Aunque he ido haciendo anotaciones al compás de la lectura, no empiezo a escribir hasta haber terminado el primer capítulo -pp. 11 a 28- de la exitosa novela Una palabra tuya, de Elvira Lindo. Vivimos la abominación de la desolación. ¿A dónde vamos a ir a parar? Que se diga a los españoles, mediante «premios» […]
Aunque he ido haciendo anotaciones al compás de la lectura, no empiezo a escribir hasta haber terminado el primer capítulo -pp. 11 a 28- de la exitosa novela Una palabra tuya, de Elvira Lindo. Vivimos la abominación de la desolación. ¿A dónde vamos a ir a parar? Que se diga a los españoles, mediante «premios» (ellos ignoran que están amañados), homenajes, críticas laudatorias, entrevistas, presentaciones, etc., que una novela de este tipo, vulgarmente escrita, plena de expresiones convencionales y anacolutos, con su costumbrismo castizo, sin la más mínima tendencia a la universalidad ni (siquiera) a la profundización en la inmediatez, con un planteamiento a lo Almudena Grandes, con las «constantes» habituales en todo cuanto escriben las tontitas del sistema -engreimiento progre, alcohol, porros, madres enfermas, tascas, churros, porras, retretes sucios, pollas, polvos, vecinos chismosos, en fin, color local-, es lo que hay que hacer en el siglo XXI, resulta desolador. Porque ya se puede dar por seguro que nadie, salvo los críticos independientes, los espíritus libres del Círculo de Fuencarral, se va a comprometer por la literariedad, por las ideas. Para éstos que se consideran, porque los consideran, escritores; para los fabricantes de libros, aunque dudo de que les afecte; para los críticos que, con su visto bueno, convierten el marketing en historia de la literatura, recuerdo, dejándome fuera muchas de mis preferidas, que en este mismo mundo ya se han escrito (cito sin ningún orden) La conciencia de Zeno, El hombre sin atributos, El tambor de hojalata, Manhattan Transfer, Sartoris, Sparkenbrouke, Los Buddenbrooks, Marta o la segunda guerra, La hora XXV, El castillo, Las abejas de cristal, Crónica de los pobres amantes, Los caballitos de Tarquinia, Moderato cantábile, La modificación, El mirón, El reposo del guerrero, El caballero de la resignación, La muerte de Virgilio, Los idus de marzo, Alexis Zorba El tiempo debe detenerse, Libertad o muerte, Paralelo 40, La puerta de paja, La saga-fuga de J.B., Merlín y familia, Tirano Banderas, Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Adam Buenos Aires, Pedro Páramo, Paradiso, San Manuel Bueno, mártir; Miss Giacomini, La busca, El mago y la llama, Hipogrifo, Duelo en el paraíso, Copa de sombra, Auto de fe, Pesebres de caoba, La peste, Adriane Mesurat, Hambre, El gran Gatsby, Adiós a las armas, El llano de la tortilla, Lolita, La condición humana, El revés de la trama, El fin de la aventura, y otras tantas y otras más que he citado en otros trabajos… Por no hablar de las grandes creaciones del siglo XIX. Si en un artefacto ideal, configurado para medir los valores literarios, señalamos un 100 para El juego de los abalorios, Contrapunto, La montaña mágica, 75 para Santuario o El cielo y la tierra, 50 para Sparkenbrouke o Sonata de primavera, 10 para Todos los hombres son mortales o El filo de la navaja, ¿qué cifra correspondería a los partos abortivos de Elvira Lindo, Almudena Grandes, Maruja Torres, Rosa Regás, Rosa Montero, Javier Marías, Millás, Muñoz Molina etc.? Sin duda, una «en números rojos». O infrarrojos.
Leído el primer capítulo, sobra para saber cuál es la (no)estética «sustentadora» de este relato (no novela) escrito en primera persona y en una prosa que pretende ser a la vez culta y coloquial, pero que no logra ser ninguna de las dos cosas y que inútilmente se pretende literaturizar mediante unas anáforas pedestres. Y ello sólo en las primeras páginas. Después, y pienso que hasta el final, el libro está escrito, como la propia autora diría, a la pata la llana. Vulgaridad en el tema, vulgaridad en la expresión, ideas vulgares… ¿Por qué se empeñan tantos en que esta morralla se venda por decenas de miles de ejemplares, cuando la vida de una persona longeva no daría para conocer tantas maravillas existentes?
Salvo algunas poco sólidas especulaciones de la relatora sobre su nombre y su persona, queriendo quedar a un tiempo bien y mal, el capítulo está dedicado a dar a conocer a Milagros, a quien la autora describe, de manera poco convincente y a base de metáforas vulgares, como una parlanchina incansable y hueca; y el caso es que, cuando «actúa», aparece enteramente diferente: apenas habla. Nada de lo que se cuenta -por ende, de manera reiterativa: la madre llega a ponerse pesada con su entierro- tiene el menor interés, especialmente cuando se trata de la enfermedad de la madre, el mencionado entierro, lo cara que está la vida, el trabajo, los seguros y las inverosímiles andanzas en el taxi…
La narradora, Elvira Lindo, quien, como Almudena Grandes, Rosa Montero, Maruja Torres, etc., se describe a sí misma como un ser raro, especial, rebelde, que aspira («máxima aspiración de mi vida»:) a ser normal (p. 15); la narradora, digo, realmente anormal, pero en sentido distinto al que ella cree, informa al lector -p. 19- de que, además de hablar mucho, Milagros lo hace «siempre echando mano de frases hechas», a lo que añade: «Eso es algo que siempre me ha puesto nerviosa, las frases hechas». Será por eso por lo que, en apenas quince páginas, utiliza las siguientes, combinadas con otras expresiones manidas (en la narración, se entiende, no hablo de las incluidas en los parlamentos): «ya no hay escapatoria» (pág. 11), «tú, mójate», «vender por una miseria» (12), «el final fue de chiste», «una mentira de mierda» (id.), «nunca había tragado a Milagros» (13), «mirar por encima del hombro» (id.), «aspecto infantilón» (14), «echarnos una mano» (id.), «quitármela de encima» (id), «una especie de histeria colectiva» (15), «no le funciona el cerebro» (16), «yo lo veo así» (id.), «en serio» (id.), «estaba a dos velas» (17), «la cosa fue así» (id.), «ni puto caso» (id.), «la calefacción a toda hostia» (id.), «la felicidad en estado puro» (id.), «así un día tras otro» (18), «la cosa se pone tensa» (id.), «la gente echaba chispas» (id.), «te quema la sangre» (id.), «estar jodido» (19), «viene de fábrica» (id.), «de lo que se le pusiera por delante» (id.), «me mordía la lengua» (20), «me lo veía venir» (id.), «aguanté el tipo» (id.), «como una jabata» (id.), «hecho una mierda» (id), «no hay quien les haga sombra» (id.), «con mala intención» (id.), «me mantuve firme» (21), «no me diera el coñazo» (id.) «te pillan en el embuste» (id.), «la pinta que tengo» (22) «me vea en la tesitura» (id.), «sacar la cara por nadie » (id.), «argumento de peso» (id.), «se me ponía literalmente cara de imbécil» (id.), «cara de gilipollas» (id.), «echaba para atrás» (id.), «huele que tira para atrás» (23), «no quiero darle en el estómago» (24), «como una rosa» (id.), «cada dos por tres» (id.), «sumida en mis pensamientos», «lo conozco como la palma de mi mano» (id), «buscarse una bien gorda» (id.), «se hacía la experta» (id.) «me daba mucho coraje» (id.), «no se va a acabar el mundo» (25), «no tiene idea de nada», «se me echaba literalmente encima» (id.), «estár en la flor de la vida» (id.), «tener que hacer frente» (id.), «no se va a acabar el mundo» (id.), «cargar con el muerto» (id.), «nunca pensó en las consecuencias de sus actos» (26), «no perder los nervios» (id.)… Añado, terminado el libro, que todo él es un festival de frases hechas y expresiones convencionales. Y recuerdo que, en la página 20, doña Elvira reconoce que el empleo de frases hechas es «un detalle de vulgaridad».
En este capítulo, aún podemos admirar otros detalles: En la pág. 16, por ejemplo, unas consideraciones «filosóficas» que son para echarles de comer en el plato de al lado: las personas, generalmente, no cambian. Si hay alguna posibilidad de que cambien es mediante el dinero. Una gran cantidad de dinero es lo único que nos puede cambiar en esta vida y hacernos mejores como personas. Aparte la inmoralidad paleta de estas afirmaciones y ciñéndonos a personajes literarios, hay que pensar que Elvira Lindo no concebiría un cambio como el del coprotagonista de la Resurrección tolstoiana, ni el de Margarita Gautier, ni el del sacerdote de El poder y la gloria, ni, mucho menos, el de Gregorio Samsa.
