Varias veces he escuchado a economistas del patio decir que debemos ocuparnos de producir y después veremos «eso» de la participación de los trabajadores y las trabajadoras. Algunos tonos sugieren «dejar la bobería de la democracia y ponerse para la economía, que es lo concreto.» Me pregunto si en realidad «economía» y «democracia» pueden ir […]
Varias veces he escuchado a economistas del patio decir que debemos ocuparnos de producir y después veremos «eso» de la participación de los trabajadores y las trabajadoras. Algunos tonos sugieren «dejar la bobería de la democracia y ponerse para la economía, que es lo concreto.» Me pregunto si en realidad «economía» y «democracia» pueden ir cada una por su lado, sin una relación íntima. Al parecer sí pueden hacerlo. Así ha prevalecido en, al menos, los últimos casi 230 años. Sin obviar, claro está, los permanentes y variados intentos por unirlas.
Si bien las doctrinas del capitalismo y el socialismo han planteado ideas que pudieran relacionar economía y democracia, como la libre concurrencia, de un lado, y la socialización de los medios de producción, por otro, cuyo planteo común es que todos somos iguales; de sus prácticas concretas ha resultado que algunos son más iguales que otros. El tipo de relación que establecen las prácticas productivas, donde quienes producen directamente quedan sujetos al capital o a la burocracia, no dan amplia cabida a la democracia; vista ésta en su acepción más sencilla: participar en la deliberación, decisión, implementación y control de las políticas económicas a todos los niveles.
En el discurso prevaleciente, la economía parece una suerte de condición natural por encima del «hombre», la sociedad y la historia. Una verdad universal y divina, inasible para los comunes mortales, y privilegio de pitonisas y sacerdotes que interpretan y hablan la lengua económica: un tipo de latín moderno para el que las lenguas vernáculas son una herejía. Discurso plagado de eufemismos que poco tienen que ver con su funcionamiento real. Esa comprensión de la economía desdeña a la democracia.
Por el contrario, mirar la economía desde la democracia es entender que no prevalece la igualdad mientras existan el «ciudadano explotador» y el «ciudadano explotado», el «ciudadano poseedor» y el «ciudadano desposeído». Mientras exista la frontera entre quienes producen las riquezas y quienes la controlan. Entonces, si explotar en economía es apropiarse de los resultados del trabajo ajeno, las relaciones socio-económicas que no pongan límites a la explotación tienen en la democracia un tema incómodo.
La economía tiene tres elementos constitutivos básicos: «la tierra, el dinero y la fuerza de trabajo»; y el modo en que se regulan son siempre una decisión política, no una condición natural. Asumir o dejar fuera a la democracia en esa regulación es cuestión de optar políticamente. ¿Quién decide cómo y qué se produce? ¿Quiénes se benefician de esas decisiones?
El capitalismo derrotó a las dinastías políticas y declara combatir el autoritarismo político. Pero ha dejado intactas a las dinastías económicas, sin declarar batalla a su autoritarismo. El socialismo al uso desbancó a las dinastías económicas locales, y erigió un sector de representantes del pueblo/dueño de los medios de producción, quienes, en la práctica, se desconectaron del control popular. Deciden y administran sin recibir mandato ni rendir cuenta, lo que muestra una relación tensa entre democracia y economía.
He escuchado decir, también a algunos economistas del patio, que de la economía se ocupan ellos, de la política los dirigentes, y de la igualdad la sociología y la filosofía. Quizá no comprenden que la economía es un asunto demasiado serio para dejarlo solo en sus manos. Que la política siempre será débil, incompleta e injusta si es asunto de unos pocos. Y que las decisiones que los economistas aconsejan a los dirigentes influyen en la vida cotidiana de cada persona, para bien o para mal, por lo que la economía es «la más moral de todas las ciencias».
Ante el problema de la ineficiencia productiva estatal, algunos economistas del patio plantean más libertades de gestión para las empresas estatales. Pero no explicitan que la empresa es un lugar donde se establece una relación para la producción entre trabajadores y directivos. ¿Quién decide qué y cómo se hacen las cosas, los directivos o los trabajadores? ¿Si los directivos empresariales son designados en «niveles superiores», es decir, no son elegidos por los productores, a quiénes responden?
¿A qué intereses concretos responden, entonces, los economistas del patio que nos dicen que la democracia es para después? ¿A qué intereses responden al ver como un desafío nacional potenciar el sector privado y no mencionan a la economía popular y solidaria como otra forma de gestión? ¿Tendrán conciencia de este conflicto?
La democracia es condición de la economía cuando de justicia social, de eficiencia, de calidad, de derechos y creatividad humana se trata. Pero la economía no es solo cuestión de derechos y la ética afín, es también una cuestión técnica, de cómo organizar la producción para que no se consuma más de lo que se tiene, para optimizar los recursos, para elevar la productividad y mejorar la calidad de vida de quienes producen y de la sociedad toda, en armonía con la naturaleza.
Para eso también es imprescindible la democracia. Ella potencia la inteligencia colectiva en beneficio de las personas que componen esa colectividad. Sirve para que desde el diálogo de saberes, de experiencias disímiles, se creen soluciones justas para todos y todas.
Pienso ahora en el cierre de los centrales azucareros, ¿alguno de estos economistas sugirió preguntar a los trabajadores/as cómo organizar la producción azucarera de otras maneras? ¿Cuáles serían y qué se haría con las consecuencias la «reconversión»?
También surgen interrogantes respecto a la Ley de inversión extranjera y las empresas empleadoras que lo son solo para trabajadores y técnicos. Por el contrario, directivos y administrativos se vinculan directamente a las empresas. ¿Cómo explican los economistas esta diferencia de cara a la potenciación del capital foráneo?
La democracia es la pieza que falta para el estímulo productivo en Cuba. No bastan el estímulo moral y material. Falta el estímulo político. Se trata de producir bienes y servicios, y también las maneras en que nos organizamos para ello. Dígase potenciar un modo de producción, distribución y consumo que genere prácticas más participativas.
Si el fin es lograr una sociedad más justa y emancipadora, el desafío pendiente en Cuba es la democratización económica. Esta, al igual que la democratización política, no implica desconocer el poder, la autoridad, las normas, ni el saber constituido en el mundo económico, pero sí ampliar sus bases y legitimidad democráticas. Implica crear una nueva cultura democrática, en las ideas y las prácticas cotidianas.
Qué bueno sería que los economistas del patio enarbolaran, alguna vez, la consigna: ¡Democracia y Economía: uníos!