Prólogo del libro de Ricardo Rodríguez, Los impuestos en la ciudad democrática, Vilassar de Mar (Barcelona), El Viejo Topo, 2018.
Como habrán advertido, el título de esta presentación es un pequeño homenaje a uno de los lógicos y filósofos más importantes del siglo XX, Willard Van Orman Quine, y a uno de sus libros imprescindibles, Desde un punto de vista lógico. Manuel Sacristán fue el presentador, traductor y anotador de este clásico de la filosofía de la lógica y de la filosofía tout curt. De estar entre nosotros, el libro de Ricardo Rodríguez [RR], que el lógico norteamericano hubiera podido leer en castellano, le habría encantado. Le hubiera atrapado desde el primer momento la fuerza expositiva y argumentativa de Los impuestos en la ciudad democrática.
No es para menos. Intento justificar mi comentario.
Los escritos que se recogen en el libro constituyen un intento, seguramente con no demasiada fortuna señala el autor, de «explicar cómo sucede esto, de qué forma funciona nuestra Hacienda Pública y cuáles son las fallas e injusticias de nuestro sistema tributario». No deben leer la anterior afirmación al pie de la letra. La modestia, la verdadera modestia, es una de las virtudes más esenciales de los intelectuales comprometidos. RR reúne esta condición. Con toda seguridad, los textos que se recogen en este libro nos ayudan, con acierto y fortuna, a entender mejor, mucho mejor, las fallas e injusticias de nuestro sistema tributario.
Léanle, en cambio, literalmente cuando RR comenta que desde hace tiempo se esfuerza, al redactar artículos sobre materia fiscal, «por huir de lugares comunes y de generalizaciones excesivas» y cuando intenta aunar «el mayor rigor con la mayor claridad, siempre bajo el riesgo de que en ambos objetivos se salga perdiendo». RR consigue ambas finalidades, sin riesgo de pérdidas, sin lugares comunes y, por supuesto sin generalizaciones precipitadas. El cultivo de las falacias sesgadas e interesadas, esta peligrosa fauna de la que nos ha hablado Luis Vega Reñón, es inexistente en la ciudad democrática que nos propone el autor.
Tal vez sea imposible, nos advierte también RR, que los ciudadanos que no tengan una relación profesional y cotidiana con el fisco, mi caso sería un ejemplo, «entiendan todos los detalles de los procedimientos tributarios, del mismo modo que yo jamás comprenderé los pormenores de la arquitectura», pero, añade razonablemente, si en alguna ocasión encargara la construcción de una casa en la que fuera a vivir o una reforma importante de la que vive, «espero que mi entendimiento al menos alcance a saber cuál es la estructura básica del edificio y de sus partes y a albergar la seguridad de que no se vendrá abajo en la primera semana». El símil es ajustado. Conviene saber, podemos saber, debemos saber, en qué tipo de casas vivimos (recordemos lo sucedido en México DF en septiembre de 2017) y cuál es la «estructura básica» de nuestro edificio hacendístico, aunque desconozcamos los detalles más técnicos, más de especialistas, de «expertos como se dice en ocasiones. De hecho, si lo pensamos de frente y sin exageraciones, nos va la vida en ello, como diría el poeta y cantautor. En ambos casos.
Así de pronto pensarán probablemente (de entrada, que no de salida): ¡un libro sobre impuestos, sobre impuestos nada menos! ¡Otro ladrillo indigerible! ¡Menudos tecnicismos, menuda jerga! ¡Vaya lata! ¡Tenemos mejores cosas que hacer y leer! ¡Será para gentes muy puestas en el tema! ¡Quién es capaz de aguantar y disfrutar con un libro de estas características! Pues no lo duden: ustedes, todos nosotros.
