Ante la Ley de Medidas De Protección Integral contra la Violencia de Género, la primera reacción es felicitar al gobierno por la oportunidad de esta iniciativa y celebrar que el congreso la haya aprobado por unanimidad. Ya era hora de que todas las fuerzas políticas adquiriesen este compromiso tan larga e insistentemente reclamado por el […]
Ante la Ley de Medidas De Protección Integral contra la Violencia de Género, la primera reacción es felicitar al gobierno por la oportunidad de esta iniciativa y celebrar que el congreso la haya aprobado por unanimidad. Ya era hora de que todas las fuerzas políticas adquiriesen este compromiso tan larga e insistentemente reclamado por el movimiento feminista. No es, por otro lado, una particularidad española. La mayoría de los países occidentales han abordado el problema y articulado medidas de protección a las víctimas, muchos de ellos incorporando la discriminación positiva con leyes similares a ésta (véase por ejemplo, en EEUU, ‘The Violence Against Women Act’ de 1994).
Después de las primeras reacciones alborozadas ante este gesto (y gesta, si tenemos en cuenta los rifirrafes con algunos poderes fácticos, como la RAE), una se pregunta, con una enorme esperanza, si las mujeres habrán dejado de ser invisibles en las políticas públicas. La respuesta, desgraciadamente, está en los detalles. Descendamos al capítulo IV del título II de la ley, que lleva por título ‘Derechos económicos’.
En este epígrafe no se habla de los derechos de las víctimas en general. Las únicas Ayudas sociales que se contemplan son literalmente las siguientes: ‘Cuando las víctimas de violencia de género mayores de 55 años careciesen de rentas superiores, en cómputo mensual, al 75% del salario mínimo interprofesional, excluida la parte proporcional de dos pagas extraordinarias, recibirán una ayuda de pago único, siempre que se presuma que debido a falta de preparación general o especializada y circunstancias sociales, la víctima tendrá especiales dificultades para obtener un empleo y por dicha circunstancia no participará en los programas de empleo establecidos para su inserción profesional. El importe de esta ayuda será equivalente al de 6 meses de subsidio por desempleo’ y ‘En el caso de que la víctima tenga responsabilidades familiares, el requisito de edad se rebajará a los 50 años, y su importe podrá alcanzar el de un periodo equivalente al de 18 meses de subsidio’.
Dos preguntas surgen ante este articulado: La primera, ¿qué pasará con las víctimas que por edad no puedan acogerse a esta prestación? Porque sabemos que la mayoría de las víctimas tienen menos de 50 años. De hecho, en la memoria económica que acompaña la ley se estima que esta medida afectará a menos de 570 personas. ¿Y las demás?
La segunda pregunta es: ¿qué pasará con esas mujeres acogidas cada año a esta prestación? ¿Para qué les alcanzarán los seis meses de subsidio en un pago único de 2.070 euros? ¿O incluso los ‘hasta 18 meses’ en un pago único de hasta 6.210 euros a las que tengan niños? Porque, no lo olvidemos, se trata de un pago único, después, ‘allá te las compongas’. ¿Podrán montar un negocio?
Se dirá que las mujeres, como todos los ciudadanos, tienen acceso a otros recursos de protección social. Y aquí es donde hemos llegado al verdadero quid de la cuestión. Porque existe un pequeño problema, y es que las prestaciones de la seguridad social exigen cotizaciones previas. Esto es así en la prestación contributiva de desempleo, pero también en la llamada ‘prestación de desempleo a nivel asistencial’ o ‘subsidio por desempleo’. Es interesante la terminología utilizada en la regulación del subsidio por desempleo, en la que los casos contemplados son sistemáticamente los de ‘tra bajadores’ en tal o cual circunstancia. La excepción es el caso de los ‘liberados de prisión’ a los que, aunque se les exige inscribirse como desempleados, ni se les llama trabajadores ni se les exigen cotizaciones previas para tener derecho al subsidio. Este es, parece, el único caso en el que el legislador ha podido concebir la posibilidad de que una persona no tenga empleo y no lo haya tenido en los últimos años. Pero resulta que muchas mujeres no tienen las cotizaciones previas exigidas y se quedan también excluidas del subsidio.
Destaquemos las funestas consecuencias que le acarrearía a cualquier mujer desempleada mayor de 52 años el hecho de no haber llegado a tener 6 años de cotizaciones a la Seguridad Social. Si esta mujer fuera una ‘trabajadora’ con esos 6 años cotizados, tendría derecho al subsidio por desempleo ininterrumpidamente hasta la edad de la jubilación (en el caso de que no tuviera cónyuge o hijos con ingresos). Nada parecido a este subsidio se le concederá si la desempleada ha sido ‘ama de casa’ en lugar de ‘trabajadora’, ni siquiera si se encontrara en la desgraciada circunstancia de haber sido víctima de la violencia de género. De hecho, nada nos impide pensar en el hipotético caso de que el maltratador, si permaneciera en prisión más de seis meses y por ello cumpliera el único requisito que le eximiría de cotizaciones en la normativa actual, tendría derecho, en tanto que expresidiario mayor de 52 años, al subsidio por desempleo hasta los 65, mientras que la víctima tendría que conformarse con nada o con el lastimoso pago único de 2.070 euros si tuviera los 55 años cumplidos.
