa son los liderazgos muy acusados que opacan lo que viene detrás»). También el 15-M fue «ejemplarmente» pacífico, con la presencia de «comisiones de respeto» que intervenían ante el menor signo de arrogancia o maltrato verbal. El diálogo en las asambleas era muy positivo, aunque a veces las discusiones se alargaban y faltaba eficacia. La ductilidad para hacer una buena utilización de las nuevas tecnologías y las redes sociales…
Se dio, por tanto, con el 15-M un «impulso nuevo», destaca Eugenio del Río, pero también con aspectos problemáticos. «No soy partidario de una gran ideología, completa y pretenciosa, porque constriñe demasiado y nos encorseta, pero lo cierto es que tenemos una parte de la juventud con buenos valores y sentimientos, pero en la que a veces faltan ideas». Así en la Puerta del Sol, durante las Acampadas, cada cual colocaba su cartel. Podía proponerse por ejemplo un régimen asambleario para una «sociedad compleja», apunta Eugenio del Río. «En el campo ideológico y del conocimiento se esgrimen planteamientos demasiado livianos», añade. «También se da un desajuste demasiado grande entre la voluntad de cambiar las cosas y la capacidad de formular proyectos para las mayorías sociales». Las encuestas señalaban en su día que más del 70% de la población se mostraba afín al 15-M. «Y esto es muy importante». «Pero hay que ir un poco más lejos en los proyectos de cambio social».
El ensayista afirma echar en falta, en ese sentido, «unos hábitos intelectuales algo más rigurosos y exigentes; son ya varias generaciones que leen poco; la relativa democratización de la enseñanza superior ha hecho posible un mayor acceso a la lectura y al conocimiento, aunque muchas veces vinculado a la especialidad de cada cual; se habla de educación en valores, lo que está muy bien, pero también me gustaría que se educara en los valores del método científico; que se valorara el esfuerzo intelectual y científico, cosa que muchas veces no ocurre». «También echo en falta una mayor cultura histórica, es decir, una mayor conexión de la gente joven con el pasado y su conocimiento». En el 15-M se defendían cosas como novedad que ya se habían puesto en práctica hace muchos años, porque eran viejas, pero quien las defendía pensaba que eran innovadoras.
En resumen, «hemos cambiado mucho en el aspecto ideológico en los últimos 50 años, y está muy bien». Porque «un signo de fuerza no es permanecer uno igual a sí mismo, sino ser capaz de cambiar razonablemente». Cuando hay que cambiar y en aquello que se debe… «Cuando miro a mi generación veo a tanta buena gente, a la que admiro, que tiene grandes dificultades para cambiar y para entenderse con la gente que ha venido después; es una ardua tarea el diálogo intergeneracional». Los más veteranos han invertido un gran esfuerzo en la «memoria histórica», pero «hemos dejado un poco de lado el ejercicio de preguntarnos sobre nuestro pasado, y aplicar el juicio crítico a nuestros errores». «Tenemos esa deuda con las generaciones nuevas, de decirles qué hicimos bien y en qué nos equivocamos», concluye Eugenio del Río. Hoy, el punto de partida actual para los cambios ideológicos es «mejor que el de hace 50 años, más libre, flexible, realista y creativo».
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