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"Claves de la Transición", de Alfredo Grimaldos, una obra imprescindible para entender el actual régimen monárquico

Descubra cómo Franco comandó la llamada «Transición democrática»

Fuentes: Canarias-semanal.org

«El franquismo no es una dictadura que finaliza con el dictador», comienza diciendo con absoluta precisión Alfredo Grimaldos en su libro «Claves de la Transición (1973 -1986), (Edit Península) «sino una estructura de poder específica que integra a la nueva monarquía». Y, en efecto, a lo largo de las páginas de este pequeño libro de […]

«El franquismo no es una dictadura que finaliza con el dictador», comienza diciendo con absoluta precisión Alfredo Grimaldos en su libro «Claves de la Transición (1973 -1986), (Edit Península) «sino una estructura de poder específica que integra a la nueva monarquía». Y, en efecto, a lo largo de las páginas de este pequeño libro de bolsillo, y también una excelente y didáctica lección de historia, se describe cómo durante la Transición nunca se llegó a producir un corte histórico en relación con el régimen dictatorial de Francisco Franco. Durante ese periodo no se produjo ningún tipo de depuración del aparato político y administrativo de la dictadura. Muy al contrario, fueron los políticos comprometidos históricamente con el Estado franquista los que se encargaron de dirigir «el cambio», de amañarlo en consonancia con los intereses de las clases dominantes y de diseñar el nuevo Estado para su perpetuación en el tiempo. Los policías, jueces y militares de la época de la dictadura continuaron en sus puestos y ascendiendo en el escalafón en la recién estrenada «democracia».

Los mandos del Ejército que ejercieron de oficiales con Franco -escribe Grimaldos- incorporaron nuevas estrellas a sus bocamangas al amparo de la Monarquía. Los jueces implacables del Tribunal de Orden Público prosiguieron su ascenso en los nuevos tribunales de excepción, y los torturadores de la antigua Brigada Político-Social continuaron manteniendo sus siniestras trincheras en los sótanos de la Dirección General de Seguridad. El habitual «aprobado por aclamación» de las Cortes franquistas es sustituido ahora por el sacrosanto «consenso» y el silencio oficial sigue apoderándose de muchos asuntos esenciales de la vida política».

A partir de entonces, el conjunto del aparato mediático español -la televisión, la prensa, una voluminosa cantidad de libros e infinidad de suplementos impresos- se encargan de reescribir la historia de lo que había sucedido en los años postreros de la dictadura, de mitificar la mentira, de otorgar un protagonismo inmerecido a los que llamaron los «padres de la democracia», procediendo al maquillaje quirúrgico de sus sinuosas trayectorias biográficas. Sin embargo -escribe Grimaldos-, la realidad es que los auténticos protagonistas de la Transición no fueron los políticos profesionales, sino los detenidos y torturados, los miles de encarcelados y, sobre todo, aquellos que cayeron muertos en su lucha por la libertad.

Con mucha razón, Grimaldos sostiene que la imagen oficial de la Transición «se construyó sobre el silencio, la ocultación, el olvido y la falsificación del pasado». Algo perfectamente comprensible, al ser los propios franquistas quienes diseñaron aquellos «cambios», repartiéndose los papeles en la obra cuya dirección habían asumido.

«Policías buenos – policías malos», o cómo la izquierda fue convertida en custodia del poder

La Transición se convirtió en una metáfora de lo que era un interrogatorio policial en cualquier comisaría franquista. Una técnica que los funcionarios de la Brigada Político-Social sabían ejecutar a la perfección. Para reforzar su proyecto político, los reformistas provenientes de las filas del franquismo ejercen ante la sociedad de «policías buenos». Piden constantemente sumisa colaboración a los opositores «sensatos» y «prudentes», y ese llamamiento lo acompañan con una clara amenaza: si no se cumplen los requisitos que exige la «sensatez», pueden intervenir los incontrolados «policías malos» imponiendo el orden manu militari. Y eso, decían, será peor para todos. Ese sistema policial de presión, muy conocido por aquellos que pasaron por las comisarías de la dictadura, se reprodujo durante los años de la llamada «transición democrática» como espantajo exhibido para amedrentar a los más rebeldes. Paradójicamente, lograron meter miedo con la amenaza de la dictadura, cuando ésta funcionaba todavía con tanto o más rendimiento represivo que durante los últimos años de la vida del dictador.