Existencialista ahora, habla (p. 13) de «no sé qué pendiente vital en que yo había caído». Aparte de que no se cae en una pendiente, sino por una pendiente, quiero decir que, en la p. 31 habla de que, oyendo música, «me daba por pensar en mi soledad existencial». Una «solemnidad» que, situada entre «música a toda hostia», «a voz en grito» y «como una loca», por arriba, y «siempre me ha dado un buen rollo impresionante», por abajo, resulta cómica. Poco después (p. 20), informará de que ciertas circunstancias la sitúan «en una especie de estoicismo supremo». Seguro que, si se le preguntase, no sabría decir qué, caso de existir, sería eso.
Pág. 12.- «Vendí la habitación de mi madre». Vendería los muebles. Pág. 16.- «…transformaba la burla a que estaba sometida en otra cosa». ¿En qué, por ejemplo? Eso es lo que tiene que hacer una escritora: decirlo. Pág. 18.- Al principio señalábamos que, en su autopresentación, la relatora pretendía quedar, a la vez, bien y mal, esto es, ética y amoral, ortodoxa y heterodoxa, rebelde y conformista, etc. Aquí tienen un buen ejemplo: condena las drogas, los porros, muy severamente; pero a la vez, sin duda temerosa de perder la condición de progre, confiesa haberse fumado más de cuarenta (p. 19). Pág. 18.- Las reacciones que achaca a la gente que espera el autobús -¿cómo las descubre, si son todas internas?- porque Sagrario la recoge con el taxi, están tan injustificadas como son estúpidas. Pág. 21.- Un cúmulo de expresiones laístas, imperdonable en alguien nacido en Andalucía. El laísmo está presente en todo el libro.
Termino este capítulo, en el que recuerdo tres anacolutos que no encuentro ahora en las notas (jamás me arriesgaría a una relectura para buscarlos), con un trozo de prosa narrativa de Elvira Lindo, que por cierto va a continuación de otro en el que se afirma la estupidez de que la mayoría de la gente que circulan por Madrid no tiene carnet de conducir. Ni siquiera todos los taxistas lo tienen (24-25):
«… Eso también me daba mucho coraje de ella, cuando se hacía la experta, la sabia. Era patético porque era una tía que a los dos minutos de conocerla ya te dabas cuenta de que la pobre, por lo que sea, porque es una persona que no tuvo apoyos o medios o cariño, porque no tuvo una madre detrás, como tuve yo, o sencillamente era un poco limitada (a eso súmale lo de los porros), por la suma de todos esos factures, te dabas cuenta de que no tenía idea de nada.» Señores críticos, si esto pertenece, en vuestra opinión, a una gran novela, a una buena novela, a una novela, o son ustedes igual de vulgares en el pensamiento, igual de pedestres en la expresión, que la insalvable autora, o escriben al dictado.
Capítulo segundo
Arranca así: «Morsa me preguntó si éramos lesbianas, así, de pronto». Arranque digno de Almudena Grandes. Tanto monta. ¡Qué mundo más chato tienen ambas! ¿Cómo un crítico se puede sobreponer a la vulgaridad de la forma, a la vaciedad del fondo, y no sólo no echar el libro a la papelera, sino concederle un notable alto? ¡Qué delito de lesa literatura el de esta turba de aspirantes a que les escuchen aunque sea los necios o los mercaderes! Qué delito el de Pere Gimferrer, presidente del jurado que premió esta «novela», académico de la lengua y premio Nobel in pectore Jordi Pujolis. En cuanto a otros miembros del jurado… ¿Cómo pueden juzgar una obra (o presunta obra) literaria Rosa Regás o María de la Pau Janer, si ellas aún no han aprobado el examen de dictado ni el de análisis morfológico?
Págs. 29-30.- Una lección sobre los requisitos necesarios para ser una buena barrendera, que se agradece. Pág. 30.- En medio de otra disertación, ésta sobre la matemática barrenderil, la gran revelación: «Hoy echaré un polvo». Oh, Almudena Lindo, oh Elvira Grandes… Por cierto que he contado a media docena de barrenderas de mi barrio la teoría lindiana de las «combinaciones numéricas» que hay que hacer con las papeleras para soportar el trabajo y, la que menos, ha dicho: «esa gilichocho no sabe lo que es una escoba». Y eso que no le dije que la gilital empanaba su trigonometría en no pocas de sus anatematizadas frases hechas: «te vuelves tarumba», «corre como loca» y (31) «música a toda hostia», «a voz en grito», «cantar como una loca», «un rollo impresionante», «me pareció patético»… Para volver a considerar su «soledad existencial». Pág. 32 y ss.- Lindo se autoatribuye cualidades parapsicológicas y, para demostrarlo, dice que se «desdobla» mientras (otra frase hecha) «el corazón se me desbocaba». Una de las consecuencias del desdoblamiento es ésta: al tiempo que «recoge mierda», «imagina la maquinaria planetaria». Ya ven: una cacofonía -aria,aria- para realzar la belleza del trance. Pág. 33.- «Me costaba entender lo que tenía delante de mis ojos», no sé si refiriéndose a la maquinaria del planeta o a la caca. Otro ejemplo de gran prosa novelesca (32-33): «y saliendo a duras penas de ese ensimismamiento, porque todos esos pensamientos un tanto astrales me habían descolocado de tal manera la cabeza que me encontraba a punto de marearme…». Todo, pero especialmente lo subrayado. Algo que, como «un susto impresionante» y lo que subrayo unas líneas más adelante acreditan a una persona como enemiga irreconciliable de la literatura en general y la novela en particular. Id.- Nuevos y más cercanos excrementos, para concluir con una sentencia profunda: «Qué poco sabemos de los demás». En cuanto al arrebato de la Milagros, que empieza a llorar -«desconsoladamente», por supuesto- y dice: «Si un día tú te decides a suicidarte, si un día tú lo tienes claro y quieres hacerlo, yo me suicidaré contigo»… En cuanto a esto, digo, es también para echarle de comer en el plato de al lado. Dice doña Elvira -con frase hecha, claro-: «a mí me dio la risa». Y a mí también.
Págs. 34 y 35.- «A mí me sobran las emociones». Y a los lectores les faltan. Después, muchas vulgaridades como: «no me quedaban más huevos», «es un palo», «hay un abismo», «es que no me lo puedo creer», «joder», «cabrona»… Y para terminar: «…fue la típica caída en picado». Quien escribe lo subrayado, señora Lindo, señores críticos, ni es escritora ni lo será jamás. Como quien escribe (37): «Yo, desde luego, mientras no se demuestre lo contrario, creo en la reencarnación». El caso es que no hay una sola línea que no sea antiliteraria. Me limito a señalar los atentados más graves. Pág. 36.- «La gente es la hostia». Id.- Debe saber el lector que, páginas antes, semanas antes, ha visto un hombre ahorcado. Para referirse a lo que siente oyendo cierta música que escuchaba entonces, escribe (subrayo yo): «…a raíz del suicida, cuando la oigo…» Id., último párrafo: un paréntesis totalmente antinovelístico y demostrativo de la falta de recursos expresivos de Lindo. A limpiar en la calle para el Ayuntamiento, en vez de hacerlo en una casa para un particular, lo llama la autora «limpiar en abstracto» (38). A continuación, unas manifestaciones clasistas, al estilo de las que suele hacer en su columna de El País, verdaderamente repulsivas. Y más frases hechas, de ésas que la ponen nerviosa: «le quemaba la sangre», «la mandó a tomar por culo», «pensar en el mañana»… Por no hablar (39) de algunas comas que deberían ser puntos. Anoto: esto es menos que costumbrismo, es Arniches con la gripe del pollo.
Pág. 40 y ss. Sin la menor justificación, y entre insoportables laísmos (de la autora, no de los personajes), Sagrario habla de las ricas experiencias y buenos recuerdos que están acumulando durante la experiencia barrenderil. El lector no ve que hayan acumulado nada. «Todo hay que decirlo» (dice la enemiga de las frases hechas, no yo). En 41: «Le va como anillo al dedo». Id.- «…cualquier mujer femenina…». Sin duda ella conoce mujeres masculinas.
Si alguien siente una malsana curiosidad por saber qué puede haber debajo de la infraliteratura, lea las páginas 42, 43 y 44, que, al parecer, fueron las que más gustaron a Gimferrer, Rosa Regás y María de la Pau Janer. Especialmente la 44, ante la que uno llega a dudar de la salud mental de la escribiendo. Pág. 44.- «Un día se me hinchó la vena» [y] «la llamé cerda, bruja, muérete ya, cabrona, de todo…» La intervención del dueño de un bar, a continuación, es antológica. Pero, a lo que iba: yo he oído gritar ¡so cabrón!, ¡so cerdo!, pero a nadie ¡so muérete ya! Curiosidades que se aprenden con estas grandes autoras. Lectores, si, tras leer esas tres páginas, no os -como diría Lindo- hierve la sangre, os tendré que gritar, como ella en la página 45: «indignaos, coño, que no tenéis sangre en las venas». Por otro lado, quien leyendo (id.) que «no es envidia. Es el sentido de la justicia que yo lo tengo muy interiorizado» no perciba la ínfima categoría intelectual de este relato es que ni ha pensado nunca ni ha frecuentado la buena novela. Pág. 46.- Otra sentencia demostrativa de lo mismo, como resultado de una profunda reflexión: «…no era mío el problema […], sino del mundo, que no está bien repartido». Lo citaré en cuanto pueda.
