La llegada de Unidas Podemos al Gobierno de la nación vuelve a plantear un viejo dilema de todas las formaciones políticas con aspiraciones de transformación social, de aquellas que representan -o tratan de representar- a la gente común, la que no tiene poder, de las que plantean propuestas programáticas tradicionalmente excluidas de las agendas políticas […]
La llegada de Unidas Podemos al Gobierno de la nación vuelve a plantear un viejo dilema de todas las formaciones políticas con aspiraciones de transformación social, de aquellas que representan -o tratan de representar- a la gente común, la que no tiene poder, de las que plantean propuestas programáticas tradicionalmente excluidas de las agendas políticas dominantes. Hay tres respuestas posibles a esta cuestión: la que podríamos llamar «revolucionaria», basada en tomar las instituciones meramente para utilizarlas como espacios de propaganda, para desestabilizarlas y generar una dinámica de transformación radical; la «seguidista», orientada a convertir al partido en un mero altavoz propagandista de lo que se hace en el Gobierno, y una tercera vía, que ha sido predominante, por ejemplo, en los viejos partidos comunistas occidentales: concebirse como organizaciones binarias, con una pata en lo institucional y otra en los movimientos sociales, en un intento de dividir la actividad política entre un fomento de las reformas en las instituciones y una presión en la calle para que aquellas sean de mayor calado.
Las dos primeras opciones parecen vías muertas (al menos en las sociedades capitalistas desarrolladas, donde hasta hoy nunca se ha dado un proceso de revolución radical). La Revolución rusa tuvo lugar en un país semidesarrollado y desangrado por una sucesión de guerras cruentas y una administración totalmente ineficaz, y el resto se han producido en países subdesarrollados. La combinación de un aparato político e institucional poderoso con la complejidad de las propias sociedades desarrolladas hace difícil prever que las cosas vayan a cambiar en el futuro, lo cual no supone que debamos renunciar a cambios profundos; solo sugiero que la de la transformación continua suele ser una vía muerta en las sociedades capitalistas consolidadas. (Algunos pensaron que la movida independentista catalana era esa posibilidad y posiblemente aún son incapaces de entender de qué iba el procés, mientras que otros, como la CUP, han optado por vivir permanentemente en la ficción, lo que les ha llevado incluso a votar igual que Vox.) Y, por su parte, la opción «seguidista» solo conduce al desastre, la desmovilización y el descrédito.
Es por esto que vale la pena explorar la tercera opción. La formulación es atractiva, pero en la práctica resulta difícil de implementar, al menos en los términos en los que se ha tratado de hacer (a partir de una organización centralizada que debería ser capaz, a la vez, de llevar a cabo una intervención institucional eficiente y de organizar a la gente que va a intervenir en las organizaciones y movimientos de base). Hay muchas razones para que esto no funcione. Señalo las que me parecen más importantes. La primera tiene que ver con el propio diseño organizativo, pues el doble objetivo exige contar con maquinarias potentes en ambos espacios, algo particularmente complicado de conseguir y que se contradice con las dinámicas que cada espacio requiere. Uno de los éxitos organizativos de la empresa privada es que está diseñada con un solo objetivo, ganar dinero, y adopta una estructura adecuada para este fin. Por esto es tan inadecuada, en cambio, para promover otros objetivos, como el bienestar de sus empleados y el de la comunidad, la conservación del medio ambiente, etc. En segundo lugar, este planteamiento ignora que a menudo hay puntos de fricción importantes entre la acción institucional y los movimientos sociales. Estos últimos tienden a focalizarse en objetivos concretos, mientras que la acción institucional transcurre siempre como un complejo juego de pactos, movimientos contradictorios, estrategias complejas. Es bastante corriente que surjan tensiones entre las diferentes alas y, en una organización centralizada, que el conflicto trate de resolverse imponiendo las lógicas de una acción a las de otra. Suele ser la cara institucional la que se impone a la movimentista, lo que suele generar desafección y desmovilización. Y en tercer lugar, y no menos importante, no se puede descartar que en toda organización que se precie lo colectivo se combine con las aspiraciones personales de cada cual. Vivimos en un mundo donde la presión del triunfo y el reconocimiento es muy fuerte, y en el plano político ello suele traducirse en quién ocupa cargos y puestos en las listas. Dedicarse a los movimientos suele consistir en ocupar el lado marginal, y en la sociedad actual este problema está exacerbado por el hecho de que un gran número de activistas son personas con estudios, con aspiraciones a desarrollar una carrera profesional. La peor forma de enfrentarse a estos problemas es ignorándolos.
Muchos de ellos son detectables en la historia de la izquierda tradicional, a menudo alimentados o camuflados por debates políticos bastante doctrinarios que no han hecho sino añadir un punto de acidez a la cuestión. No parece que la nueva izquierda de Unidas Podemos y Els Comuns esté vacunada contra estos males, sobre todo teniendo en cuenta su deficiente modelo organizativo y su elevada dependencia de líderes y lideresas carismáticos. Bastantes crisis ha padecido ya Podemos como para pensar que ahora no puedan reproducirse a otra escala y con otras trayectorias.