El reformismo franquista, que tiene como vocación su perpetuación en el poder, es consciente de que resulta necesario cambiar los elementos más ostensiblemente autoritarios de la estructura política del régimen. No obstante, los protagonistas del proyecto de «cambio controlado» fueron muy hábiles. Solo se mostrarán dispuestos a ejecutar esos «cambios» después de haber procedido a la desactivación del enemigo. La dictadura podía aún continuar manteniendo a raya, hasta un cierto límite, el impetuoso empuje del movimiento de masas. Pero las dificultades para lograr este objetivo iban a ser cada vez mayores. Los reformistas eran, además, conscientes no solo del estado de deterioro del aparato político de la dictadura, sino también de que intentar mantenerlo a toda costa supondría pagar el alto precio del aislamiento exterior. Y la burguesía española, que había realizado su proceso de acumulación capitalista a lo largo de cuarenta años de salarios de miseria y explotación sin límites de la clase trabajadora, no se encontraba en condiciones de perjudicar gravemente sus propios intereses por mantener un estado autoritario que les había sido muy útil durante una época, pero en la década de los setenta del pasado siglo ya no les servía para nada.

Integrar a los comunistas en el proyecto reformista

En 1973, -cuenta Grimaldos en su libro- el «opositor» monárquico Joaquín Satrústegui, que cuatro años más tarde se convertiría en senador por designación real en las primeras Cortes elegidas en las urnas, en unas declaraciones en Roma, traza con precisión cuál debe ser el camino a recorrer para que pueda cumplirse la «operación Lampedusa«, es decir, aquella que consiste en cambiar algunas cosas para que lo esencial siga permaneciendo. «Esta táctica [sic] no tendría razón de ser -declara Satrústegui- si no existiera una oposición reformista, con la ayuda de la cual debemos tratar de controlar y evitar la movilización mayoritaria y la situación que se podría dar después como consecuencia de ella». Y añade proféticamente: «Hay que domeñar, a costa de lo que sea, a los comunistas, sobre todo, y, más importante aún, hay que integrar a sus dirigentes en nuestro proyecto, para que sean ellos mismos los que controlen y eviten la violencia de las huelgas y las revueltas estudiantiles, sobre las que tienen una gran autoridad e influencia. Hay que evitar a toda costa que se proclame la República de nuevo».

Santiago Carrillo, por entonces indiscutido Secretario General del PCE, entendió perfectamente el mensaje y pronto acabó aceptando la Monarquía y haciendo de policía desmovilizador en su importante área de influencia. Por orden de su Secretario general, y por primera vez en la historia, las bases del PCE se ven obligadas a enarbolar la bandera de la monarquía borbónica, la misma que presidía los Consejos de Guerra franquistas, y también a enfrentarse con quienes se empeñan en seguir esgrimiendo la bandera tricolor republicana. En más de una ocasión se pudo ver a militantes comunistas cumplir esa amarga misión con los ojos llenos de lágrimas: «Por favor, compañero, vamos a intentar que no haya problemas… Tengo que hacer esto por disciplina de partido, entiéndelo».

La liquidación del movimiento popular y el nacimiento de la partitocracia

Durante ese periodo el movimiento popular afronta peligrosos pulsos en la calle, enfrentándose contra las fuerzas policiales con el objetivo de provocar la ruptura democrática. Pero el reformismo franquista tiene claro que para que triunfe la «reforma controlada» hay que terminar con la resistencia organizada y establecer un «consenso» con las direcciones de los grupos que tienen mayor influencia en la izquierda. No resulta fácil desmontar las estructuras populares que se han ido creando durante los dos últimos decenios de la dictadura. Sin embargo, en la liquidación de los movimientos populares estará el origen de la partitocracia corrupta que se acabará imponiendo. El sistema electoral que se diseñó y el propio funcionamiento del Congreso de los Diputados contribuirán decisivamente a provocar una ruptura definitiva entre los políticos profesionales y sus votantes.

La Junta Democrática, el organismo unitario que fue presentado en París en 1974 bajo la inspiración del PCE, irá perdiendo garra a medida que la Transición avanza. Renunciará a la «formación de un gobierno provisional», una de sus principales reivindicaciones políticas. La otra, la «amnistía total», se conseguirá solo gracias a que las manifestaciones populares, convocadas sin el apoyo de los partidos mayoritarios de la oposición, lograron arrancarle al poder la libertad de quienes pagaban con la cárcel su lucha contra la dictadura. Para que ello fuera posible fue necesario que las calles se tiñeran con la sangre de muchos jóvenes estudiantes y obreros. La reivindicación de la «independencia judicial» fue definitivamente olvidada. Asimismo, la exigencia de la Junta Democrática de «una consulta para elegir entre monarquía o república» desapareció por arte de magia de las reivindicaciones clave de ese organismo unitario.