El hecho de que la única ayuda social que la Ley contempla sea en forma de pago único es también de lo más ilustrativo. ¿Cuál es el mensaje que se le quiere transmitir a estas mujeres? ¿Verdaderamente se las considera dignas de tutela y ayuda por parte de la sociedad? La Ley misma especifica que la ayuda se concederá cuando se estime prácticamente imposible la inserción profesional de la víctima. Si ésta tuviera experiencia profesional, y con ello cotizaciones, no necesitaría acogerse a esa provisión especial porque sería una ‘trabajadora’ digna del subsidio de desempleo para mayores de 52 años. Si no tiene experiencia, sabemos que la probabilidad de encontrar un empleo es prácticamente nula. ¿Estamos entonces condenándola a la mendicidad?
Más allá del evidente caso de discriminación y de falta de previsión de la ley, éste es un ejemplo de una situación que, existiendo, resulta invisible a la hora de diseñar las políticas públicas. Es lo que en inglés se denomina con el expresivo término de políticas ‘gender blind’ (literalmente ‘ciegas frente al género’, en contraposición a ‘neutrales frente al género’), que son el resultado de que en la mente del legislador hay una sociedad de familias compuestas por un sustentador y una mujer dependiente. Esta imagen cegadora no solamente le impide considerar aspectos de la realidad que no encajan en ella, sino que le inclina a favorecer la realidad que considera y dificulta el cambio hacia otras realidades. En este caso, no se considera la contingencia provocada por el hecho de que muchas mujeres se encontrarán fuera del matrimonio, desempleadas y sin cotizaciones, a la vez que se sigue legislando en función de la antigua idea de familia, con lo que se potencia la existencia de amas de casa sin experiencia profesional que podrán terminar en la situación que luego no se contempla.
La conclusión es doble: Por un lado, las mujeres que se han visto abocadas a la situación de ser amas de casa sin inserción en el mercado de trabajo -víctimas o no de la violencia de género- deberían considerarse sujetos de derechos. No han hecho sino ajustarse a ese modo de organización social que les ha tocado vivir, basado en la división del trabajo entre hombres y mujeres y con unos determinados valores dominantes sobre cuál debía ser el comportamiento de la mujer. Estas mujeres han suplido la falta de servicios públicos y de implicación de los hombres en el trabajo doméstico, contribuyendo al desarrollo de la profesión (y autoestima) de sus maridos a la vez que su capital humano (y su autoestima) descendía. La transición a un modo de organización social más eficiente y equitativo debe hacerse teniendo en cuenta la situación y las aspiraciones de estas mujeres.
Por otro lado, este ejemplo demuestra una vez más la necesidad de que las mujeres se incorporen al empleo en las mismas condiciones que los hombres. El empleo femenino de calidad es la única garantía para las mujeres y es también una necesidad para la sociedad, pues hoy está demostrado que es más eficiente el aprovechamiento de una mano de obra con alto grado de educación que el mantenimiento del modelo de familia con un solo perceptor de ingresos, que además provoca tantas externalidades negativas. Para ello, las políticas públicas deben dejar de incentivar el papel diferencial de las mujeres como amas de casa. Es necesaria una modificación del sistema de impuestos y prestaciones español, en el que actualmente existen muchos elementos que desincentivan la participación laboral de las mujeres casadas. Entre ellos podemos citar la declaración conjunta de los matrimonios, el cómputo familiar de las rentas para la determinación del derecho a las prestaciones de la seguridad social, o las medidas contenidas en la Ley de Conciliación de la Vida Laboral y Familiar de las Personas Trabajadoras, en la que se potencia el tiempo parcial y las excedencias que actualmente disfrutan en su práctica totalidad las mujeres, mientras que no se establecen incentivos para que los hombres se incorporen a las tareas del hogar (tal como sería el permiso de paternidad intransferible de 4 semanas que acaba de anunciar el PSOE). Los derechos sociales y económicos deben ser individuales y no sustentarse en la familia. Así podremos acercarnos al llamado objetivo de Lisboa del 60% en la tasa de empleo femenino establecido por la Unión Europea. Y así las mujeres no se encontrarán excluidas de las prestaciones de desempleo y de las pensiones por no haber cotizado lo suficiente.