Desde las primeras páginas, nos comenta RR, se le hará evidente al lector que «éste no es un libro de naturaleza técnica ni una exposición académica de derecho tributario, para la que además carezco de la preparación necesaria». ¿Qué es entonces? Pues un conjunto de reflexiones muy pensadas y meditadas «de un ciudadano que es, casualmente, funcionario de Hacienda, preocupado por el bienestar de sus semejantes y que desea dar ideas acerca de cómo reformar el campo de su labor para que el futuro de nuestra comunidad mejore». La preocupación por el bienestar social, con conocimiento de causa, como punto nodal. El corazón de una sociedad, señaló Roberto Rossellini, es la ley; el de una comunidad es el amor bien entendido, ha comentado Gustavo Martín Garzo en «El vivir ilusionado». Tiene razón.
Estamos ante un libro muy importante, diría imprescindible si la palabra no estuviera muy gastada, para todo ciudadano o ciudadana interesado en los asuntos públicos controvertidos, escrito además, en un magnífico y rico castellano, con una habilidad y belleza que a mí me han recordado en muchos momentos el estilo del admirado Henning Mankell, el Mankell-Wallender especialmente. Estamos, podemos verlo así, por qué no, ante un Manifiesto de los impuestos, un manifiesto que tiene una fuerza narrativa y moral no muy alejada de la mostrada por los jóvenes revolucionarios alemanes en su Manifiesto de principios de 1848. Con la misma brillantez, con el mismo acierto, con las mismas finalidades didácticas, con la misma fuerza expositiva… y desde coordenadas político-culturales semejantes.
Hace casi 40 años, en el editorial del número 1 de la revista mientras tanto, su autor, Manuel Sacristán, en nombre del colectivo editor, comentaba que con unas hipótesis generales, que había esbozado anteriormente, intentaban entender la situación en la que estaban inmersos y así poder orientarse en el estudio de ella. El «saber a qué atenerse» que había señalado José Ortega y Gasset tiempo atrás. El paisaje que dibujaban esas hipótesis era bastante oscuro (como suele ocurrir en casi todo los tiempos). Pero, precisamente porque era tan negra la noche de aquella restauración capitalista (la nuestra, con tantos y tantos nubarrones antisociales, acaso sea más negra) podía resultar «menos difícil orientarse en ella con la modesta ayuda de una astronomía de bolsillo». Aunque los miembros del colectivo estaban convencidos de que las contradicciones sociales se habían agudizado en los últimos años, se sentían un poco menos perplejos, lo que no quería decir más optimistas advertían, respecto de la tarea que habría que proponerse para que tras aquella noche oscura de la crisis de una civilización «despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo».
Una de las tareas, proseguía el traductor de El Banquete, El final de la utopía y El capital, una tarea que no podía cumplirse con agitada veleidad irracionalista, consistía en renovar la alianza ochocentista del movimiento obrero con la ciencia crítica, con el conocimiento no sumiso ni servicial, con el saber popular fruto de la propia praxis y de la reflexión anexa. Condición necesaria, aunque no suficiente, para avanzar, para cuidar y transformar democráticamente la sociedad pensando, fundamentalmente, desde, en y con los «de abajo».
Este libro, Los impuestos en la ciudad democrática (¡qué hermoso, qué conmovedor título!) es un buen ejemplo de esa necesaria y deseable alianza, también en nuestro hoy, del movimiento ciudadano y obrero, de los/las activistas que desde muy diversos frentes luchan por la justicia, la equidad, la solidaridad y la libertad real, también por la fraternidad entre pueblos y ciudadanías, ycontra la (sin)razón neoliberal y patriarcal agresora de la Naturaleza, con el conocimiento crítico y contrastado, con el mejor conocimiento posible al alcance de todos nosotros, con influencia verdadera, decisiva incluso, en el ágora pública, en nuestras preocupaciones, saberes, reflexiones e intervenciones, sobre un asunto, éste de los impuestos, en absoluto marginal o secundario, esencial más bien para cualquier consideración de justicia distributiva, o de justicia a secas, en la que queramos fijar nuestra atención e interés.
Conviene por eso mostrar la pulsión poliética, la pasión razonada hubiera escrito Francisco Fernández Buey, que subyace a las páginas de nuestro libro. Un texto del propio autor nos puede ayudar.