Varias páginas haciendo ver lo tonta que es la madre, la de memeces que dice, lo muchísimo que desvaría, etc. y el lector no tarda en darse cuenta de que, entre lo que dice la madre y lo que dice ella no hay la menor diferencia: misma vulgaridad, misma falta de nivel intelectual, mismas frases hechas, mismo «estilo»: el estilo inexistente de Elvira Lindo. En la misma página 46, entre «te coma las entrañas», «tonto de baba», «tirar la primera piedra», «dos dedos de frente», etc., unas consideraciones teológicas que sonrojarían a un monaguillo recién ingresado en el cuerpo, para terminar con: «Y yo le decía que desde hacía tiempo se sabía que marxismo y religión eran compatibles». Esto es increíble, señores del jurado, señores críticos; esto es de retrasada mental; esto causa bochorno por delegación… En letras de molde, no se puede -no se debe debe- hablar de oídas de un tema tan serio -decenas de libros, centenares de artículos, en los años 60; Garaudy en uno de sus momentos peraltados, Maritain en la mente de todos- como el del diálogo cristiano-marxista, que no religioso-marxista, como cree ella…
En las primeras líneas de la pág. 48, «por mucho que te joda un acontecimiento», «con las putas muletas», «con los ojos a cuadros»… Y después: «anduve varios días entre cabreada y deprimida», «para ser exactos», «en la práctica», «borrarme del mapa»… Esta gente no sólo cree que novelar es ponerse a contar lo que sea y de cualquier manera, sino que lo hace con lenguaje subacuático. Casi al final de la pág. 49 una línea en la que Viruca Lindurri no solamente se echa un pulso con el Aquinate, sino en la que demuestra que tiene la misma afición al lenguaje burocrático y prefabricado que Almudena Grandes, Maruja Torres, Javier Marías, Rosa Montero, Antonio Gala y demás bestsellerados: «si Dios todo lo ve, para qué representar una comedia de cara a Dios»:
Pág. 50.- Interesante digresión sobre el frío en los pies. Luego, otro párrafo antológico que unir a los ya citados: «Yo sé que puede parecer de una mala hostia impresionante este interés mío por desmontarle sus embustes pero es que con ella corrías el peligro de consentir que todo valiera igual: la verdad y los disparates.» (No son conceptos contrarios los de verdad y disparates). Y una sentencia a lo cura sobre la que meditar: «La verdad es la verdad y hay que reconocerla aunque nos cueste». Pág. 51.- Para Lindo, es absurdo e injusto que una persona como ella, agraciada con «el don de la psicología», tenga que ir cinco años a una facultad para poder ejercer de psicóloga. Aunque, «hay dones que más valdría no tener». Dice: «si yo no tuviera este sexto sentido tan desarrollado que tengo [que me hace ver en los demás cosas muy desagradables], no las vería y sería infinitamente más feliz». Y, confundiendo la percepción con la inteligencia, afirma: «La inteligencia a veces es un veneno para la felicidad». Puede dormir tranquila porque, a ella, ese veneno, no se lo han sumistrado. (Si yo abro este libro al azar y me encuentro con las palabras «puede parecer de una mala hostia impresionante» o «me hace ver en los demás cosas muy desagradables», ya sé que no estoy ante la obra de una escritora. La mayoría de las expresiones de esta mujer son antiliterarias)
Terminemos como ella despide el capítulo, tras darnos el notición de que la van a hacer fija: «a tomar por culo». Como el arranque, este final parece de Almudena Grandes.
Capítulo tercero
Empiezo con un ruego, uno más, a los críticos. Por favor, expliquen alguna vez cuál es su criterio, cuál la escala de valores que aplican al juzgar las obras de estos hijos de una goma rota. ¿Han comparado alguna vez sus obviedades, reiteraciones, tópicos, lugares comunes y manifestaciones de mal gusto y pensamiento débil con el contenido de Doña Bárbara, Sobre héroes y tumbas, Contrapunto, Doctor Faustus, Washington Square, Brighton, parque de atraciones… ¿Cómo calificarían éstos y tantos otros productos de la gran novela de la primera mitad del siglo XX, si califican las de Elvira Lindo, Almudena Grandes, Marías, Millás, Cercas y compañía de «grandes novelas»? Prosigamos con la chef d’oeuvre: Pág. 53.- Se comprende el cabreo de la heroína lindurriana: el conductor del camión de la basura interpreta como tocamientos obscenos los que no son sino «masajes reflexoterapéuticos». ¡Qué barbaridad! Como muy bien dice ella, el tipo «es un faltón». Y así continúa, con un lenguaje cada vez más elevado -«¿y a ti qué coño te importa?», etc. contándonos lo que ella adivina que el desaprensivo siente y «sibilinamente piensa» -entre otras cosas, «en tirársela»-, con el lenguaje más de andar por la cocina que nadie haya empleado nunca (ver también 55). Y todo para terminar acostándose con el tarzán de los monos basureril. Págs. 54-55.- Demasiado fácil entrega a los apetitos del llamado Morsa en quien piensa de aqueste modo -otro párrafo para la antología que venimos realizando-: «Yo, en cuestión de hombres, siempre he puesto el listón muy alto, quiero decir con esto (antiliterario, señalo) que ninguno de los hombres con los que me he acostado a lo largo de mi vida (horreur!) ha llegado a ese listón para nada (¡!). Tú te construyes un tipo de hombre en la cabeza (como el santo, supongo, cuando servía en el Benemérita), un hombre con cierta cultura, que te escuche, que sepa conversar, que a la hora de hablar en una cafetería, sepa hablar y engatusarte con sus argumentos y a la hora de echarte un polvo lo haga como un macho sensible, que es para mí la descripción perfecta de mi ideal, macho sensible, en otras palabras, hombría más ternura; tú vives con esa esperanza (recuerdo: la esperanza de que le eche un polvo un macho sensible, como lo es un oso panda), pero luego la realidad es bien distinta (antiliterario). Si un hombre te gusta olvidas la barriga, el mal aliento después del sueño, el sonido de las tripas, los ruidos del váter, todo eso, imagino yo, debe quedar en un segundo plano (antiliterario), la miseria debe quedar oculta por el amor; pero yo no he tenido suerte, yo tengo la facultad de sentir desde el primer día lo que deben sentir las parejas cuando llevan veinte años de matrimonio (será la tuya). Y esto se traduce en que he vivido siempre en la contradicción de tener el listón de mi ideal masculino muy alto pero he tenido que ajustarme a lo que la vida me ofrecía (me imagino a la vida ofreciéndole pollas de rebaja), porque si no, hablando claramente (antiliterario), no me hubiera comido una rosca». ¡Qué excelso lenguaje, señores críticos, señora directora de la Biblioteca Nacional, señor Gimferrer! ¡Qué pensamiento tan profundo! ¡Qué exquisito gusto! ¿Pueden ustedes demostrar haber leído alguna vez algo más chato y más estúpido? ¡Ni en un libro de Almudena Grandes o Maruja Torres! Continuará refiriéndose al «listón muy alto» durante varias páginas. La expresión, no hay que decirlo, es otra de las que está rigurosamente prohibida a los escritores verdaderos. Pág. 55.- Su amiga del alma, la reflexoterapeuta, le hace comprender que si a ella le hiede el aliento por la mañanas y se tira un pedo apenas se levanta, no tiene derecho a aspirar a que la folle un personaje alcurne. La masajista es una sabia: le dice que ella «busca en la vida una perfección que no existe». Seguro que Conte, Belmonte (el descubridor del nieto de Alejandro Dumas, el mismo, sí), Pozuelo Yvancos, Ignacio Echevarría, García Posada, Joaquín Arnáiz, uno de los más dóciles, Goñi, Rodríguez Rivero, Basanta, Ayala Dip y demás caballeros de la mesa redonda, disfrutarán con las consideraciones de tonta de la clase que siguen sobre «lo que le gusta de los tíos»; los «programas coñazo» de la tele; su hermana, que «se carga como una burra»; la parquedad polveril del marido de ésta… Señalo algunas perlas más de este capítulo, por si algún lector la quiere disfrutar en su contexto: Pág. 56.- «Cuando yo soñaba con ese hombre hipotético…» , Pág. 57.- «A mi hermana se le ve el cansancio de la que ni echa un quiqui ni lo espera echar en los próximos veinte años.» Id.- «Yo he podido follar mucho más». (¡Qué nos creíamos!). Págs. 57-58.- «…dicen los especialistas que el sexo es necesario para tener salud tanto física como mental y, a veces, he echado un polvo por no considerarme anormal y también por salud…». (Lo mismo guarda recetas y prescripciones de un polvo cada ocho horas). Pág. 58.- [Yo me siento] «ajena al cuerpo de ese hombre que tengo al lado y que jadea encima de mí». (¿En qué quedamos? ¿Encima o al lado?). Id.- «Me juego el cuello a que Rosario es virgen». (¡Qué obsesión la de ésta y la Grandes!). Pág. 59.- «Lo que diga Sanchís me suda la polla». Id.- «¿Cuánto tiempo llevas sin echar un polvo?» Y venga polla, y venga polvo, como en los relatos de Almudena Grandes. ¡Qué empachera! Y que no lo justifique diciendo que así habla una barrendera, porque ello es incompatible con los términos médicos que emplea y que dejan ver claramente que son productos de una consulta y una comprensión superficial; incompatible también con sus opiniones (mostrencas) sobre el sexo y con expresiones como «hombre hipotético», queriendo sin duda decir otra cosa; con sus amagos culturetas, con su crítica a Morsa porque es incapaz de sostener «una mínima conversación política o de (¡»sobre»!) un tema de actualidad, porque carece de información» (54). Aquí se expresa la misma Lindo, y con la misma escasa altura, que en el periódico y, como ya apunté al principio, queriendo unas veces ser coloquial y otras veces culta y no consiguiendo ser con propiedad ninguna de las dos cosas. Páginas después, la barrendera literata demuestra tener idéntico gusto hortera que Lindo en sus columnas, hablando de marcas de abrigos y pantalones (77) y de la aventura de los pasajeros del Mayflower en las costas de Plymouth (79).
