Tal vez por aquello de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, hoy vemos con un «puntito» de añoranza los años de la transición democrática en nuestro país. El fin de la dictadura franquista abría todo un mundo de ilusiones, de expectativas de cambio, pero también de dudas sobre si al fin sería posible alcanzar […]
Tal vez por aquello de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, hoy vemos con un «puntito» de añoranza los años de la transición democrática en nuestro país. El fin de la dictadura franquista abría todo un mundo de ilusiones, de expectativas de cambio, pero también de dudas sobre si al fin sería posible alcanzar la ansiada Democracia, algo que la Historia se había empeñado, una y otra vez, en negar a nuestro pueblo.
Como digo, aquél parece hoy parece un tiempo lejano, del que sin embargo se guardan en la memoria colectiva importantes recuerdos. Democracia, cambio, transición o libertad, fueron expresiones casi ajenas que de repente se hicieron de uso cotidiano, sorprendentemente cotidiano. Todo ello, unido a la irrefrenable ilusión generada al sentirse partícipe, hasta protagonista, de todo ese proceso, no nos puede hacer olvidar que en el camino también se vivieron momentos convulsos.
La transición supuso para el conjunto de la ciudadanía, pero también para las Instituciones del Estado, un tiempo de cambios, en no pocos casos radicales, que afectaron tanto a su estructura como a su esencia misma. De ahí que durante esta etapa en España fuese particularmente duro y difícil romper con aquellas viejas formas, sobre todo porque de alguna de ellas se había servido el régimen anterior para su propósito de control social, y de la persecución y castigo de la disidencia.
Y sin embargo, como digo, alguna de estas Instituciones tuvo que pasar su particular via crucis, cambiando en ocasiones el nombre o la iconografía en torno a la cual la memoria colectiva podía rememorar su nefasto pasado. Cambió la Policía Armada (los temidos «grises»), y lo hizo en el nombre, en el uniforme y en su escudo, pero sobre todo lo hizo en su imagen, en la de un instituto entregado ahora al servicio del ciudadano y no al de perpetuar los instrumentos del poder autoritario del Estado. Cambiaron las Administraciones en su conjunto, desapareciendo progresivamente las ventanillas y aquel trato displicente con que el funcionario despachaba a quien osaba molestarle con sus demandas, a veces resueltas con el «vuelva usted mañana», para emerger la figura del moderno empleado público.
Había pasado poco más de un lustro desde la muerte del dictador y una de las instituciones que más dañadas habían quedado en su imagen durante los cuarenta años precedentes, la Guardia Civil, apenas había iniciado también su difícil proceso de transformación. Y en plena metamorfosis tuvo que sufrir la vergüenza de verse implicada en uno de los sucesos más luctuosos de nuestra Historia reciente, tal vez el más deplorable desde el comienzo de la etapa democrática: la irrupción en el Congreso de los Diputados y el secuestro de los parlamentarios y Gobierno en pleno, cuando se votaba la investidura del nuevo candidato a ocupar la Presidencia.
El asalto al Congreso, ocurrido el día 23 de febrero de 1981, suceso conocido en todos los ámbitos como el 23-F, se ha convertido así en un hito que marcó un antes y un después en la Democracia de este país. Grandes analistas han coincidido en que éste fue un punto de inflexión del que resultó un grado de madurez colectiva, clave para consolidar la definitiva instauración del proceso democrático en la sociedad. Pero, sin lugar a dudas, fue también un punto sin retorno en la transformación de las dos Instituciones que tomaron parte en el fallido golpe: el Ejército y la Guardia Civil.
En definitiva, y como de las malas experiencias es posible extraer algún aprendizaje positivo, se puede decir que el lamentable espectáculo protagonizado por quienes secuestraron a nuestros Diputados y al Gobierno de la Nación, cuanto menos sirvió a aquéllos para reconsiderar su papel en una nueva España, surgida de la Democracia, y en la que algunos aún no creían. Así, no hay más que ver en qué se emplean hoy nuestros soldados y el papel que lleva a cabo la Guardia Civil, a punto de acabar el primer decenio del nuevo siglo, para dar fe del cambio. Entregados en misiones humanitarias en situaciones de conflicto, provocadas por guerras fratricidas o catástrofes naturales, o convertidos en un verdadero cuerpo de élite en la investigación de todo tipo de delitos y contribuyendo a reducir la siniestralidad en nuestras carreteras a través de servicios de vigilancia.
