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Democracia de políticos

Fuentes: Rebelión

«Lo llaman democracia y no lo es…» Lola, mi nieta, lleva varios días cabizbaja. La potencia festiva y creadora, conciencia del universo asambleario del 15-M está pasando, despacio, como pasan las nubes. Las ilusiones de mucha gente joven empiezan a desmoronarse. Llega el verano y como en el lejano mayo francés, los políticos empiezan a […]

«Lo llaman democracia y no lo es…»

Lola, mi nieta, lleva varios días cabizbaja. La potencia festiva y creadora, conciencia del universo asambleario del 15-M está pasando, despacio, como pasan las nubes. Las ilusiones de mucha gente joven empiezan a desmoronarse. Llega el verano y como en el lejano mayo francés, los políticos empiezan a guiñar el ojo sucio, ojo retorcido de tanta pelea intestina, a los «indignados»: los harán suyos. La política de los partidos, el sistema de partidos -nada que ver con la realidad- se impone, agenda setting, con sus debates y demagogias, mentiras, corrupciones y periodistas de cámara. Lola sigue peleando, ni un paso atrás, por aquello que cree suyo (su instante revolucionario, su tempo revolucionario) y no para de escribir, grabar en vídeo, reunirse, preparar actos y asambleas de barrio. Tiene ojeras, vomita, anda agotada. Su habitación, el cuarto propio, parece una oficina de agitación y propaganda: lo que es. A veces, cuando paso por su puerta, altas horas, zapatillas de gato, insomne de desconsuelo -compruebo, como el último Francisco Umbral, que hay comida en la despensa y la nevera- y la veo escribiendo en el ordenador, compulsivamente, recuerdo cuando yo misma, en un pasado remoto, años 60, trabajaba para la causa, parecida, diferente, qué más da, con el deseo de transformar el mundo: todas las relaciones del capitalismo. Me gusta pensar que existen genes revolucionarios que corren por la sangre, línea materna, como el color de los ojos o el hoyuelo de la barbilla. Es mentira: da igual.

Sigo creyendo que la diversidad, la pluralidad, del 15-M es, pese a la apariencia, su mayor debilidad. Esa carencia de cohesión discursiva y la presencia de elementos extraños a la tradición transformadora resultan impropios de un movimiento alternativo: al menos en su formulación clásica. Quizá esté equivocada y me limite a analizar con instrumentos del siglo XX. Lola, pese a su juventud, también lo cree y, sin embargo, defiende su espacio vital de lucha social y política: están y son, y su tiempo trascendental es su presente histórico: la narración de su ser. Mientras esto ocurre, mientras hay gentes recorriendo carreteras inhóspitas para llegar Madrid, a una concentración, las huestes de la política profesional preparan las próximas (y anticipadas) elecciones: cargos, prebendas, amigos, pequeños negocios que hay que cerrar para no dejar huella, la batalla por entrar en las listas: el día a día, miserable, mezquino, de los profesionales. Saldrán, es posible, muchos altos cargos del PSOE. Y necesitarán acomodo en la vida civil. Las batallas internas de los partidos son mucho más crueles, he padecido algunas, que las externas, las visibles. Si el personal supiera, no votaría nadie. La partitocracia conlleva este fardo, Sísifo de sonrisas: sus impuestos indirectos. Parece una democracia y no lo es. Quizá mis razones sean muy diferentes a las del 15-M. O quizá sólo varíen en la forma. Sigo creyendo, a punto de cumplir 82, en agosto, que el capitalismo, que he padecido muchos años y bajo diferentes formas, incluso algunas de aspecto amable (Francia, años 60 y 70), es incompatible con la democracia. Ambas identidades, como el aceite y el agua, no pueden mezclarse. Es imposible. En la ontología de la democracia no cabe la idea de explotación. Sartre, con su elegancia maldita de la rue Ulm, lo recordaba: el hombre tiene que dejar de ser hijo del trabajo para ser hijo del hombre.

Estoy en mi habitación, escucho a Bach, conciertos, con los ojos cerrados, sintiendo dentro de mí el humo del pitillo rubio prohibido por el médico. En el comedor, Lola y unos cuantos compañeros de fatigas, chicos y chicas, no tendrán más de treinta años, hacen bocadillos y discuten estrategias. Subo el volumen. Prefiero no saber lo que dicen. Tengo ganas de levantarme y compartir con ellos. A Lola le gustaría, siempre me lo dice, es cariñosa, pero quedaría extraño, casi una aparición, ver a una vieja en bata, zapatillas de deporte, fumando, con batallas de tiempos remotos. Mi tiempo pasó. Asumirlo, con dignidad, es prueba, creo, de cierta lucidez. ¿Desde qué lugar del fracaso histórico que me acompaña puedo comprender su batalla? Somos una generación que, dejando la margen algunas importantes conquistas sociales, laborales, incluso políticas, hemos perdido la guerra. Y perder la guerra, la que sea, es perder mucho, y para siempre. Alejo Carpentier escribió que su tiempo trascendental era el de la Revolución cubana. Ignoro cuál es el mío, donde anclar mi vida, pero estoy segura que nada tiene que ver con el de Lola y sus amigos. Termino este breve artículo. Abro las páginas de un amarillento tomo de César Vallejo. Leo. Son las cinco de la mañana de un día cualquiera de julio. La puerta de la calle se cierra. Los jóvenes parten en busca de la vida en marcha: la revolución particular, su aventura política. Me quedo sola en este caserón familiar. Sola con Vallejo, es decir, acompañada de muertos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.