Y sigue el rosario de Rosario, en su faceta gozosa: «Quieres follar, me temo» (60), «Sé que él está empalmado» (id), «A tomar por el culo» (id), «Y le llevo al cuarto agarrándolo por la polla» (id). «El parece querer poner los huevos encima de la mesa» (61)… Lo que voy a copiar ahora para la antología lo aduzco a la vez como prueba de que esto no es lenguaje popular, sino el lenguaje hortera, que quiere ser culto, de Elvira Lindo: «…y el me mete la lengua de tal manera, tan basta, tan violentamente, que no puedo respirar y por un momento estoy a punto de pensar, es una lengua, es saliva, son sus dientes, su aliento, sus caries, su cara, que no la quiero sobre la mía, es su polla a punto de entrar […] y las piernas se me abren […] como cualquier mujer […] que no está enamorada, pero está caliente […] y me toco, me toco para correrme yo también, para ser una mujer corriéndome, me gusta tocarme con alguien encima», etc., etc. Y, a todo esto, [mi madre] «nos mira follar desde la puerta». Y yo, discípulo en París, en los gloriosos sesenta, de la exquisita mudra Dattareya de Pondicheri, estoy a punto de vomitar.
No sólo mienten los críticos. El editor es igualmente un mentiroso. Si fuera verdad sólo la tercera parte de lo que afirma en la contracubierta -que Elvira Lindo es dueña de un admirable sentido de la forma; que el libro tiene un hondura emocional que corta el aliento; que las vidas de los personajes cobra la dimensión de encrucijadas morales; que adquiere la grandeza de una tragedia antigua en el mundo contemporáneo; etc.- Elvira Lindo no sería quien comparte con Javier Marías el puesto de peor escritor de todos los tiempos y lugares, sino una fusión de Borges y Dostoievsky, de Gabriel Miró y Unamuno, de Racine y Eurípides… Pero es alguien con muy escaso bagaje cultural, poca inteligencia, nula originalidad y expresión balbuciente y plena de tópicos, que sólo pude prosperar en la Españeta, la España ignorante, zaragatera y triste, siempre situada de espaldas a Europa y a su propia pasada grandeza literaria. Ahora, encima, prostituida por la industria cultural de Polanco, Lara y quienes les imitan.
Capítulo cuarto
Continua el relato de las insólitas aventuras: «…el día en que llego a casa con Morsa para echar un polvo…» (65) . En este capítulo, vuelve a narrar el por ella misma descrito como nauseabundo ayuntamiento bajo la mirada de la madre, en un florido lecho de frases hechas, expresiones manidas, chabacanería y catetadas de quien se cree una experta. «Propósito de enmienda: no volveré a follar en casa de mi madre». (66) Para seguir hablando de que «el culo blanco y peludo de Morsa baja y sube» y «A ver quien coño se acuerda ya de los propósitos de enmienda». Por su parte, el del trasero peludo, antes de devolverlo al subeibaja, anuncia: «quiero volverte loca antes de metértela» (68). Y adviértase si tiene pocos recursos expresivos esta dominadora de las formas, que, en la página 66, escribe lo siguiente, a propósito de la que ella interpreta como una venganza de la madre, cabreada por haberse convertido en mirona sin quererlo: «El caso es que tres noches después de que eso ocurriera [que la madre contemplara los vaivenes del ya célebre promontorio nalgar] me desperté de un sobresalto porque la oí gemir, gritar, y entonces fui yo quien entreabrió su puerta y allí estaba ella, acostada, con los ojos abiertos, simulando que un hombre la estaba… No puedo decir la palabra tratándose de mi madre…» Hay que ser ignorante y estar obsesionada por el vocabulario soez, propio de su condición de progre, para no encontrar la sencilla solución que encontró una alumna del CDNE, de dieciocho años y medio: «simulando que un hombre la estaba poseyendo». Prueba también de pobreza de expresión es escribir: «No puedo decir la palabra». El verbo decir, como el verbo hacer y el sustantivo cosa, que tanto emplea el grupo de escritores de que me ocupo en este libro, no los emplean jamás los escritores auténticos, que siempre encuentran otros términos más expresivos y propios. Casi todos, también, pero especialmente Lindo y Marías, parecen incapaces de utilizar la primera persona del singular del presente de indicativo, sin anteponerle el pronombre: Yo fui, yo subí, yo entré… A la generación del yo-yó se ha referido alguna vez Francisco Rico.
Pág. 68.- Hay que reconocer que, cuando es necesario, hace precisiones sin las que el lector no podría pasarse: «Morsa es de los que acaban rápido. Yo soy de las que hago que ellos acaben rápido». Además de la ridiculez de la aclaración, indicativa por otra parte de qué clase de sexo hueco, trivial, casi animal, se trata, hay que decirle a la gran escritora que no debió escribir «de las que hago», sino «de las que hacen». Pág. 69.- «se acabaron los polvos». (69) «le traía al fresco» (Id). «recalcar que los polvos» (Id.) ¿Es que no ha encontrado un sinónimo? Y no olvidemos esta muestra, entre muchas, de lenguaje administrativo: «Yo con Morsa me había hecho mi composición de lugar» (69). Pág. 70: «la práctica del sexo sube la autoestima, activa las feromonas y eso me hace más deseable para el resto de los hombres»… Para mí, no; ni para mi primo Nacho, que yo sepa. Aunque reconozco que lo de las feromonas de las que habla la empleada de Gallardón es sublime. Id.- «Morsa, muchas gracias por los servicios prestados». Por fin un sinónimo: servicios por polvos.
La que no me esperaba es la siguiente afirmación: «Morsa es un clásico». No sé por qué dice eso, ni lo siguiente: «es un tío que le cae de puta madre a todo el mundo», porque, a juzgar por lo que de él nos ha contado, más bien se esperaría lo contrario: que no le cayera bien ni a la madre que lo parió. Tonto no es, porque «él sabe que tiene su lugar en el mundo» (todo un kantiano), aunque sí es un pelmazo que añade a lo que cuenta «unos detalles innecesarios, fatigosos, que te sacan de quicio». Págs. 70-71: Todos se aburrían con él, a pasar de lo cual, supongo, seguía cayendo a todos de puta madre. Pág. 71.- Nuestra Rosario, cuando le escucha, tiene que decirle: «…Venga, coño, sigue y acaba ya de una vez, que es para hoy».
