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«Debían ponerlo en esa Ley»

Fuentes: OnCuba

Yo andaba por la calle Obispo en busca de artesanías y me detuve a apreciar unas tacitas para café. A mi lado, un señor discutía con el encargado de un mostrador donde se vendían ceniceros, llaveros, pulóveres. «A él también debían ponerlo en esa Ley», decía el señor, cada vez más molesto. Miré con detenimiento […]

Yo andaba por la calle Obispo en busca de artesanías y me detuve a apreciar unas tacitas para café. A mi lado, un señor discutía con el encargado de un mostrador donde se vendían ceniceros, llaveros, pulóveres. «A él también debían ponerlo en esa Ley», decía el señor, cada vez más molesto. Miré con detenimiento los productos que señalaba: en todos aparecía el rostro del Che, la imagen capturada por Alberto Korda multiplicada una vez y otra, en diferentes tamaños, con resoluciones variables, con una fidelidad cada vez más dudosa hacia su original.

Uno carga con sus prejuicios. Los espejuelos sujetos con un cordón de zapatos, la barba mal afeitada, la camisa de rayitas raída, los tenis maltratados, me hicieron pensar que aquel señor no era una persona instruida. Tendría más de setenta años y su espalda encorvada podía ser el resultado de largos años sentado a un buró.

Se dio cuenta de que yo podía interesarme por sus argumentos, y a partir de ese instante me convertí en su interlocutor. De inmediato, el que vendía aquellos objetos se desentendió de él, de nosotros.

«Es una desvergüenza que comercialicen la imagen del Che», me dijo, «de alguien como él, que no soportaba el capitalismo ni de lejos». Me hizo recordar unos versos del poema que Eliseo Diego dedicó a Ernesto Guevara: «No volveremos otra vez a verte / jugar con el aliento de los hartos / al escribir como al desgano: che / sobre el dinero».

Era evidente que el señor estaba destilando una inconformidad, una amargura acumulada durante años. Supuse que no era la primera vez que se enzarzaba en una discusión como aquella. «Fidel pidió que no se comercializaran su imagen ni su nombre, e hicieron una Ley para cumplir con su voluntad», dijo ya solo a mí: «Pues con tanta o más razón el Che tendría que estar en esa Ley, o tener la suya propia».

En efecto, la «Ley sobre el uso del nombre y la figura del compañero Fidel Castro Ruz» establece, en su artículo 2, que «Se prohíbe el uso de denominaciones, imágenes o alusiones de cualquier naturaleza referida a la figura del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz para su utilización como marca u otros signos distintivos, nombre de dominio o diseños, con fines comerciales o publicitarios».

Le respondí que estaba totalmente de acuerdo con él, que a mí también me molestaba ver cómo el guerrillero era usado como ilustración para camisetas y llaveros.

Apuntó con su índice al vendedor: «Traté de explicarle el disparate que estaba haciendo y me respondió: ‘Yo vendo lo que me compran’. ¿Usted cree que él se ha leído una página del Che? Le apuesto lo que quiera a que lo más que sabe es que era argentino y murió en Bolivia».

Me parecía que el asunto era un poco más complejo de como él lo presentaba. En México, en especial en Guadalajara, he visto cientos de ómnibus que tienen pintada, en la parte trasera, la silueta del Che de Korda. En decenas de películas de cualquier nacionalidad, carteles con su rostro indican la militancia o las afinidades políticas de algún personaje. En las calles de Cuba he encontrado muros donde admiradores espontáneos (y pocas veces bien dotados para el dibujo) han fijado su boina con la estrella, su barba, la sombra de sus ojos.

«Es que el Che, desde el mismo día en que lo mataron, comenzó a convertirse en un mito. Y los mitos alcanzan una especie de vida propia, incontrolable», argumenté.

Recordé un texto de Tomás Gutiérrez Alea que al escribir esta crónica puedo citar al pie de la letra (se incluye en Volver sobre mis pasos, la valiosa compilación preparada por Mirtha Ibarra).

El cineasta cuenta que cuando preparaba La muerte de un burócrata salió a fotografiar bustos de Martí para «satirizar esa mentalidad superficial, oportunista, grosera, beata, que se llegó a convertir en una verdadera epidemia». Como parte de la investigación, llegó con su equipo al barrio de Buenavista. Allí, dice, «hay una zona que está literalmente sembrada de rincones martianos».

La actitud de Gutiérrez Alea, su percepción, cambiaron radicalmente ante aquellas muestras espontáneas, populares, de respeto y amor hacia Martí. Y llega a una conclusión cuestionadora de sí mismo y de los esquemas que nos condicionan: «nos apoyamos en los nuevos mitos para hacer avanzar nuestro espíritu, para desligarlo de los mitos viejos que tienden a mantenerlo en el pasado», aunque debemos «estar claros» de que el fin último es «la desmitificación plena de la realidad, la asunción de la realidad como tal».

Acudiendo a mi mala memoria pude esbozar algunas de estas nociones ante el señor de la calle Obispo. «¿Y usted cree que necesitamos mitos?», me dijo. «Aquí tiene la prueba de lo que sucede con los mitos. Todo es comprar y vender. Capitalismo puro y duro.»

«La Iglesia Católica se ha sustentado también, durante siglos, en la proliferación y el comercio de sus iconos», respondí.

«¿Y usted es de los que piensa que necesitamos una nueva iglesia? ¿Le parece que quienes compran estos objetos van a ir por el mundo como sacerdotes, divulgando las ideas del Che?»

Por provocarlo, por llevarle la contraria, yo estaba cayendo en mi propia trampa.

«Escuche esto», y me tomó por un hombro, me hizo mirarlo a los ojos. «En la Plaza, cuando fuimos a despedir las cenizas de Fidel, ¿usted estaba allí?». Sí, claro que fui. «El presidente Correa citó el concepto de Revolución de Fidel. A mi lado, varias personas comenzaron a recitarlo de memoria, como se repite el Padre Nuestro. A mí me dio pánico».

Los ojos que brillaban detrás de los espejuelos rayados de aquel señor decían la verdad.

«Para llegar al país que yo quiero», comenzó a decir. «No, perdón», se rectificó: «Para llegar a la sociedad que aprendí a imaginar, por la que entregué mi vida, no necesitamos iconos, ni consignas, ni oraciones. Necesitamos ideas». Su rostro estaba a escasamente unos centímetros del mío: «I-de-as. Y hay que leer al Che para aprender de él, y también para discutir con él, hasta estar en desacuerdo con él.»

Me dio dos palmadas en el hombro y se perdió entre la multitud que camina por Obispo, en dirección a la Plaza de Armas.

Yo fui hacia Monserrate. De un lado y otro de la calle, infinitas variaciones de la célebre foto de Korda me seguían mirando.

Fuente: http://oncubamagazine.com/columnas/debian-ponerlo-en-esa-ley/