Se han multiplicado las denuncias que acusan al Estado de vaciar de contenido la legalidad y de ir degradando la democracia. Los juristas hablan de la introducción del Derecho penal de autor, de acusaciones sin delito, sino sólo contigüidad («entorno»), de sentencias «ejemplares», veredictos por motivaciones políticas, etc. No sólo el caso insigne de los […]
Se han multiplicado las denuncias que acusan al Estado de vaciar de contenido la legalidad y de ir degradando la democracia. Los juristas hablan de la introducción del Derecho penal de autor, de acusaciones sin delito, sino sólo contigüidad («entorno»), de sentencias «ejemplares», veredictos por motivaciones políticas, etc. No sólo el caso insigne de los procesos contra movimientos políticos y sociales vascos, sino contra okupas, huelguistas y acciones de protesta civil, así como la práctica de la tortura y los malos tratos (v. g. en Cataluña), muestran una degradación del estado del derecho, o del Estado de Derecho suponiendo que lo haya. Porque de esto se trata. La acusación se sitúa en el marco de la «guerra contra el terror», aprovechada en todo Occidente, al parecer, para apretarnos los tornillos a los ciudadanos y hacernos un poco más súbditos.
Tengo algún problema con la ‘corrección política’ de esta retórica. A fin de cuentas España queda situada en medio de los países occidentales como una democracia más entre ellas, lo que diluye la específica situación española; incluso diría que la eufemiza. Nuestra democracia ¿está amenazada? O, al contrario, ¿no será mucho suponer que aquí la haya? Porque en España tengo la impresión de que la democracia es como la barra de carga de un ordenador que se ha quedado atascada a la mitad y cuyo color ni siquiera ha logrado estabilizarse. Cuando en la Alemania de posguerra se discutieron las leyes de emergencia, Theodo Adorno dijo que allí ese tipo de leyes serían directamente represivas, a diferencia de otros países con una democracia más arraigada. Es el caso evidente en España con la aplicación de la ley (ad hoc) de partidos.
Fusión
Una oligarquía puede consentir en un cierto cambio de las reglas, si es para preservar sus intereses. Aquí Iglesia, Ejército y rey se han fundido con una oligarquía capitalista (en cuyo núcleo, por cierto, está integrado el gran capital vasco). El Antiguo Régimen sobrevive así en una España que no ha conocido revolución fundadora de su nación en ninguno de los tres tipos clásicos :
1º) La Glorious Revolution que cerró el siglo XVII británico es el modelo implícito dominante actualmente. Esa revolución inglesa consistió en la rebelión de los ricos (la clase propietaria territorial y comercial), representados por el Parlamento, contra el rey y los pobres. El Antiguo Régimen quedó en ella como un resto simbólico que enlazaba en común interés a terratenientes y propietarios de títulos de deuda. Su recurso integrador fue el imperio.
2º) Un siglo después de la revolución inglesa, la revolución norteamericana defenestró a la corona británica y entronizó en su lugar a la Ilustración. La abstracta igualdad ilustrada, que hacía tabla rasa de los privilegios históricos, representaba en América la antropología de una burguesía colonial, cuyos pauperes pasaban a ser los pueblos sometidos; a éstos sólo se les reconocía el derecho a ser iguales -en su desigualdad de hecho-, pero no desiguales -con derecho a ser respetados en su particularidad concreta-. Toda América ha sido el campo de aplicación de esta ideología, que por lo demás se ha hecho dominante en la retórica mundial a través de instituciones oficiales (como la ONU) e inoficiales (como Amnistía Internacional). Esta retórica puede tener incluso su eficacia humanizadora, mientras no tope con realidades concretas, étnicas y de clase irreductibles al igualitarismo ilustrado (como la población indígena de toda América). Puede considerarse irónico que la izquierda abertzale reclame al Estado español derechos humanos y políticos, cuando esta retórica no prevé la diversidad más que como derecho abstracto (v.g. en el mandamiento de tolerancia), es decir, como variante de una igualdad poco propicia a generar derechos particulares.
3º) La clásica revolución «nacional» fue, con todo, la Revolución (en español se suele escribir con mayúscula) francesa de 1789. La burguesía cortó la cabeza del rey, excluyó a la Iglesia del poder estatal e integró al pueblo en un ejército ‘nacional’. Típico fue el Estado jacobino, versión ilustrada, igualitaria frente al privilegio, del despotismo borbónico. La progresía española se ha apuntado de forma entusiasta a esta versión del Estado, pero precisamente en un país sin revolución nacional. Ello ha permitido en la España post-franquista la alianza de la progresía ilustrada, e incluso marxista, con el Antiguo Régimen. La democracia resultante es en el fondo la de súbditos diversos que una forma general iguala como ‘ciudadanos’. El resultado es una labilidad permanente de la forma estatal unitaria, encubierta por una extrema rigidez autoritaria y un control férreo de la opinión pública.
La alternativa vasca de una revolución socialista nacional, pero no burguesa, plausible en los años ’60 y, con retraso periférico, en la lucha contra el tardo-franquismo, se enfrentó a la aceptación general del compromiso en la ‘Transición’, pero también al entorno ‘occidental’, que había hecho de ese compromiso una pieza intocable en la Guerra Fría (consagrada en el referéndum de la OTAN). El rechazo se encapsulaba así como resistencia en un sector geográfico y social del País Vasco. Ahora bien, las armas son difícilmente compatibles con la política, v. g. en la forma de movimientos civiles, además aislados de una estructura de partidos ‘integradora’ más que representativa. Por la otra parte una estilización, v.g. leninista, de la confrontación, eximiéndola, aunque sea relativamente, de la reflexión, amenaza su racionalidad y con ella la misma rebelión.
En contra de la resistencia frontal y aun cruenta está la sospecha de que reproduzca el papel de la víctima en el sistema de dominación confirmándolo precisamente como rebelde, una posición prevista por el poder. Una larga historia de revueltas campesinas aplastadas avalaría esta sospecha. Pero, ¿hay otro éxito que romper las reglas del juego dominación-rebelión? Así lo mostró Gandhi, cuyo compromiso pacifista suele ser enfatizado, pero que en otro aspecto debe ser puesto al lado del Mao-Tse-Tung de «la larga marcha». Es difícil encontrar en una sociedad esa capacidad de romper la reproducción de la dominación. La fascinación que genera el poder y garantiza la sumisión, e incluso genera el odio contra lo no conforme, se invierte por el lado rebelde en el resentimiento que se proclama anti poder y reproduce más de lo que cree aquello a lo que se opone, precisamente porque se le opone en absoluto, como algo por completo ajeno. Ese radicalismo de la confrontación rompe los puentes, la construcción de posiciones intermedias, y consolida insolublemente en antagonismos o pasividades lo que en un tiempo podían haber sido posibilidades persuasivas y alianzas necesarias.
Por su parte, este Estado quiere la confrontación extrema precisamente para poder dominar más brutalmente, haciendo sentir la dominación a todos en la persona del rebelde; y recurre a criminalizar todo partido o movimiento civil con dimensión política que se le oponga. La gran objeción a la lucha armada en nombre de una acción política posible recibe así la formidable contra-objeción de la misma imposibilidad de la acción política. Hace falta resistencia e inteligencia para subvertir esa estrategia estatal, cuya debilidad es su misma brutalidad.
Jose Maria Ripalda es Profesor de Filosofía de la UNED