Pág. 71.- Conforme se alejan los polvos morsianos y despedido su autor con un «se te agradecen los servicios prestados», como si fuese un subsecretario, va emergiendo otro tema apasionante: «Milagros nunca tuvo la regla». Sin embargo, «creo recordar, bueno no, estoy segura, simulaba que la tenía y compraba compresas incluso». Recuperada del todo la memoria, el trasunto literario de Lindurri evoca «la cantidad de veces que se ha bajado del taxi para comprarle compresas». (Temo que voy a contabilizar ahora tantas compresas como antes polvos). Id.- Más de una vez, sorprende a la masajista «sujetándose con las manos y con la barbilla apoyada en el borde del muro, observando atentamente cómo te quitabas la compresa y mirabas, como siempre, la sangre, la cantidad, el color, sintiendo el olor fresco, húmedo, del primer día y el olor seco y reconcentrado de los siguientes…» ¿Quién ha afirmado que nadie practica en España la ciencia ficción ni la novela poema? Págs. 71-72.- No he dicho que la «novela» está escrita como si la narradora se estuviese dirigiendo a alguien. Por eso, no sabe el leyendo si es que Viruca se expresa mal, como otras veces, o si la destinataria de la interesante historia también fue espiada: «Un día, mientras repetías esa rutina secreta en el lavabo del colegio, sentías […] que alguien estaba espiándote desde arriba». Aclaración pertinente: «No los ojos de Dios sino los ojos de un ser humano». Antes, «te quitabas la compresa y mirabas. Un lío). Pero lo dicho no es más que un anticipo. Ahora, en las próximas diez páginas, es cuando se nos entera prolijamente de cómo fue la primera regla de Lindo y los periodos posteriores, algo que, mezclado con la zafiedad del lenguaje, las repeticiones y la falta de interés, las constituyen en diez páginas únicas en la literatura universal. No se puede haber escrito nada peor, a no ser por Javier Marías. Pág. 72.- Milagros «tocaba el culo por detrás (¿?) a las niñas cuando sabía que tenían la regla». ¿Cómo sabía que la tenían? Sabia aclaración de la autora: «Nadie sospechaba que, más que instintos irrefrenables (¡!) de tortillera lo que movía a Milagros a meter mano era la curiosidad». Pág. 73.- En un mismo párrafo, la dominadora de la forma demuestra la riqueza de su léxico alternando la expresión «a posteriori» con la más castiza «a toro pasado». (Me rindo. Y me prometo a mí mismo escribir un ensayo sobre las menstruaciones de Lindo, los culos de Almudena Grandes y las menopausias de Antonio Gala.) Pero sigamos hic et nunc. Págs. 73-74.- Como en nada es normal esta fuera de serie, tan admirada por Gimferrer, Rosa Regás y nuestros mejores críticos, en estas páginas nos enteramos de que tiene tres ovarios: el ovario bondadoso, el ovario satánico y el ovario vampiro, que también se nos describen prolijamente, así como sus repercusiones en sábanas, bragas, cabeza, tronco y extremidades. Y, a todo esto (pág.74), ¿qué son «historias inconscientes»? ¿En qué consiste (75) esa «melancolía hasta ahora desconocida»? ¿O es que Lindo sigue sin saber expresarse?
Los amantes de la buena literatura no deben perderse (76) la historia del descubrimiento por Lindo de «un líquido más espeso que el pis» ni (77) su aclaradora explicación sobre la diferencia entre los dientes de leche y los dientes definitivos. Mucho menos (77-78), el relato de los sucesos de aquella memorable «mañana en que a Milagros se le metió el pie en la taza del váter del colegio», cuando ella, nuestra heroína, «ya llevaba dos años con la visita del Nuncio». Por la excelencia de la forma y la hondura del contenido recuerda a Virginia Woolf. Depongo por un momento la ironía para decir completamente en serio: relatar pormenorizadamente cómo dobla la compresa, la enrolla, la envuelve en papel higiénico, etcétera, etc., bajo la mirada espía, es lo más ridículo que han escrito la media docena de rellenapáginas a quienes La Fiera Literaria conoce por «las tontitas del sistema». Si no tiene nada que escribir, no se preocupe, nadie la demandará por ello. Ahorre el mal rato a los incautos que comprarán este libro y evite que su editor y don Gim Ferrer engañen a la gente. Págs. 78-79.- Conforme pasan las páginas, se va explicando menos que esta experta en todo, especialmente en la «cultura norteamericana» que le enseña un su profesor nacido en Seattle y en las «técnicas sexuales hechizantes», sea barrendera y no secretaria de Juan Luis Cebrián. Hay que añadir, antes de abandonar la página 77, que no todos los profesores eran como el seatleano. Otros «demostraron tener la sensibilidad en el culo». Me salto todo las trivialidades relativas a una función de teatro, que pretende relatar con una gracia de la que carece, y el relato, a su modo, del encuentro de Pocahontas con los del Mayflower, salpicado de jaculatorias como ésta (80): [ella no habría tenido complejo por su bigotillo si se le] «hubiese permitido hacer el papel de Pocahontas o de Blancanieves o de la Sirenita o de la Virgen María o de quien coño fuera». Es evidente que si Viruca no nombrase en cada página al posadero del Nuncio o al móvil que el camionero se saca por la bragueta se sentiría incómoda. La adjetivación, dada su nube mental -público brutal, terrible vergüenza-, así como la abundancia de frases hechas -«como si en ello le fuera la vida», «aquello tenía la pinta de…», «tomó las riendas del asunto», «al borde del ridículo», «por la razón que sea», «situación embarazosa», «dos dedos de frente», «hablan con un hilillo de voz», etc. (82)- no sólo son antiliterarias, rezuman vulgaridad. El párrafo de la página 83 que comienza «Esto me ha hecho pensar…», además de unas consideraciones memas sobre los actores y las actrices (y, cómo no, las menstruaciones de ellas), lleva en su seno un anacoluto que no se lo saltaría ni el atlético Morsa. Quien escribe en lo que quiere ser una novela «opino sinceramente», «me ha parecido patético y sonrojante» o «eso no quiere decir que careciese de maldad, cuidado…» no aprobaría jamás el ingreso en el C. D. N. E.
Disculpen los lectores mi insistencia, pero es que, leyendo esto, me muevo entre el estupor, la irritación y la vergüenza ajena: ¿es que no se dan cuenta los críticos de lo hueco y banal que es todo esto, para colmo escrito en una prosa, por vulgar, inexpresiva? Juzguen (84) el párrafo que empieza: «No sé si su lesbianismo era lesbianismo en estado puro…», donde se pueden leer cosas como que, [entre amigas,] «hay que besarse el chichi», seguidas de la trivial filosofía lindiana del sexo. Pero no nos dejemos atrás nada importante: a Lindo le besa el chichi una colegiala que ahora, con buena lógica, se considera precursora de Muñoz Molina. Pero Lindo no se lo besa a ella, «porque le olía demasiado y me daba repugnancia». Bastaría leer las tres o cuatro últimas páginas de este capítulo, para darse cuenta, si se tiene vista, criterio y sentido crítico, de que esto es antiliteratura, antinovela, antiexpresión adulta. Las opiniones de la autora sobre la homosexualidad son menos que obviedades, son balbuceos de andar por el retrete. Balbuceos salpicados de frases hechas y expresiones convencionales -«vino con el cuento», «vino con el chisme», «no era el hombre de mi vida», «y quise dejarle claras dos cosas: primera», «segunda cosa», «una necesidad enfermiza de cariño»-, entre las que lo más profundo que dice es esto: «Las personas necesitamos que alguien nos quiera». Y, tras decir que, en la página 86, están mal puestos los signos de interrogación, señalar algo muy de tener en cuenta: aquí hay una discusión entre Rosario, la lista, y Milagros, la simple, la retrasada, la infantil, etc. Se puede comprobar, que, como en el resto del libro, las dos razonan -es un decir- igual, que ambas dicen las mismas simplezas que, por otro lado, también dice la madre. Las tres son portavoces de Elvira Lindo, que no da más de sí.
Capítulo quinto
El libro continúa deslizándose por la cuesta abajo. Este capítulo consiste en una trivial, larga y pesada conversación entre Rosario y su hermana, ante la madre moribunda. Una conversación en la que no falta, por supuesto, la preocupación de la primera por que la otra no folle lo suficiente. Encarnada en la barrendera inconformista, incompresible amante del continuamente criticado Morsa, Lindo festonea los parlamentos del insoportable coloquio de continuos «dijo ella», «dije yo»… «le dije», «me dijo»… «dije», «dijo»… hasta un total de ¡ciento veintidós veces en seis páginas y media!
Capítulo sexto
El capítulo sexto se compone de dos conversaciones de Antígona Seix Barral: la primera, con un psiquiatra y, la otra, con un sacerdote. Como Elvira Lindo carece de preparación, cultura e inteligencia como para pensar por dos personas puestas en psiquiatría y teología, ambas conversaciones -en las que se repite la insoportable aglomeración de «dijo», «dije»; «me dijo», «le dije»- constituyen otras tantas exhibiciones de tópicos, lugares comunes y vaciedades. Por ambos interlocutores se expresa Lindo, ignorante de sus limitaciones, y tan compulsiva tratándose de su tema predilecto, que llega a pensar que cabe la posibilidad «de que tenga un lío con el cura», quien, «como todos, será gay» (pág. 118). Cuanto dicen el médico y el cura producirá sonrojo a un lector medianamente exigente.