Se incluye en Los impuestos en la ciudad democrática una carta del autor -«El pánico de los empresarios»- que apareció en el diario Público el 19 de junio de 2011. No ha perdido interés ni actualidad; todo lo contrario.
Trabajo en una administración de la Agencia Tributaria desde hace unos 20 años, nos recuerda RR. La realidad, nada distante de la actual, que se veía encontrando al cumplir su tarea era la de jóvenes que ganaban menos de 600 euros al mes y hacían jornadas de más de 12 horas diarias en centros comerciales. De trabajadores comisionistas de grandes compañías energéticas «cogidos a prueba durante un mes o dos a los que la empresa no paga ni los contratos que cierran porque no alcanzan un mínimo (es decir, que trabajan gratis, como en los buenos tiempos de la esclavitud)». De camareros sin relación laboral ni derecho social que valga «obligados a darse de alta como profesionales de hostelería en vulneración salvaje del Estatuto de los Trabajadores». De administrativos de empresas de transporte, también sin contrato laboral, «forzados a darse de alta como autónomos (se les llama «coordinadores de logística», expresión muy fina que esconde falta de derechos y, por supuesto, despido gratuito)».
No se exagera, en absoluto. Es una adecuada descripción de la realidad de millones de trabajadores españoles (y europeos y del mundo en general, con situaciones aún peores ciertamente) en tiempos, se nos dice, de crecimiento económico. Yo mismo, que he sido durante estos últimos quince años profesor de informática y economía de ciclos formativos de grado medio y superior en un instituto de Santa Coloma de Gramenet, una ciudad trabajadora muy cercana a Barcelona, y a un tiempo coordinador de las prácticas de lo que llaman «formación laboral» de esos estudiantes, puedo confirmar sus palabras sin miedo a equivocarme. Noche muy larga y muy oscura para las clases trabajadoras de España y de todo el mundo.
Estos y otros abusos son los que dominaban y dominan la realidad laboral del país. De qué demonios sienten «pánico» entonces los empresarios al contratar, según aseguran el presidente de la patronal y el gobernador del Banco de España, se pregunta RR. «¿Qué pretenden? ¿Qué se restituya la esclavitud ya de forma abierta y se pueda azotar a los trabajadores desobedientes, pagándoles estrictamente la comida que consuman?» O es que empiezan a sentir «pánico» por si los trabajadores acaban hartándose de verdad y deciden que ha llegado el momento de que todo reviente antes que dejarse matar de hambre, de explotación sin miramientos, de falta de tiempo real para vivir, para estudiar, para disfrutar, para formar una familia si es el caso. «Por esto sí que deberían preocuparse» responde el autor Todo el mundo tiene un límite, incluidos los esclavos. La observación, la conclusión de RR, es un ejemplo de su esperancismo, del optimismo temperado que toca realidad.
Por lo indicado, la posición moral que subyace a esta carta y, en general, a todo el libro -no es conjetura arriesgada, la evidencia es sólida- puede formularse así: hay que vivir de pie, con dignidad, informados, con espíritu crítico, resistiendo, alzándose y junto a otros. Del Yo al Nosotros, escribió el profesor Ramón Valls Plana, analizando y describiendo como pocos lo han hecho la Fenomenología del Espíritu, el clásico hegeliano que tanta huella dejó en otro clásico imprescindible, también para RR, el que fuera esposo-compañero de Jenny Marx, el amigo del admirable Friedrich Engels. Celebramos este año el bicentenario de su nacimiento.
He estado tentado de escribir a continuación que si el lector/a no comparte la posición moral descrita. lo más sensato que puede hacer es centrar su atención en otros libros y regalar su ejemplar a un amigo que esté más en sintonía poliética con el autor. Pero no sería correcto, sería un error sectario. Lo razonable y justo es señalar que aunque el lector no comparta la perspectiva moral del autor, su espíritu crítico y de combate contra la dura realidad que nos toca vivir, su esperancismo como antes señalaba, aunque se esté algo o muy alejado de esas posiciones, se puede extraer igualmente mucho jugo informativo y argumentativo del estudio y lectura de Los impuestos en la ciudad democrática. Nada les será ajeno en él.
