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De negros de Cuba a cubanos negros

Fuentes: La Tizza

Comunicación leída en el Taller de Resultados 2017 del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, el 13 de marzo de 2017. El autor la revisó y anotó para este Anuario, y le añadió una sucinta bibliografía. En Cultura: debate y reflexión, Caridad Massón Sena (comp.). Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, 2017. pp. 16-23.

Los problemas y la tesis que expondré constituyen solamente un corolario dentro de una investigación acerca de clases y grupos sociales y nación, en relación con la dominación y la rebeldía, en el transcurso de la historia de Cuba. Comencé a trabajar aspectos de ese tema en los años sesenta; desde hace veinticinco años proyecté la investigación y trabajo sistemáticamente en ella, en la medida del tiempo disponible.

He investigado eventos y procesos diversos sucedidos entre la octava década del siglo XVIII y alrededor de 1965, un intervalo histórico ciertamente muy dilatado. Desde una perspectiva que privilegia la interpretación, he trabajado tanto con resultados de investigación existentes y bibliografía atinente a los temas y problemas que investigo, como con fuentes primarias.

Mi objetivo es buscar la comprensión del proceso histórico desde los elementos generales que mencioné al inicio, atendiendo tanto a los conflictos sociales como a los sistemas que han funcionado durante el período. La producción y la publicación de monografías ha sido y sigue siendo para mí, por consiguiente, de resultados que aspiran a tener valor en sí mismos, pero que deben desempeñar funciones en la indagación de comprensiones más generales que sus asuntos. Ruego tener esto en cuenta.

Debo prescindir en este acto de consideraciones acerca de teorías y métodos utilizados, por lo que aclaro que el manejo eficaz de esas dimensiones es para mí indispensable en el trabajo de ciencia social. Ello está implícito en mis exposiciones de resultados, y a veces lo hago explícito.

La frase del título quiere sintetizar un proceso social que se fue integrando a lo largo del siglo XIX, pero con solo algunos avances significativos, mientras que sufrió una transformación brusca en el último quinquenio del siglo y plasmó una nueva identidad, a un grado que implicó un cambio cualitativo para los grupos sociales de Cuba y para las representaciones que se tienen de ellos, cambio que ha permanecido vigente hasta hoy.

Me refiero a la identidad predominante en un grupo social determinado, constituido por individuos no blancos criollos de la isla, que se modificó rápidamente, de sentirse ante todo negros a sentirse ante todo cubanos. Y al hecho de que no se trató de una lenta construcción cultural, aunque ella estaba en la base de su identidad de negro de Cuba, sino de la agudización y el completo dominio de la escena social por parte de un conflicto que podía haber sido secundario para ellos: el de la colonia con su metrópoli. Este sobredeterminó primero al conflicto social básico que afectaba a los negros de Cuba, la nueva esclavitud masiva que rigió en el país desde fines del siglo XVIII al inicio de los años ochenta del XIX. La revolución desatada en 1895 logró sobredeterminar también a la identidad de no blanco en su conjunto, y dentro de ella a la de negro de Cuba.

Como no cabe aquí ofrecer síntesis interpretativas de cuestiones previas, a pesar de que resultan necesarias al abordar este tema, me limitaré a mencionar las que me parecen principales. La nueva esclavitud instaurada por la segunda formación económico-social de nuestra historia creó un grupo social por inmigración forzada de un millón de personas en menos de noventa años, al que he denominado nueva masa de esclavos.[1] Esto deterioró mucho la situación social de todas las personas consideradas no blancas, perjuicio agravado por el descomunal racismo antinegro que fue promovido por los dominantes y se generalizó en la sociedad de la isla. Los esclavos fueron marcados como ‘negros’ para disfrazar aquel crimen colosal; así se escamoteaba el carácter social de la esclavitud y se la presentaba como consecuencia de un orden natural.

Esa inferioridad naturalizada se extendió en un grado muy alto a los negros y mulatos llamados de color libres. Pero en cuanto a estos resultó muy compleja y contradictoria, porque durante la primera formación social colonial -siglos XVI al XVIII- habían sido parte notable en la formación de las comunidades, las relaciones sexuales y familiares, los oficios y la defensa militar del país. Su lugar social y su papel en la hegemonía de la metrópoli se deterioraron, pero todos los ideólogos del «blanqueamiento» de Cuba durante el XIX fracasaron ante aquella realidad y la necesidad que había de los no blancos, en la colonia cuya economía crecía sin cesar y que asumía vertiginosamente la modernidad.