Las amenazas de golpe de Estado fueron una constante durante la Transición. El fantasma de la involución convierte en «salvadores» del proceso de cambio a los reformistas del franquismo y al propio Rey. García-Trevijano, uno de los fundadores de la Junta Democrática, escribe en su libro «El discurso de la república»: «Cuando se propaga el temor social a un peligro inexistente es porque la clase o el partido gobernante están en peligro real de perder el poder. Y echando sobre el pueblo el miedo propio consiguen una nueva legitimación para seguir dominándolo. Esto sucedió al final de la dictadura, con la cínica propaganda de un peligro irreal de guerra civil, para justificar el consenso moral de la transición contra la ruptura democrática».

Las propias direcciones de los grandes partidos, que ya buscan su propio espacio en el sistema, propagan el mensaje de que es necesario un pacto de las fuerzas democráticas con el régimen franquista con el objetivo de impedir una nueva guerra civil o un golpe militar. Todo ello se argumenta cuando el poder lo continúan detentando quienes han desempeñado papeles claves durante los casi 40 años de dictadura. La Transición democrática se convierte, pues, en el silencio de los corderos.

Los Pactos de La Moncloa

La primera escenificación del consenso «oficial», después de las elecciones generales de 1977, lo constituye la firma de los Pactos de La Moncloa, que incluyen acuerdos de contenido político y económico suscritos en octubre de 1977. Dentro de la lógica habitual del suarismo, la ceremonia de rúbrica, encabezada por el presidente del Gobierno, es solemnemente retransmitido en directo por RTVE. El peso de los acuerdos -en la práctica un plan de estabilización- recae sobre los trabajadores y ello provoca numerosos acciones de protesta.

Los Pactos suponen la cesión de numerosas conquistas obreras conseguidas a lo largo de decenios de lucha. Se imponen topes salariales muy por debajo del aumento del índice del coste de la vida, y además se aplican con carácter retroactivo. También se facilita el despido.

A partir de entonces, la debilidad del movimiento obrero es cada vez mayor. Aquí se marca el punto de inflexión entre el sindicalismo reivindicativo y la burocratización subsidiada por el propio Estado.

Santiago Carrillo defiende la necesidad de apoyar los Pactos esgrimiendo nuevamente «el peligro que se cierne sobre la democracia». Caries Navales, destacado sindicalista de CCOO en el Bajo Llobregat, diría años más tarde: «A la clase obrera española hay que reconocerle que priorizara la necesidad de consolidar la democracia, aunque ello fuera a costa de perder muchos puestos de trabajo». Las cifras resultantes de aquella operación de «consenso» son altamente reveladoras: el número de ocupados españoles, 12,5 millones en 1977, desciende continuamente durante los doce años siguientes.

El que fuera ministro de economía de Suárez, José Luis Leal, agradecía de esta forma a los dirigentes de la izquierda su labor en la neutralización del movimiento obrero, en un artículo publicado en El País el 25 de octubre de 2002, con motivo del 25 aniversario de aquellos Pactos: «El compromiso de los líderes políticos del momento hizo posible la neutralización política de los previsibles efectos sociales del ajuste económico».

Se producen paros y manifestaciones en rechazo de aquellos infames acuerdos. Y, como sucedió a lo largo de toda la «transición pacífica», la dura represión policial continuó dejando un reguero de heridos en su recorrido. Cada nueva muerte provocada por la ultraderecha o por la represión de las fuerzas de orden público tiene un efecto contradictorio: por una parte, lanza a la gente a la calle y, por otra, arroja cada vez más en brazos del franquismo reciclado a Carrillo y a otros representantes de la oposición.

La táctica de los reformistas pertenecientes al aparato del Estado franquista, empeñados en desactivar al enemigo, termina alcanzando sus objetivos: no hay ni ruptura, ni corte histórico, ni depuración de los aparatos represivos. Franco, a través de sus más directos herederos -el Rey, Suárez, Martín Villa…- fue el que realmente comandó la operación de la denominada «Transición democrática». Con el beneplácito de los políticos opositores, –PSOE, PCE, PSP…- se corrió el telón sobre las innumerables víctimas del ilegítimo régimen militar sangrientamente nacido del 18 de julio de 1936.

Por ello, hoy no debe resultar extraño que con la crisis económica aquel modelo político inaugurado con la Transición haya entrado en una aceleradísima fase de descomposición. Y con él, todas las instituciones construidas en un todo compacto durante aquel periodo: monarquía, poder económico, partidos mayoritarios, judicatura, grandes centrales sindicales, medios de comunicación… Todo el el bloque creado en los laboratorios de la Transición parece tambalearse peligrosamente. Otra cosa es que la debilidad de una sociedad sometida a su desarticulación sistemática, durante los últimos treinta y cinco años, permita o no que esos sectores e instituciones en crisis profunda sean capaces de recomponerse, renovando sus fachadas sin cambiar -una vez más- nada de lo esencial. Pero esa historia está todavía por escribir.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.