Mejor, ciertamente, si tienen ustedes proximidad poliética con el autor. Como dirían seguramente los miembros de la «Unión de Científicos concernidos», el compromiso práctico transformador siempre ayuda para la comprensión profunda de situaciones de injusticia. El autor de Leyendo a Gramsci lo dijo en otros términos pero con la misma idea de fondo: ciencia con conciencia, conocimiento con alma, las aristas básicas también de este libro. Pero no es, insisto, esa proximidad e inquietud moral condición necesaria. Acompaña bien. Podemos gozar y aprender del Protágoras, de la Política o de la Ethica more geometrico demonstrata sin ser platónicos, aristotélicos o spinozistas… O siéndolo por supuesto.
Destaco a continuación, muy sucintamente, algunas virtudes del libro, las que me parecen más esenciales, para fundamentar mis primeras palabras sobre su solidez narrativa y argumentativa. Seré injusto, a mi pesar, con el autor y con ustedes. Muchas de sus aportaciones, por espacio y para no retrasar la lectura, las voy a dejar en el tintero. Una lista muy parcial, demediada, podría ser la siguiente.
En primer lugar, Los impuestos en la ciudad democrática está atravesado, antes he hablado un poco de ello, por una perspectiva que tiene a la justicia como finalidad, como guía esencial. U na mirada permanente o ininterrumpida, como prefieran, de principio a fin. En todos los artículos, incluida la presentación del libro.
Un ejemplo. En varios artículos y charlas, RR ha hablado de los bienes Giffen. Son aquellos en los que, aunque parezca paradójico, la demanda aumenta cuando se incrementa su precio. Se detectó su existencia en la gran hambruna del Reino Unido del siglo XIX. Si se aumenta el precio de las patatas, y a pesar de ello las patatas siguen siendo más baratas que la carne o el pescado, «las familias pobres tenderán a comprar más patatas, aunque hayan aumentado de precio, y a dejar de comprar el poco pescado o la poca carne que antes tenían por costumbre consumir», por merma de medios. De este modo, si el aumento de precio de los alimentos más básicos se hiciese por la vía del incremento de un impuesto al consumo como el IVA, como ha ocurrido ya de hecho en varias ocasiones en nuestro país, «se logrará que las familias más pobres sufraguen la elevación impositiva al mismo tiempo que empeoran la calidad y variedad de su dieta alimenticia». Pero esta opción esen sí, desde un punto de vista tecnocrático y sin consideraciones humanistas y críticas complementarias, una manera eficaz e inmediata de aumento de ingresos, «dado que la demanda de los productos de primera necesidad resulta extremadamente inelástica». Apenas le afectan las variaciones de precios por una razón muy simple, básica: las personas, como en el caso de la hambruna del Reino Unido, no podemos renunciar a ellos.
Se ve entonces, nos pregunta RR, el sentido de la propuesta, varias veces intentada, de supresión del tipo más bajo de IVA. Se ve. Vemos el sentido, entendemos que es una opción muy injusta por eficaz que pueda ser desde el punto de vista del hacer económico dominante, de lo que llaman «política económica». La injusticia, al igual que la crueldad, puede ser también extremadamente eficaz, nos recuerda RR.
En segundo lugar, nuestro libro (verán que es fácil hacerlo de todos) está escrito por un, podemos decirlo así, «cartesiano de izquierdas». Los impuestos en la ciudad democrática es un libro profundamente cartesiano en el buen sentido de la palabra, que sin duda lo tiene. La claridad y distinción son virtudes ininterrumpidas. Una reflexión sobre la amnistía fiscal del gobierno PP, no hablamos de cualquier asunto, nos puede servir de ilustración de este singular cartesianismo de izquierdas.