Todavía el conflicto social en que se enmarcó la conspiración de José Antonio Aponte en 1812 -el primer intento de derrocar el dominio colonial- buscaba en la dimensión africana sustento para una parte de su ideología. Pero en el curso del siglo la cultura material e ideal se centró en relaciones, medios, representaciones y nociones del Occidente capitalista, y el dinero, la individualización completa, la moral burguesa y otros aspectos de ese sistema eran determinantes o muy influyentes. Para los libres no blancos, África fue cada vez menos un referente válido; la opresión racial lo hacía no deseable y la vida en la isla era demasiado diferente a las representaciones de aquel continente. Al mismo tiempo, identificarse como negro o mulato sin avergonzarse de serlo era una forma de identidad factible, que contenía elementos de resistencia cultural. El grupo social que he llamado negro de Cuba aparece muy definidamente en gran cantidad de fuentes del siglo XIX, con diferencias en cuanto a situación económica, oficios y regiones, pero con un denominador común.

Está claro que esta sociedad que experimentaba una colosal expansión económica y demográfica estaba muy lejos de asumir una identidad nacional, y que tampoco tendía a unificar las diversas culturas que existían en ella. Cuba pudo haber quedado escindida respecto a sus componentes étnicos y regionales, como ha sucedido con otros países del Caribe y del mundo que fue colonizado.