No es tiempo ahora de juzgarles por ese pasado, además no sería justo, porque ya no hablamos del mismo Ejército ni de la misma Guardia Civil, pero no debemos olvidar que aquel episodio ocurrido en la tarde de un 23-F fue un intento de involución, un hecho muy penoso para la vida interna y para la imagen que se proyectaba al exterior de un a España que caminaba de forma lenta, pero firme, hacia la consolidación de un Estado democrático. La sola idea de que el Parlamento, institución que por antonomasia representa la soberanía del pueblo español, hubiese estado secuestrada, siquiera durante unas horas, por un grupo de guardias civiles, y bajo las órdenes de algún que otro «salvapatrias», es para echarse a llorar. Aunque sólo fue por un breve espacio de tiempo, el pueblo español no tuvo voz, porque quedó acallada por los disparos y fue presa de los golpistas.
Han pasado ya 34 años desde que la Democracia española comenzase a andar, 28 desde el intento del golpe de Estado del 23-F y aún hay quien cree que el proceso de cambio y transformación no va con ellos, que la soberanía popular es sólo propaganda, y que el Poder que representan tiene su origen en un título administrativo que les legitima para decidir qué es lo correcto o incorrecto, incluso para decir qué es bueno o malo para el pueblo.
Pese al tiempo transcurrido desde la instauración de la Democracia, no se conoce en estos momentos una institución más retrógrada y anclada en los beneficios y prebendas de un pasado reciente que la judicatura de este país. A pesar de ello, y desde hace unos meses, algunos jueces han optado por proyectar la opinión pública una imagen de sí mismos que en nada refleja la realidad que percibimos quienes les conocemos de cerca.
Es falsa la imagen de modernidad y de preocupación por lo público que pretenden dar, porque en el trabajo diario siguen recurriendo a los procedimientos clásicos y a erigirse en dueños y señores de ese pequeño reino (de taifas) que es «su» Juzgado, con desprecio hacia todo aquello que implique modernidad en la gestión de los recursos, por no hablar de todo lo que, por ejemplo, pueda alterar sus modos o el «peculiar» horario de trabajo.
Es igualmente falsa, por deliberadamente sesgada, la idea que quieren proyectar de que carecen de los mismos derechos que los funcionarios públicos (colectivo éste al que nunca llegaremos a saber si quieren o no pertenecer) porque, si bien no tienen algunos de estos derechos, sí cuentan con otros que el común de los mortales no podríamos ni soñar y que, intencionadamente, ocultan a la opinión pública. A nadie escapan las horas que sus señorías dedican a «otras actividades» y que evidencian la falsa dedicación en exclusiva a la labor de impartir justicia. Vienen a la memoria los nombres de numerosos jueces que restan horas de trabajo efectivo en el juzgado para dedicarlo a dar clases, impartir ponencias o participar en eventos, o en la preparación de oposiciones, en todos los casos con obtención de pingües beneficios extras.
Pero lo más terrible de todo, a mi juicio, es que bajo la piel de cordero y con el anuncio altruista de dirigir el núcleo duro de sus reivindicaciones a la búsqueda de una mejora del funcionamiento de la Administración de Justicia, que es como decir del «bien para todos», esos nuevos «salvapatrias» hayan protagonizado el segundo de los asaltos al Congreso desde la instauración de la Democracia. Así, han convocando a una huelga a través de la cual pretenden secuestrar la voz del Parlamento cuando pende la aprobación por éste de una profunda reforma de la legislación procesal encaminada a modernizar la Justicia, a convertir la Administración de Justicia en servicio público.
No puede tener otro calificativo la convocatoria de huelga anunciada por parte de la judicatura (el segundo asalto, tras el que tuvo lugar a comienzos de este mismo año), al parecer para el próximo día 8 de octubre, que tiene por primer fundamento la demanda de mejoras económicas y laborales, una petición increíble en un momento de crisis económica como el que vivimos.