El capítulo empieza así: «Porque creo en la vida eterna, por eso me dan miedo los muertos. Porque creo que el alma no abandona el mundo en que ha vivido así sin más…» ¡Qué simple es esta mujer! A su propósito, y teniendo en cuenta lo dicho sobre el psiquiatra y el teólogo, cabe recordar aquello que he citado varias veces de Kingsley Amis: lo malo de las novelas de extraterrestres superinteligentes es que no pueden serlo más que el autor del libro. Las dos partes del capítulo están repletas de laísmos y de expresiones como «tuvo el detalle», «no me cabe en la cabeza», «me gustaba horrores», «sin lugar a dudas», «andarme por las ramas», «por así decirlo», «no somos un cacho de carne», «de eso nada», «y a mí qué me cuenta», en la primera y, en la segunda, «va a mogollón», «así es la vida», «me dio la risa», «tomarse el tema a cachondeo», «me parece alucinante», «¡no te digo!», aunque sin las preceptivas admiraciones, «esta mierda», «se lava las manos», «de higos a brevas», «posibilidades que barajo», «no sé a qué carta quedarme», «usted quiere que me joda», «pensándolo bien», «no había nada que hacer» y, entre otras muchas, quizá pensando en sí misma: «un caso perdido». Menos mal que, de vez en cuando, un chispazo produce una reflexión profunda: «Hoy regalan los títulos en las universidades».
De la página 109 a la 112 -¡cuatro páginas!- le suelta la barrendera un discurso al psiquiatra que, por su duración, más aún que por sus tonterías, resulta inverosímil tratándose de un médico de la Seguridad Social. Pág. 114.- «Un Jesucristo de estilo abstracto.» En ese contexto, había que decir «un Cristo». Por otra parte, no existe «un estilo abstracto», como cree, en su ignorancia, la sibila Casandra. Pág. 115.- «…debí nacer con ese gesto genéticamente». En la 116 -es sublime-, Lindo inventa el SAMUR espiritual. Id.- Acaba casi de decir que se puede rezar en cualquier parte, cuando exige al sacerdote que no cierre las puertas de la iglesia, por si alguien como ella tiene una urgencia espiritual.
Capítulo séptimo
Frases hechas a raudales, en este que es, tal vez, el peor de los leídos hasta ahora. Frases hechas a raudales y la memez sexual que en
ninguno puede faltar para, como diría el director de Seix Barral, demostrar que esto, con su «grandeza, dignidad y profunda nobleza humana», es, como una tragedia griega, «de una hondura emocional que corta el aliento»: el tío Cosme «se hace una paja» todas las mañanas, antes de las diez, en el salón y de ello se nos habla durante cuatro páginas. Las mismas que se emplean a continuación para hablarnos de un somnífero, el Seroxat. (Me pregunto si Lindo cobra de los laboratorios, como sospechó La Fiera Literaria, cuando dedicó una columna de El País al Hemoal. Contaba que había sufrido en el teatro un ataque de almorranas y que había sufrido mucho hasta que su santo le aplicó, con su propio y académico dedo, la prodigiosa crema.
Págs. 125 y ss.- Por lo que dice, todas las veces que el peludo se queda en su casa «para echarle un polvo» hacen exactamente lo mismo: mismas palabras, mismos «tortazos en la cabeza», mismas bromas. Afortunadamente, sólo lo describe una vez. En esas ocasiones, «mi madre no daba señales de vida (en sentido figurado)»… En cambio, «cuando se quedaba Milagros, más de una vez se nos cruzó en el pasillo», [y] «eso me daba que pensar». Hay quienes consideran a Lindo -como a Grandes, Torres, Montero, Regás, etc.– una rellenapáginas. Quien desee saber qué significa exactamente eso, vea las 129 y 130 de ésta que ni bajo tortura llamaría yo novela: para hacer ver cómo son los «rollos» que le larga a ella Milagros -costumbrismo barato– le cuela ella uno a los lectores que los deja al borde de la asfixia. Pág. 132.- Habla Milagros: «Hija, qué independiente eres, pareces americana». La que no piensa ni se sabe expresar resulta que es experta en psicología de los pueblos. Para concluir, una frase de la página 135: «Comprendo que a mucha gente le pueda parecer una tontería». Pues sí. A mí, por ejemplo. Todo el libro.
Capítulo octavo
Probablemente nos encontremos ante el capítulo culminante de esta obra maestra, que, no en balde, José Ernesto Ayala Dip, sustituto en Babelia del defenestrado Ignacio Echevarría y claro aspirante a que no le pase como a su predecesor, ha comparado con El extranjero, de Camus, y La náusea de Sartre (Babelia/El País, 12 de marzo, 2005). Se trata de un diálogo platónico entre las barrenderas, en el que Lindo participa, a pesar de que «el humanismo laboral que se traen sus compañeros le da por culo literalmente». Tema del coloquio: el exiguo tamaño de la polla de Sanchís, en el que algunos tratadistas han querido ver una alusión velada a las escasas dotes del santo de la filósofa. (Entre paréntesis: quien escribe «humanismo laboral» y otras pedantadas que ya hemos señalado no está intentado reproducir el habla de una barrendera -esto puede que lo intente en los parlamentos-: está escribiendo en la misma lengua -horrible- que la autora emplea, también, en sus artículos. Y como Gala, y como Almudena Grandes, hace un acopio exagerado de frases hechas y convencionales, así como de expresiones alusivas a valores entendidos».)
Pág. 140.- Nueva vez la autora declara paladinamente ser especial, única, diferente al resto de las mortales. A continuación, y partiendo del rollo -¿buen rollo?, ¿mal rollo?- de la colega Teté con el pollicorto, inicia, entre frases de andar por los aledaños del Occidente culto, la exposición de las proposiciones referidas al gran problema metafísico y habla de -págs. 141-142-: «echar un polvo de pie contra los azulejos, sujetando a una tía a pelo y encima moviendo las caderas»; pág. 142: «lo difícil que es concentrarse a nivel sexual»; como, por ejemplo (id), si se echa «en el váter de hombres». En medio, una aguda observación: «El cine, sobre todo en el terreno sexual, es como para retrasados mentales» (como esta «novela», tercio yo). Luego empieza a obtener datos en que basar sus conclusiones: primero (págs 142-143), «cómo tiene el tío la polla»; después se entera de que «no folla bien» y, tras dos interesantes digresiones sobre el bar de Mauri y el potaje de lentejas, de que, para colmo, «es un eyaculador precoz (me pregunto cómo tipos así pretenden abrirse camino en el mundo de las Grandes y las Lindo). Una discusión violenta (144-145), entre Menchu y nuestra autora, sobre si el límite para considerar o no a un fulano eyaculador precoz está «en los tres o en los cuatro minutos sin correrse». Pág. 145.- A Menchu, la discusión acalorada, por lo visto, le hace ver que le faltan datos e insiste: la tiene pequeña, sí, pero «cómo de pequeña». La afectada se lo dice, valiéndose de su dedo índice: normalmente, así; pero, «en estado de erección, así». Lo que Lindo aprovecha (id) para introducir el tema del libre albedrío y al propio Dios, a quien, afirma, no se debe culpar de la falta de concentración, a nivel sexual, de los mortales; «un handicap (146), el de la falta de concentración, que posiblemente venga de una hiperactividad mental». En la misma página, decide nos descojonarse de risa ante su jefe, para, en la siguiente, «encarar la relación paterno-filial», muy difícil si el hijo le ha visto al padre «sus partes». Cierto que Sanchís, el pollicorto, no es «mi padre, sino sólo mi capataz», pero «saber las características del tamaño de su pene, después de aquella descripción de Teté, una descripción detalladísima y no sólo en longitud (sic), me siento totalmente condicionada». Pág. 148.- «A los tíos, las ganas de echar un polvo los pueden convertir en seres inmorales», por lo que ella no está dispuesta (id) a quedarse «sola ante el peligro». En la página 149, una sorpresa: uno no entiende cómo lo dicho hasta ahora la lleva a concluir que «la lucha sindical está muerta» y a exclamar: «Me río yo del sistema democrático».
Pág. 149.- Recuperando la línea dialéctica, Lindo pregunta a Teté «sin rodeos si para ella el tamaño es tan importante» y -de nuevo la minipolla de Sanchís en primer plano- le pregunta «si el tamaño le impidió tener satisfacción sexual esos diez meses», para concluir: «aquella polla nunca podría hacerte feliz». Y -pág. 150-, aunque «con estas tías es imposible llevar una conversación lineal y ordenada, queda claro que a todas les importaba el tamaño bastante». Id.- «con el auge de la homosexualidad el tamaño había cobrado una importancia inconcebible». Claro que -Lindo es ecuánime- también «los hombres se dejan seducir por el tamaño de unas tetas o de un culo». Pág. 151.- nueva sorpresa: después de catorce páginas hablando de pollas y de culos, dice de pronto que «siempre he tenido un interés por la mente humana y por la espiritualidad». Algo que no le impide volver, cinco líneas más adelante, sobre los maridos que la tienen pequeña y sobre el tema de los cuatro minutos sin eyacular; lo que, a su vez, tampoco le impide afirmar que el del tamaño es un tema espinoso sobre el que es mejor no entrar. Págs. 152.- «echar un polvo»; id.- «echará a su mujer un buen polvo». Pág. 153 (tras unos consideraciones sobre sus dotes paranormales -clarividencia- realmente penosas, de enseñanza primaria, otra vez «duración de sus polvos», «con tal de echar un polvo», «el tamaño no le importaba a Menchu». Pág. 155.- «…rascándose en los lugares menos apropiados». (Querida: si le picaba allí, era el más apropiado para rascarse). Id.- «enseñando los huevos y teniendo delante a alguien que te está poniendo las tetas en las narices». De lo queda hasta el final del capítulo -¡veinticinco páginas hablando de lo que se ha visto!- resulta especialmente emocionante el momento en que la narradora, Rosario, se encuentra en la puerta de un anticuario con la conocida escritora Elvira Lindo. Y, especialmente interesante, sus pedestres comentarios sobre el lesbianismo (160), las excelencias de los donuts (161), la M30 (id) y los niñatos gilipollas (id.) Ciertamente, no sé de dónde han podido sacar los críticos tan largos textos sobre este condón literario, comentando tantos, para mí inexistentes, profundos temas, que, según ellos, toca. Y sin señalar siquiera que también trata de pollas y de polvos.