Ese era el cuadro, referido demasiado en breve, de Cuba hasta 1868. No intento analizar aquí la primera revolución cubana, que sucedió entre 1868 y 1880, solo apunto que transformó en gran medida los datos principales del problema y que creó una semilla subversiva que se enfrentaría con eficacia a ulteriores soluciones de la cuestión colonial mediante arreglos de clases dominantes y potencias extranjeras. Aquella revolución se vio precisada a ser abolicionista para ser independentista, es decir, tuvo que incluir una solución revolucionaria a la principal contradicción social del país para que fuera viable su aspiración nacional. Su final sin victoria abrió paso a una tímida modernización política de la colonia de Cuba que se propuso evitar otra revolución -con un modo de producción plenamente capitalista-, pero también hizo patente el paso del liderazgo subversivo de un sector de la clase propietaria del este y el centro del país a personas procedentes del pueblo, formadas en la guerra revolucionaria.
Hay que hacerles preguntas a los hechos. Por ejemplo, estudié el caso de Yaguajay, el último valle que se abrió a la gran producción azucarera con esclavos, en 1847. En 1868 la mayoría de los vecinos eran recientes: esclavos estrujados en su trabajo y sus vidas, un buen número de pobres venidos de España, culíes chinos y empresarios ambiciosos. Pero en una sociedad tan opresora e incipiente, la insurrección contó con un gran número de soldados y una fuerte base social. ¿Qué los motivó, los decidió y los hizo persistir en las peores circunstancias? ¿Cómo pudo formularse en el campo revolucionario una ideología unificadora de las demandas, los sentimientos e intereses, las identidades y visiones del mundo de grupos tan heterogéneos? ¿Cómo pasaron tantos negros y mulatos esclavos y libres de sus formas propias de vida y resistencia a la participación masiva en una revolución? ¿Cuáles fueron las representaciones que los llevaron a ser revolucionarios? ¿Cómo relacionaron sus representaciones de libertad y vida digna con un ideal político general de independencia nacional?[2]
Porque la consigna de Cuba Libre, el Ejército Libertador, el patriotismo nacionalista y la República en Armas expresaban propósitos e ideas políticas mucho más generales que sus representaciones. Estos rebeldes tuvieron que asumir una noción general de libertad en la que cabría la libertad personal de cada uno, una organización político-militar como el instrumento eficaz, un proyecto de Estado nacional del cual ellos serían ciudadanos y una futura legalidad que consagraría sus reclamos en forma de derechos.
La primera revolución le dejó varios legados muy fuertes a la cultura revolucionaria: a) debe pelearse por no menos que la independencia total y la soberanía nacional; b) Cuba es una nación por encima de sus componentes humanos y sus diferentes regiones, y es singular respecto a todos los demás pueblos del planeta; c) los nacidos en ella solamente se llaman cubanos y están orgullosos de serlo; y d) todos los seres humanos son iguales.
La política colonial hacia la «gente de color» en los años ochenta-noventa dio un gran espacio a permitir, legalizar y tratar de controlar sus expresiones organizadas, las que debían adecuarse a los cánones de la «civilización» y los requerimientos del orden establecido. Era una política obligada después de la Revolución del 68 y sus finales pactados, incluido el de la esclavitud, y ante el lugar que ocuparían los «de color» en un sistema capitalista de trabajo libre generalizado. Esa política favorecía el control estatal mediante una modernización, pero también permitía la asociación de sectores bajos y medios-bajos (al menos urbanos) caracterizados por sus lugares sociales y sus aspiraciones propias, los cuales aprovecharon ese espacio.
Esas no fueron «donaciones», y lo principal es que no fueron consideradas así por los beneficiarios. Terminó la división entre esclavos y libres, y el mismo cese de la esclavitud fue atribuido por muchos al esfuerzo guerrero de una multitud de patriotas que incluía a negros y mulatos. Los héroes sobrevivientes eran un estímulo y un símbolo. Veteranos no blancos gozaban de gran prestigio, y Antonio Maceo trascendía a las razas como héroe epónimo del patriotismo y como líder político. La epopeya había comenzado a tender un puente entre blancos y no blancos del país, y era la vía idónea hacia una Cuba libre, un objetivo que sólo podría conquistarse mediante un nacionalismo popular. La política colonial era, en realidad, de riposta y antisubversiva. El descontento ante su insuficiencia revela el fuerte desarrollo de una cultura de lucha social y política, tanto como el rápido auge que tuvo el asociacionismo.
¿Cómo se ligó aquel primer nacionalismo a las luchas por derechos civiles de los años ochenta-noventa? ¿Cómo estas llegaron a reconocer la independencia como el ideal general en que cabrían las demandas particulares? ¿Qué peso tuvo la aceptación de esa fórmula por la gente humilde no organizada -que era la mayoría-, para la cual el patriotismo sería entonces la formulación factible de un ideal cívico que acompañara a una elevación individual? Propongo la hipótesis de que las fuertes luchas por derechos civiles de la «gente de color» constituyen uno de los prólogos de la Revolución del 95. Identidades, intereses y luchas de raza y clase se relacionaron profundamente con el nacionalismo: sólo así pueden entenderse esfuerzos, capacidades, voluntades y sacrificios tan gigantescos y masivos como los desplegados entre 1895-1898 y hasta 1902.