Todo este proceso de movilización de la que, sin duda, es una de las clases más privilegiadas de nuestro país (altos funcionarios, bien pagados e integrantes del Tercer Poder del Estado), surgió a partir del nacimiento del denominado «Movimiento 8 de octubre» (8-O), denominación más propia de un grupo guerrillero libertario que de un colectivo rancio y casposo, y también corporativista, auque sólo a medias, porque entre ellos prima antes que nada el interés estrictamente personal. Tal movimiento comenzó a raíz de la sanción impuesta al juez Tirado que consideraban injusta… Porque injusto es, para ellos, sancionar a un juez que no cumple con su trabajo, cuando lo verdaderamente sorprendente es que, en este país de tradicional impunidad de la magistratura, se haya conseguido siquiera una levísima sanción, que no deja de ser simbólica, para una conducta ciertamente reprobable. Doblemente reprobable si se recuerda el modo en que el Sr. Tirado se dedicó a «tirar balones fuera», culpando de todo lo ocurrido al personal del Juzgado.
Y manteniendo el «espíritu» de aquella movilización (como queriendo engañarnos al parecer altruistas en sus reivindicaciones) la asociación de jueces que reúne a un mayor número de afiliados y buena parte de la judicatura convocan a una nueva jornada de huelga para el próximo día 8 de octubre, otra vez el 8-O, en demanda de medios para lograr la modernización de la justicia. Pero ¿a quién van dirigidas sus peticiones?
El Ministerio de Justicia, el Gobierno de la Nación, siempre puede y debe hacer más de lo que hace. No seré yo quien diga que el Ministerio cumpla con su obligación de procurar los medios acordes con un servicio esencial, en pleno siglo XXI. De cualquier modo, resulta paradójica hoy una movilización para reclamar cosas que cualquier profano pensaría que no se están dando. La realidad muestra en cifras objetivas que, pese a estar todavía lejos de las necesidades reales, las inversiones en la Administración de Justicia han seguido creciendo año tras año, incluso en época de crisis. El número de jueces por habitante está por debajo de los países de nuestro entorno, sin embargo, desde el año 2005 al 2008 ha pasado de ser de 9,52 a 10,15 jueces por cada 100.000 habitantes y ello, hay que decirlo también, en un período de tiempo en que no ha dejado de crecer la población en nuestro país.
Pero también el Parlamento se ha convertido en otra diana a la que el colectivo de jueces lanza sus ataques. Lo ha sido ya al exigir le cambios en el proyecto de ley de reforma de las leyes procesales que, supuestamente, beneficiaban al interés general, cuando lo cierto es que servían para consolidar un estatus secular. Han mantenido secuestrada la voluntad del legislador y, aunque con alguna pequeña rebaja, han conseguido cobrar el rescate.
Y los jueces han tomado conciencia de que, pese a ser el llamado tercer Poder del Estado, son en realidad el primero de ellos. Lo son porque cuando los otros dos hacen mal su trabajo reciben el merecido reproche, y el pueblo soberano los destrona en cuanto tiene ocasión a través de las urnas. Los jueces son y ejercen su poder hasta que mueren o se jubilan. Conscientes de su fuerza, han decidido, a través del anuncio de su huelga y movilizaciones, mantener el asalto al Parlamento y el secuestro de la voluntad popular. ¿Hasta cuándo durará esto? Y, sobre todo, ¿cuándo asumirán los jueces que en una sociedad democrática y con un Estado de Derecho el juez es un servidor público y debe el ejercicio del Poder que representa a los intereses del pueblo que le legitima? Hoy más que nunca debemos recordar les que «la justicia emana del pueblo» y que, por consiguiente, nuca debimos dejar que sus titulares invirtiesen el orden constitucional de las cosas. Tolerando que se hiciese de la justicia algo extraño, alejado e incomprensible para el ciudadano, aquél a quien, lacónicamente, ellos llaman «el justiciable» y que hoy presencia atónito como, 28 años después, otros «uniformes» quieren silenciar la voz del pueblo soberano. ¿Para cuándo la transformación de nuestra judicatura en una institución al servicio de la Democracia y del Pueblo?