II
Contar con una base social que apoye, impulse y haga avanzar buenas políticas sociales es imprescindible para cualquier fuerza reformista. Los líderes actuales de Unidas Podemos no paran de repetirlo, y en esto tienen toda la razón. Pero una cosa es reconocer la importancia de la movilización social y otra, desarrollar una política adecuada en esta dirección.
Pensar que las propuestas de izquierdas avanzarán fruto de la mera movilización es bastante ingenuo. Fundamentalmente por una razón simple: es imposible aquilatar los plazos y los ritmos de los movimientos a los de la acción institucional. Nos guste o no, los movimientos sociales de la época neoliberal se desarrollan más como estallidos breves que como procesos de movilización constantes en el tiempo. Es algo que explicó bien Albert Hirschman en su imprescindible Salida, voz y lealtad, y que tiene que ver con la ruptura de la vida cotidiana que suponen las movilizaciones. En todos los movimientos en los que he participado se cumple una dinámica parecida: un pequeño grupo de militantes, convencidos de lo que hacen, que trabajan incesantemente en torno a un tema, y, en el mejor de los casos, unos momentos de gloria en que el tema se vuelve viral y se produce una respuesta social que a veces sorprende y supera al núcleo promotor. En la mayoría de los casos, pasado un tiempo más o menos largo, la movilización decae y el núcleo se vuelva a enfrentar a sus limitadas fuerzas. El que un tema se convierta en una gran movilización depende no solo de la calidad del trabajo realizado sino de otros muchos factores, como el tratamiento mediático, la existencia de un componente emocional, la reacción ante un hecho impactante, etc. En cambio, los tiempos de las instituciones suelen ser lentos y complejos, y explican por qué en muchos casos las élites consiguen imponer su voluntad o cuando menos pagar un peaje menor. Planear la acción institucional solo en función de la movilización exterior resulta erróneo porque en muchos casos esta última será insuficiente.
Para impulsar cambios importantes hay que trabajar de otra forma y a más largo plazo. En esto la derecha nos lleva miles de metros de ventaja, pues controla muchas de las entidades y actividades que organizan la vida cotidiana de la gente y a partir de las cuales construye su hegemonía. Son los movimientos más relacionados con esta cotidianeidad organizada los que consiguen desarrollar movilizaciones más persistentes (ahí radica la fuerza del independentismo catalán y vasco), pero esto no es posible construirlo como un proceso instrumental sino que fluye como resultado de un enjambre de prácticas sociales dispersas y conectadas entre sí. Se da, además, el hecho de que las entidades y movimientos sociales tienen sus propios proyectos y ritmos, que no siempre coinciden con las posibilidades de acción institucional, que en sí mismos generan desencuentros y críticas que a menudo son vistas como ofensivas por la gente que está interviniendo (a veces con mucho esfuerzo) en la esfera institucional.
Pensar una acción de gobierno y de lucha exige reconocer estos problemas y plantear bien las cosas: la dificultad de sincronizar los tiempos y las acciones de los movimientos con los de la vida institucional; la aparición de disonancias entre las dos esferas que exigen mediaciones, empatía y sentido del humor; la necesidad de generar procesos sociales que vayan más allá de la mera lucha reivindicativa, y la necesidad de generar apoyo material y social a unas entidades y movimientos, sin el cual toda la dinámica resulta imposible.
III
La propuesta de una acción dual es buena pero insuficiente. El modelo de un partido del que partía todo, con una dirección omnipresente, ha demostrado ser un fracaso. Si de verdad se quiere generar una experiencia en que la batalla se dé en lo institucional y en lo social hay que adecuar las formas organizativas. Hay que pensar más en una constelación de organizaciones que en un modelo centralizado. En esto la derecha nos lleva la delantera. Se requiere una buena maquinaria política institucional que forme cuadros y prepare las batallas políticas, pero que tenga a su alrededor centros de reflexión, activistas en movimientos sociales, redes de especialistas con su propia autonomía y dinámica y con los cuales hay que desarrollar buenos mecanismos de interrelación y conexión, todo ello para saber manejar los inevitables conflictos y sacar de cada espacio todo su potencial transformador.
Si Unidas Podemos sabe hacer algo de esto es posible que exista una posibilidad de respuesta social. Si fracasa, si los hiperliderazgos y las inercias adquiridas convierten lo de «lucha y gobierno» en un mero eslogan, corre el riesgo de convertirse en la enésima experiencia fallida de una fuerza de izquierdas. Ahora que ya se está en el Gobierno sería un buen momento para que otra unidad pensara cómo empezar a articular un modelo organizativo serio y viable.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-187/notas/de-lucha-y-de-gobierno