Si esto es así, el nacionalismo popular deja de ser un «milagro patriótico» y es posible analizar su alcance, su riqueza, sus tensiones y sus contradicciones. Puede entenderse que existió una política de los humildes, y no sólo una política de los próceres; que aquella fue un motor de la participación masiva en un movimiento que estaba obligado a ser una revolución; y que eso permitió que se sostuvieran los ideales comunes hasta las últimas consecuencias. Esto nos permitiría también hacer más comprensible la verdadera procedencia y la grandeza de José Martí y su proyecto.
La conspiración que preparó la Revolución del 95 fue multirracial, un hecho poco estudiado. Activistas, contactos y jefes eran de todos los colores; entre ellos el Directorio Central de Sociedades de Color, volcado a la actividad subversiva. Lo mismo sucedió en los alzamientos, a partir del 24 de febrero.
Los negros y mulatos se fueron en masa a la guerra; se ha estimado que no fueron menos del 60% de los combatientes. Para ellos, la Revolución del 95 fue el acontecimiento principal que cambió sus vidas: entraron a ella como negros cubanos y en ella conquistaron con sus méritos una identidad nacional que nadie les donó, y de la que fueron tan creadores como los revolucionarios blancos. La insurrección los reconoció como jamás lo hubiera hecho la vida social vigente, y su actividad política fue un enorme salto respecto a sus escasas experiencias cívicas previas y al alcance que habían tenido sus demandas.
Su comportamiento fue extraordinario. Rivalizaron en disciplina, valentía, sacrificios y renuncia a hacer exigencias sectoriales. En pos del ideal general de la independencia de Cuba se sometieron a la rígida disciplina mambisa y compartieron los esfuerzos sobrehumanos y las penalidades de la más terrible guerra total, que provocó la muerte a cientos de miles de personas y la devastación del país. Pronto se distinguieron, junto a los veteranos, jóvenes oficiales y jefes negros y mulatos en el Ejército Libertador, el primero que realmente fue plurirracial a nivel de los mandos en este continente. Después de la guerra y durante varias décadas existió una figura cívica de enorme prestigio en Cuba: el veterano. Por primera vez en nuestra historia reunía, por el mérito conquistado y el reconocimiento social, a blancos, mulatos y negros, e incluía a personas muy pobres.
Entre otros hechos trascendentales, la Revolución del 95 transformó al negro de Cuba en un cubano que es, también, negro. Ese orden identitario nunca ha cambiado. Por eso considero erróneo calificar de afrocubana o de afrodescendiente a la parte de la población de Cuba que tiene antepasados africanos. Además del obvio costado de minusvalía que contiene esa noción en el caso cubano: nunca se le ha llamado eurodescendiente a ningún grupo social en este país.
En las dos décadas previas se había sostenido en Cuba la inferioridad del negro, en parte por la continuidad del tremendo racismo promovido por el apogeo de la esclavitud durante el siglo XIX -sedimentado como uno de los elementos constitutivos del inicio de una cultura propiamente cubana-, y en parte por la reciente aceptación en Occidente de la supuesta fundamentación que aportaban el evolucionismo y la ideología de la ciencia a la creencia general en la supremacía de la llamada raza blanca dentro de la especie humana. En la isla, una pregunta relevante entre los científicos de mente colonizada era si los negros eran inferiores por causas sociales o por causas biológicas, y se afirmaba que los negros tenían una propensión particular a ser criminales.
Como pensaba Martí, fue la violencia revolucionaria organizada la que constituyó una gigantesca escuela de creación de valores, capacidades y ciudadanía para los participantes, los colaboradores y las familias de patriotas. El desarrollo que alcanzaron en la contienda los que comenzaban a ser cubanos resultó muy superior a lo que hubiera logrado una larga evolución, y muy diferente. Las prácticas, los sentimientos y las ideas de la guerra revolucionaria hicieron retroceder el racismo en una enorme proporción y por medios muy superiores a los evolutivos. La revolución fue una explosión que negó súbitamente el mundo ideal previo y dejó maltrecho el edificio del racismo. A partir de ella se vivió una nueva etapa de la construcción social de las razas y el racismo en Cuba, que rigió durante más de tres décadas.[3]
El racismo no había desaparecido en el curso de la Revolución. Continuó existiendo dentro de su campo, y se expresó como menosprecio, doble rasero y manifiestas injusticias; cierto número de insurrectos fue culpable, otros lo toleraron. Sin dudas se debió al carácter cultural del racismo establecido en Cuba, pero también tuvo relación con el conservadurismo social y político que existió dentro del campo heterogéneo de la insurrección, y que logró contrapesar al ala radical durante el curso de la guerra. En todo caso, tuvo que ser un racismo vergonzante, en una República en Armas que prohibía toda referencia a las personas que no fuera la de ‘ciudadano’. Toda revolución implica permanencias, y no sólo cambios.
