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República

Del grano y de la paja

Fuentes: Rebelión

A los republicanos españoles la abdicación de Juan Carlos nos pilló con el pie cambiado. El análisis debe iniciarse el pasado 14 de abril en una Plaza de Sant Jaume de Barcelona casi vacía, donde menos de trescientas personas celebramos el aniversario de la proclamación de la II República Española y reivindicamos la instauración de […]

A los republicanos españoles la abdicación de Juan Carlos nos pilló con el pie cambiado. El análisis debe iniciarse el pasado 14 de abril en una Plaza de Sant Jaume de Barcelona casi vacía, donde menos de trescientas personas celebramos el aniversario de la proclamación de la II República Española y reivindicamos la instauración de la Tercera. Lidia Falcón lamentaba cuán pocos que éramos y se preguntaba dónde estaba la izquierda, dónde los grupos feministas, dónde los sindicatos. No entendía la desidia ciudadana. Yo tampoco.

En la víspera, domingo 13 de abril, acudí a la manifestación republicana que cada año se celebra por la mañana en mi distrito de «Nou Barris». Había tantas banderas «estelades» (secesionistas) como republicanas. A algunos nos molestó pero los convocantes resolvieron por alabar la convivencia, la unidad de los que luchan contra el «poder establecido», en una interpretación errónea del principio maoísta de que «el enemigo de tu enemigo es tu amigo».

Considerar al nacionalismo, el secesionismo, como un proyecto compatible con la lucha por la República, con las luchas sociales, y abogar por integrarlo en la lucha contra el capitalismo, la aceptación pasiva del relato anacrónico (y, por ende, falaz) del nacionalismo es uno de los mayores errores de las izquierdas españolas de los últimos 50 años.

Lo cierto es que el nacionalismo, en tanto que proyecto uniformador, cala, se embebe, se incrusta en toda suerte de organizaciones y movimientos de derechas o de izquierdas imponiendo su discurso transversal y anulando, relegando o mediatizando su objetivo inicial (el de las citadas organizaciones) en pos de la «construcción nacional» en coincidencia con los postulados conservadores de la mediana y pequeña burguesía catalana desde finales del siglo XIX.

Se puede argüir que existe un nacionalismo de izquierdas basado en la liberación de pueblos colonizados. Nadie discute aquí el derecho de autodeterminación del pueblo saharaui o del pueblo palestino. Hablar de colonias refiriéndose a Cataluña o País Vasco, principales feudos del nacionalismo más insolidario y enconado, es un insulto a la inteligencia.

Paco Frutos, en una conferencia organizada por Alternativa Ciudadana Progresista el 27 de noviembre del año pasado, alertaba: «el nacionalismo es una vuelta al feudalismo con AVE y una cortina de humo de la derecha para frenar las reivindicaciones sociales» y añadió que «el franquismo sociológico de la Cataluña de principios de los años setenta se ha pasado al independentismo sociológico por seguidísimo acrítico del poder».

Esa visión crítica de Frutos no es ajena a su exilio en Madrid tras las derivas y rupturas del PSUC que llevaron a la izquierda catalana a caer en brazos del nacionalismo, dando un marchamo de «justa rebeldía» a una ideología reaccionaria que claramente no lo merece. De ahí a considerar que toda izquierda que se precie ha de estar por la falacia del «derecho a decidir» solo distaba un paso. Hoy está la CUP con un programa en apariencia muy radical de izquierdas pero circunscrito a Cataluña y a su secesión (programa plagado de elementos etnoidentitarios y con el blablabla de la solidaridad con el resto de pueblos del «estado español» ya convertido en país vecino y objeto de su «caridad»); está Procés Constituent que se interesa por un proceso constituyente solo para Cataluña (España «no es su problema»); la dirección de Podemos, con ese discurso de ambigüedad calculada de que «los catalanes serán lo que ellos quieran» sin vislumbrar que la casta que critica sería la gran beneficiaria de la posible secesión; y el nuevo proyecto que encabeza Ada Colau donde se reclama el «derecho a decidir, aquí y ahora, cómo ha de ser la Barcelona que necesitamos y deseamos» (veremos el rumbo que toma a la vista de que muchos de los interesados se sitúan en un concepto de «derecho a decidir identitario»).

Queremos una república, pero… ¿Qué república? Esto me preguntaba el pasado 21 de abril de 2013 en mi artículo «Un símbolo de la izquierda» publicado en La Voz de Barcelona. Ya es hora que empecemos a definir qué República.

Lo primero será definir el demos, el marco, y ahí no podemos coincidir con los independentistas. Nuestro marco es el pueblo, el pueblo trabajador, el pueblo trabajador español. Aceptar un marco menor es dividir a la clase obrera y supondrá un mayor endurecimiento de sus condiciones de vida, a un lado y a otro de esa nueva e indeseable frontera.