Capítulo noveno
Comienza así: -«A lo mejor si te comes el donut se te pasa». -«Que no, te digo. «-«Pues entonces me lo como yo. -«A mi lado, ni se te ocurra, eso que se te quite de la cabeza.» Un diálogo de altos vuelos, como se ve, sobre todo después de que se hayan establecido, en el capítulo anterior, las excelencias de los donuts. A continuación, la descripción detallada de un montón de basura, que sitúa a la protagonista en pleno ataque de hybris aristotélica. Pasado el cual nos enteramos de que «existen gorrones del cigarrito» entre los que no se encuentra afortunadamente Lindo.
Pág. 164.- La fiel Milagros acusa a su maestra, que critica a los productores de basura, de tenerles envidia por «haberse puestos ciegos [la noche anterior] de beber y meterse mano [y] follar en un parque». Lindo sentencia: «Sólo los gilipollas quieren quedarse en esa fase de la vida». Págs. 164-165.- Se nos narran las aventuras «de unos calzoncillos sucios», que viajan semanalmente desde Fuenlabrada a Usera «y pasean por la M30 y la M40» para el mayor disgusto de la narradora, que, en pasajes así, muestra, pienso yo, cómo se desarrolla «un relato intimista», «que en otras manos menos cuidadosas con la seda estilística, menos escrupulosas y, sobre todo, menos inspiradas en el entramado entre realidad y tipos psicológicos, hubiera naufragado», como muy bien dice el maestro Ayala-Dip (loc. cit.), adelantándoseme, pues eso es justamente lo que yo iba a decir. Y es que Lindo, como apunta el mismo tratadista, tiene «una seguridad insultante para radiografiar al prójimo» (me encantaría tener la oportunidad de ver una radiografía del cráneo de Ayala-Dip, hecha por este portento). ¿No decía yo? -a lo de la seda estilística me refiero-: En la pág. 166, de lo que trata es de un ataque de almorranas.
Pág. 167.- El tío Cosme, el masturbador tempranero, se ha liado con la ecuatoriana. Pág. 168.- La representante literaria de Lindo, que siempre se pone en pie «como si tuviera un resorte en el culo», se confiere a sí misma el título de «basurera antropóloga». Y, en el papel de tal, discute -¡durante dos páginas!- con su ayudante de cátedra, si ésta debe arramplar o no con una parrilla oxidada y «otros objetos de los que -oportuna crítica sociológica- se deshace nuestra sociedad». La penene defiende su filosofía del aprovechamiento. Menos mal que la titular suele oír las tonterías «como quien oye llover». La pág. 171 está dedicada, supongo, a Ayala-Dip: «a mí, lo que diga la gente me la suda» (está llena, al decirlo, de algo que yo no sé lo que es: «un rencor general»). «¿No acabas de decir que te la suda?» [Pues] «que te la sude como me la suda a mí». Lo sorprendente es que, después de tantos sudores, indicativos de lo poco que le importa el juicio ajeno, escriba, en la página siguiente, que «su debilidad siempre ha sido [lo mucho que le importa] el juicio ajeno».
Pág. 172.- Hace cábalas Lindo sobre el provecho «que le podría sacar» a la sumisión» de la otra, «al poder que puedo ejercer sobre ella». Una sumisión de la que, en las ciento setenta y una páginas anteriores ha oído hablar el lector, pero que en ningún momento ha visto traducida en hechos. Pág. 173.- Lindo -como Grandes, como Torres, como Gala, como todos los bestsellerados, mete a veces dos o tres interrogantes entre dos únicos signos de interrogación. Ignora que cada uno de ellos necesita los suyos. Id.- A veces, dicho sea en honor a la justicia, suministra datos importantes e imprescindibles para la economía del relato: «cualquier mañana me levantaría, iría al baño a hacer pis y a limpiarme con el papel higiénico…». Otras veces, alguno que demuestra su clarividencia: «yo crecí con el convencimiento de que era portadora de alguna anormalidad». ¡Anormal! ¡Subnormal! Justamente el adjetivo que yo andaba buscando para calificar a la autora. Págs. 173-175.- Lindo se mantiene al acecho, a ver si le crece un pene. Lástima no hubiese puesto el mismo interés en que le creciera el cerebro. No hubiese sido, sin embargo, el mayor prodigio. En la pág. 174, si bien considera improbable, «casi imposible que Dios, el Dios padre, se nos apareciera [a ella y a su hermana], no había que descartar que Jesucristo alguna vez se sentara en nuestra cama». Pág. 175.- [Las ideas negras] «se metían y colonizaban mis pensamientos». Reconozco que esta forma de colonización sólo se le ocurre a una gran escritora.
Pág. 177.- La sumisa encuentra a un bebé metido en una caja de zapatos. Serían unos zapatos del tamaño de los pies de Elvira Lindo. En ésta y las páginas siguientes habla de sus maullidos. Es el momento en que me pregunto: ¿se equivocarían de libro Ayala-Dip y sus colegas? En éste, no hay dónde agarrarse para escribir lo que han escrito. Pág. 178.- «No es un gato, es un niño». Pese a cuya aclaración sigue llamando maullidos a lo que exhala con cierto énfasis. Pero, a lo importante: la sumisa decide quedárselo tras fingir un embarazo. Ante las pegas que le pone Lindo, la expresión favorita de la rebeldía de los personajes lindianos: «A mí me la suda lo que piense la gente». Lindo eleva el diálogo, que yo creía de besugos, al terreno teológico: La gorda (sin interrogaciones): «Quién me ha hecho ver [una bola de luz] en el fondo de los escombros, quién me ha hecho ver en la oscuridad, ha sido Dios el que ha preparado todo esto». (Sic, para la sintaxis). La colonizadora: «Pero, qué coño hablas de Dios, ¿desde cuándo crees tú en Dios?» La gorda: «Desde la semana pasada». La discusión ocupa sólo seis páginas más de las necesarias. Pág. 182.- Vuelve a tratarse el tema de que Sagrario no tiene nunca la regla.
Pág. 184.- El niño se llamará Christopher González.
Capítulo décimo.-
Sintiéndome acomplejado por no acertar a ver «la riqueza psicológica y espiritual a la que apeló con inteligente disposición Elvira Lindo» para escribir este libro, que sí ha sabido ver Ayala-Dip, señalo desde mi pequeñez que, cuando el lector sediento de emociones espera que le suministren noticias del bebé maullador y su madre putativa, con lo que se encuentra es con una conversación entre la barrendera antropóloga y Teté, la que tiene un rollo con Sanchís, el infradotado, como bien sabemos. Recoger a voleo unas leves pinceladas nos puede dar idea de lo que tratan: Pág. 188.- «en un mes le ha echado dos polvos mal echados». Id.- «y dice que si le echa un polvo». Pág. 190.- «cuando introducen en sus frases una palabra un poquito más complicada la cagan». Id.- «para no sentirme como el culo». Pág. 191.- «no tenía ganas de echar un polvo». Id.- «Él me decía, ¿y si me hago una paja?». Pág. 192.- «peleé por la mierda de la parrilla».