Pero sucedieron dos transformaciones muy trascendentes que han permanecido hasta la actualidad: a) la doble autosubestimación que engendran el colonialismo y el racismo en las personas que no son consideradas blancas fue quebrantada por las prácticas y por las nuevas visiones del mundo promovidas por la revolución. Los negros y mulatos asumieron un orgullo proveniente de su participación en la guerra y en la creación de la nación y la república; y b) los fundamentos institucionales, el sistema, las organizaciones y las ideas políticas republicanos, ciertas organizaciones sociales y las representaciones de la nación fueron definidamente integracionistas.
La emancipación de la esclavitud solo se había completado en 1886, bajo el régimen colonial, pero solo dieciséis años después el nuevo Estado asumió formalmente los logros del período revolucionario. El arsenal simbólico nacional asociaba la gesta mambisa y la república cubana con la igualdad racial, y existía un espacio práctico donde bregar por el reconocimiento efectivo de los derechos y por obtener ascenso social.
Ambas transformaciones fueron posibles mediante un movimiento político de liberación nacional, no de lucha racial, y fueron hijas de la subversión mediante la práctica revolucionaria, esa palanca eficaz para romper las prisiones de la estructura económica, social e ideológica de la dominación, como afirmara Federico Engels. Por sus acontecimientos y sus realidades cotidianas, y por el protagonismo guerrero de una gran masa de participantes en su mayoría iletrados, la Revolución del 95 fue el apogeo de la acción. El pueblo naciente fue el que perfiló sus símbolos, su imagen y la formulación primera de su gesta. El combatiente y el veterano fueron los nuevos personajes ejemplares de la sociedad, muy lejos de los próceres de la primera mitad del siglo XIX, y tuvieron un peso que equilibraba el que alcanzaron los doctores de la segunda mitad de la centuria. El ejercicio de la ciudadanía como un derecho de iguales nació en la guerra, no en el padrón electoral autonomista, ni en el del interventor extranjero. La democracia cubana fue una conquista de la guerra revolucionaria, no una reforma de políticos sagaces alimentada por intelectuales de gabinete; sus prácticas de 1899 en adelante no fueron de ningún modo un regalo, sino una victoria popular y una obligación contraída por las clases dominantes.
Sin perder su especificidad, la comprensión de la cuestión racial en Cuba ha necesitado desde entonces tener en cuenta otras dimensiones sociales en las cuales está inscrita. La revolución impactó a blancos, negros y mulatos de sectores humildes, al menos en cuatro direcciones: 1) aumento de las capacidades personales y estímulos para buscar ascenso social; 2) cambios muy positivos en la autoestima, un valor antirracista y anticolonial de la mayor importancia; 3) cambios en las actitudes respecto a la naturaleza y la omnipotencia del orden vigente, y en las ideas acerca de los sistemas políticos y sociales; y 4) capacidad de autoidentificación, tanto como ciudadano como de pertenencia a grupos sociales, incluida la identificación del otro y de enemigos potenciales.
Los esfuerzos y sacrificios tremendos requeridos por las acciones populares colectivas emprendidas y mantenidas durante los tres años y medio que duró la guerra fueron la base fáctica de la memoria que se conservó de esa Revolución, y el hecho de que ella consiguió la victoria político militar frente a España y el triunfo ideológico de materializar el ideal nacionalista de fundar una nación reforzó la tendencia a la permanencia de esa memoria. Pero pienso que, además de aquellos triunfos, lo decisivo fue haberse ligado la insurrección a ansias inmensas de libertad y justicia de sectores mayoritarios, a representaciones colectivas muy trascendentes y a un proyecto compartido que fue identificado como el destino nacional.
Tanto raza como nación son nociones muy resistentes al tiempo, que suelen referir su explicación y su legitimidad al pasado, ya sea de eventos y procesos de la sociedad que han sido registrados -es decir, considerados históricos-, o de sucesos y acumulaciones designados como culturales. No parecen registrar cambios, aparentan permanencia. Esos rasgos suyos deben ser muy tenidos en cuenta por quienes comprendemos a ambas como construcciones sociales determinadas por unas relaciones sociales y un momento histórico precisos. También es necesario no olvidar que ambas nociones se viven como ideologías, característica que debe encontrar su lugar en el conocimiento al que aspiran las investigaciones de casos, los conceptos y las elaboraciones teóricas.
Notas:
[1] Fernando Martínez Heredia. Problemas de interpretación de la historia de Cuba. Curso de Posgrado, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 1998.
[2] Ver La Revolución del 95 en Yaguajay: participación, impacto, memoria, Fernando Martínez Heredia, Historias cubanas, Sancti Spíritus, Ediciones Luminaria, 2011, pp. 53-68.
[3] Fernando Martínez Heredia. Nacionalismo, razas y clases en la Revolución del 95 y la primera república cubana. En Andando en la historia, La Habana, ICIC Juan Marinello / Ruth Casa Editorial. pp. 82-125.

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