Esto se añade a que el supuesto demos soñado por los secesionistas es de naturaleza étnica, con la eterna y reaccionaria pretensión de la derecha de dar a la comunidad cultural de la parte más favorecida de la población el derecho a convertirse en comunidad política hegemonica. Cataluña es un territorio donde la pluralidad (pervivencia de diferentes comunidades culturales) es una realidad contrastable y el nacionalismo con su corolario de exclusión de aquellos que no comparten su marco identitario, que en el colmo de las contradicciones, corresponde a las clases populares que no encajan en el modelo de sociedad que proponen. Si como izquierdista pienso que la lucha de clases es internacional, sé que esta se desarrolla en los actuales estados-nación consolidados tras las revoluciones burguesas, con una extensión de la misma a otros marcos internacionales como es la UE, las relaciones norte-sur y la injusta distribución de la riqueza a nivel mundial en el marco de una globalización económica que aprovecha la actual «crisis» para un mayor expolio de las clases desposeídas y el enriquecimiento enloquecido de las grandes multinacionales y de las grandes fortunas.

El segundo aspecto a precisar será saber si únicamente queremos cambiar la forma de la jefatura del Estado y cómo. Lo que deslegitima la monarquía para un republicano no es la corrupción; eso deslegitima a quien la practica sea Jefe del Estado, diputado, ministro, empresario o simple ciudadano. La monarquía ni siquiera es aceptable en el caso de una honestidad sin tacha del receptor del supuesto derecho porque no existen tales derechos (privilegios) de sangre. Esta es la clave.

Ahora bien, el republicanismo no puede quedarse en el simple cambio en la forma de designar el Jefe del Estado. Es preciso eliminar los derechos de sangre en todos los ámbitos de la sociedad en que esos «derechos» implican generación de desigualdad y privilegio. ¿Por qué los miembros de la Casa de Alba tienen derecho a heredar unas tierras que nunca han trabajado? ¿Por qué los hijos de Botín pueden recibir fortunas que no ha generado con su esfuerzo personal? ¿Qué tienen los Millet, los Montul, los Mas o los Pujol diferente del resto de ciudadanos para estar siempre en los puestos públicos que garanticen el constante incremento de sus posesiones? ¿Por qué los gobiernos autonómicos se han dado tanta prisa en eliminar una de las herramientas más importantes para la redistribución de la riqueza como es el, aunque tímido, impuesto de sucesiones?.

Aunque la actual Constitución española, en su artículo 33.2, advierte de la necesaria delimitación de los derechos de propiedad privada y de herencia a su función social, los sucesivos gobiernos y, sobre todo, sus parlamentos (supuestos representantes del pueblo) apenas se han preocupado por desarrollar las leyes necesarias para establecer esas funciones sociales. Tampoco parece que lo hayan hecho en el desarrollo de los derechos constitucionales al trabajo y la vivienda, ascendiéndolos de meros derechos declarativos a derechos efectivos que de buen seguro habrían evitado la terrible situación de paro y los innumerables desahucios que se continúan produciendo en España.

Este es el camino de la IIIª República Española: la construcción de una nación (política) de ciudadanos libres e iguales. Donde la democracia no se convierta en un instrumento al servicio de la partitocracia, central o autonómica, sino en una forma de participación social en la toma de decisiones políticas, sociales y económicas. La economía debe estar sometida al sistema democrático como medio de asegurar la igualdad de los ciudadanos. No al capricho de un supuesto mercado que no responde más que ante los dueños del capital, estén en Barcelona, Madrid, Berlín, Moscú o Hong Kong.

Volviendo a los hechos tras la abdicación, cualquier observador que se precie habrá notado que las manifestaciones reclamando la República en Barcelona han mostrado dos tipos de puesta en escena muy distintas. En unas había una mezcla de banderas republicanas y esteladas. Su apoteosis se dio el pasado domingo 22 de junio, donde el «nacionalismo de izquierdas» (evidente oxímoron) apostó por una República Catalana. En ella quedó patente que muchos no le dimos apoyo, por lo cual la presencia de la bandera republicana (española) fue inexistente.

La baja participación demuestra la falacia de la pretendida hegemonía izquierdista del proceso secesionista. Corresponde dicha hegemonía a la casta detentora del poder político y económico en Cataluña, representada por las famosas 300 familias.

Por otro lado hubo dos manifestaciones realizadas en Plaza Sant Jaume en la que la bandera republicana fue prácticamente única, el sábado 7 y el jueves 19 de junio, coincidiendo con la proclamación del nuevo Rey; esta última convocada por la Coordinadora Republicana 14 de abril.

Ciertamente la baja participación muestra a las claras la falta de trabajo del republicanismo de izquierdas, y su necesario rearme ideológico y social. Hoy, más que nunca, la izquierda necesita marcar distancias con el secesionismo, el cual utiliza cualquier situación para imponer su axioma secesionista, donde el sedicente «derecho a decidir» no es sino una coartada pseudo-democrática para un fin insolidario del que se beneficiaría, en todo caso, la casta nacionalista o, parafraseando a Vicenç Navarro, el establishment catalanista radicado en Barcelona.

 

Vicente Serrano es activista político, comenzó a trabajar a los 14 años y hoy está afectado por un ERE, es Técnico de Recursos Humanos y Organización. Ha sido delegado sindical y militado en diferentes organizaciones políticas. Actualmente es miembro de la junta directiva de la asociación Alternativa Ciudadana Progresista, participa en Frente Cívico de Cataluña y recientemente en el Círculo Podemos de Nou Barris (Barcelona). 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.