Pág. 195.- Lindo, que a estas alturas se autotitula ya «la tía de Christopher», cuando lleva seis páginas hablando por teléfono con la madre, le dice a ésta: «te noto rara, como si no tuvieras muchas ganas de hablar conmigo». ¡Si llega a tener ganas!, piensa el lector aterrado. Pero, ¿no dije, a propósito de sus meadas y el papel higiénico, que, de vez en cuando, Lindo nos suministraba datos importantes? En la página 197 nos enteramos -tres veces alude a ello- de que le gustan tanto los buñuelos que, ante ellos «no conozco el límite, puedo comerme, yo sola, un kilo de buñuelos sin pestañear». No me hubiese ido yo tranquilo a la cama sin saberlo. Ahora se comprenden los insomnios de Ayala-Dip antes de que este libro se publicara. ¡Qué error el de Jane Austen! Nunca confesó cuál era su postre predilecto. Obsérvese además la lección implícita: se trataba de «buñuelos sin pestañear», bastante más dulces que los que venden pestañeando. En estas páginas, sobre todo en la 199, vuelve a autodescribirse como una tipa rara, especial, rebelde… Es lo que se cree Lindo que es. Es lo que le han hecho creer a ella, a Almudena Grandes, Maruja Torres, Rosa Regás, Rosa Montero, etc. Como a los Muñoz Molina, Marías, Millás, Pérez Reverte, Cebrián… A ellas, a ellos, y también, después de convertirlos en mediáticos, al público, el medio analfabeto público español. ¿No habló don Ramón del Valle Inclán de los cabrones de la Academia, aunque aún no habían ingresado en ella Rico ni de la Concha? Podría haber hablado también de los cobardes, los hipócritas, los cínicos, los vendidos como Lázaro Carreter, que tenía conocimientos y autoridad para desenmascarar a los traidores y a los ignorantes, pero que prefirió no complicarse la vida luchando por la lengua que tanto amaba. Delante de mí, le dijo a un buen amigo suyo: «yo, ya ves, aquí, hecho una marujona». Pero, a lo que iba: ¿Por qué no puedo yo hablar de los cabrones de la crítica literaria? ¿De los cabrones de la industria cultural? Voy a llegar hasta la última página, aunque no creo que haga falta para demostrar lo poco -lo nada- que da de sí este relato, que no novela, de Elvira Lindo. Como nada dan de sí las seis novelas que he analizado del peor escritor de todos los tiempos y lugares, Javier Marías; El invierno en Lisboa, ese ridículo horror de Muñoz Molina; cualquier potaje de Millás; Las edades de Lulú y otras dos ¿qué? igualmente chabacanas de Almudena Grandes; Un calor tan cercano y Mientras vivimos, de Maruja Torres, etc. Basura. Novelas-basura, que es lo que se premia, se jalea, se difunde hoy en España. Diríase que en el convencimiento de que se escriben para un público degenerado e idiota. Es vergonzoso. Y peligroso. Peligroso que el público lector de un país, sus periodistas, sus críticos literarios, sus políticos se traguen esto como si fuese lo que debería ser. Lo he dicho muchas veces: junto con su pintura, el gran patrimonio de alcance universal que tiene España es su Literatura. Y es lo que se está minando, viciando, prostituyendo a cambio de dinero, mientras se «desdeña lo excelente», como ha dicho más de una vez Gregorio Salvador, quien tampoco hace lo que podría ni pone ningún ejemplo de esas pésimas novelas que, según él, son el noventa y nueve por ciento de las que se publican.
Pág. 200.- «La casa había cambiado muchísimo desde que yo había estado la última vez, ¿cuándo, hacía ya un año?» Buen ejemplo de algo que ya he señalado varias veces: Sobre el más barato costumbrismo, que, por otra parte, domina todo el libro, la incorrección. Debería haber punto después de «vez». «Cuando», entre interrogaciones, y la siguiente expresión, asímismo entre interrogaciones. Págs. 200-201.- Detallada descripción del saloncito y otras partes de la casa, con el lenguaje hortera que Lindo no tiene que fingir. ¿Conocerán el señor Ayala-Dip y sus colegas una gran novela, como ellos consideran éste tsunami impulsado por Seix-Barral, en que se digan tantas vulgaridades, tantas obviedades, tantas vaciedades y tópicos? Págs. 201-202.- Alusión a la «salita de lectura»; antes y después, al «pequeño salón» y al «pequeño pasillo». En rigor, galicismos por saloncito y pasillito. Pág. 201.- «Muy en su papel de recibir visitas». Pág. 202.- Lindo a su amiga: «-Ya sabes que yo soy un poco… -las manos intentaron explicar lo que yo no sabía decir.» Si tiene que usar las manos para decir lo que no sabe decir, tendría que haber escrito este libro a manotazos.
Id.- Otra información de la que difícilmente podría haber prescindido el lector curioso: «Entré en el baño, me senté, hice pis, me acaricié las rodillas como hago siempre desde que tengo memoria y esperé a que el habitual ligero escalofrío me subiera hasta la boca». En la página siguiente, aparece, por enésima vez, literalmente. Lindo abusa hasta la empachera de este adverbio para uso de burócratas de paseo.
Pág. 204.- Como esperábamos, el bebé se ha muerto y, como diría la tía Elvira, huele fatal. Planes para llevarlo a enterrar a trescientos kilómetros. Lindo piensa que lo mejor es pedirle ayuda a Morsa. La madre protesta. «-¡Morsa! Ese tío seguro que se lo contaba a todo el mundo.» «-Le diré que llevamos un gato». -«Me da pena que Christopher pase por un gato».
Capítulo undécimo
El capítulo once está ocupado íntegramente por una evocación de la niñez, que no encaja en absoluto en lo que hasta aquí se ha leído. Es lo menos malo de esta pésima «novela», auténtico tsunami literario, pero es convencional y despierta ecos de un millar de relatos y películas.
Unas cien veces ha dicho antes que la madre era una pobre ignorante, que se manejó toda la vida con dos o tres ideas elementales. Ahora, pone en su boca sutiles opiniones sobre caracterología, psicología y educación. También dice algunas tonterías, como que su hija, Lindo, posee «una enorme inteligencia».
Págs. 210 y ss.- ¿Recuerda el lector aquellos calzoncillos sucios de Morsa, transitando la M30 y la M40? Pues aquí se hace cuestión de otros calzoncillos, destinados éstos a ser olisqueados por la madre. Como se ve, los problemas de la época vistos desde el mirador del signo de los tiempos. Pág. 217.- La dependienta de la zapatería va «al escaparate a buscar el otro pie». Supongo que iría a buscar el otro zapato. Pág. 221.- ¡Cómo no! ¿Cómo iba a faltar el leit motiv? El padre «utiliza a la hija para meterse en la trastienda a echar un polvo». ¿Ha habido algo más que polvos en la vida de Elvira Lindo? ¡Qué obsesión! Como «escritora», no me extraña que su lema sea, según el académico Muñoz, «Nulla caput sine pulvis». Pág. 222.- Un adecuado final: «No sé qué hay en mi cabeza para que tarde tanto en interpretar lo que veo». Sin duda alguna, serrín.
Capítulo duodécimo
No más comenzar nos encontramos con una frase para la reflexión -«el silencio puede llegar a ser muy molesto»-, una nueva alusión al carácter extraordinario de quien escribe y una promesa que nos llena de esperanza: «Para que luego digan -¿quiénes serán los osados?- que no reconozco mis defectos. No sólo los reconozco, sino que trato de superarme, pero me resulta muy difícil, mucho, porque hablando con total sinceridad, la verdad es que…» Este párrafo y, especialmente, las frases subrayadas son tan incompatibles con la literatura narrativa, como una cerilla encendida y una gasolinera. Pág. 224.- La reflexión sobre su aburrimiento es de sala de espera de dentista. Pág. 226.- Morsa da «el coñazo», según la terminología lindiana que entusiasma a Ayala-Dip. Id.- Morsa, para defenderse, empieza a hablar a lo Lindo. Afirma que todas las conversaciones se llevan al terreno de lo personal y, para poner un ejemplo, entre los millones que tenía a su disposición, dice (226-227) que algunos hablan de follar. Pág. 227, últimas líneas, como todos los bestsellerados la culpable de esta «novela» no sabe poner los signos de interrogación (V. también 248 y 251). Pág. 228.- ¿Qué querrá decir «movimientos enormes»? Entre muchas otras cosas, Lindo no sabe qué es un símbolo. Pág. 229.- Morsa «el bruto» se pone filosófico y supera a Lindo. Mantiene, eso sí, las formas: «uno habla en cualquier sitio de lo que le sale de la punta de la polla». Yo no sé con qué faceta del lenguaje lindiano quedarme. Si con el que ejemplifica «como para joderle la vida» (231) o con el que destila frases como (232) «Su mano, que era también la mano del pasado». Pág. 233.- Lindo se autodefine como interesante. Para terminar el capítulo, otro anuncio publicitario por el que Lindo habrá cobrado sus buenos euros: Desayunan Cola Cao con magdalenas La Bella Easo.
Capítulo décimotercero
De sorpresa en sopresa, como hemos llegado hasta aquí, venimos a enterarnos de que la burra de Milagros es aficionada a leer la Biblia, especialmente los salmos. En serio: según le interese para lo que ella quiere decir -que es más bien poco- Lindo cambia la forma de ser de sus personajes, por llamarlos de alguna manera.
Lindo y Morsa sienten que se alejan. Llegan a hablar de ello. Y ¿qué suelen decirse los enamorados en esas circunstancias? Podríamos adivinar lo que dicen éstos.Dicen: «ya no te voy a echar un polvo cuando a ti te convenga». Pág. 246.- O todo o nada, viene a decir él, pero lo expresa más poéticamente: «Si te echo un polvo es porque voy a quedarme para siempre». Pág. 251.- A ella le impacta la resolución morsiana; tanto, que siente como si, en ese momento, -él le echara «el polvo que me dejaría embarazada». De tantos polvos vienen estos lodos literarios.