En España ya no sólo estamos destruyendo el Estado de Bienestar Social, que por otra parte jamás llegó a ser real entre nosotros, nos recuerda RR, sino que «estamos destruyendo el Estado, sin más, si entendemos por éste un Estado moderno que se atiene al menos en su funcionamiento básico al principio de legalidad». O sea, el Estado de derecho.
Se anuncia aquí una de las tesis que se ha tratado de probar en el ensayo, el rovell de l’ou, como se suele decir en catalán, de lo en él argumentado y defendido: incluso en el supuesto de que accediese al gobierno un bloque político progresista de izquierda, con voluntad real de atajar el fraude fiscal, un gobierno que, por supuesto, acometiese un reforzamiento importante de la Agencia Tributaria, conditio sine quan non, «las causas del fraude enraízan en la estructura socioeconómica más profunda de nuestro país y requieren una reforma radical tanto del sistema tributario como del modelo económico en el que se inserta, en España y en el conjunto de la Unión Europea». La situación no se arregla en un cerrar y abrir de ojos, no cabe, no se pueden ocultar las dificultades. La verdad, la de Agamenón pero sobre todo la de su porquero, como guía y práctica.
La dominación creciente de los impuestos indirectos, prosigue RR, facilita la extensión de fórmulas cada vez más sofisticadas de elusión fiscal, y estos nos enlaza con las características actuales del capitalismo realmente existente: «La financiarización de la economía hace que el origen y el destino y sobre todo los actores y beneficiarios de los flujos de renta sean cada vez más difíciles de identificar». Por otra parte, la inserción de España como Estado miembro en la UE, y en tanto permanezcamos en ella puntualiza el autor, un matiz que no debería pasarnos desapercibido, «impedirán acometer determinadas reformas si antes no se acuerdan en esta organización supranacional». Lo que no resulta fácil, en absoluto.
Un gobierno que pretenda realmente acabar con el fraude fiscal, deberá graduar los pasos a seguir en un plan que debería abarcar «un período superior a una legislatura, y podrá ir recuperando parte de los fondos perdidos seguramente desde el primer momento», pero siendo conscientes, sin ninguna demagogia, sin falsos «argumentos» populistas, con sensatez e información contrastada que no equivalen a renuncia, que alcanzar «a la mayor parte de los tributos eludidos exigirá un camino largo». La crisis fiscal de los Estados capitalistas es muy profunda y se viene arrastrando desde hace décadas. La crisis económica general, remarca RR, «la ha hecho más visible y trágica» pero, por supuesto, no ha nacido con ella.
En todo caso, el autor, que permanece insumiso y crítico, está convencido de que la tarea es abordable. No hay entreguismo, no hay claudicación. Mas, conviene insistir, la verdad es la verdad, no la posverdad, «no puede darse la sensación de que vaya a resultar fácil». De hecho, el libro «no alberga otro propósito que ser una contribución modesta a esa tarea (…), dentro del terreno fiscal, precisamente uno de los ámbitos en los que la crisis ha hecho aflorar con mayor truculencia la descomposición del sistema». Los impuestos en la ciudad democrática, lo hemos señalado anteriormente, está escrito y guiado por esa concepción de la necesaria, e incluso urgente, transformación social y popular. Lo real debe ser, debemos intentar todos que sea, racional y justo.
A RR, como buen activista de izquierda, siempre le ha provocado una ardiente irritación la demagogia, el engaño, la manipulación, sin importarle el frente ideológico que la sustente. Cuando se propone, cuando proponemos, un proyecto de cambio de la sociedad, sin engaños ni manipulaciones, «se deben explorar honestamente sus posibilidades, cuya percepción siempre estará sujeta a errores, por supuesto».
Una cosa es dotarse de una utopía como horizonte que nos estimule a caminar, las ilusiones naturales de las que nos habló Francisco Fernández Buey en uno de sus últimos libros, y otra cosa muy diferente es vender humo muchas veces vendido y, en ocasiones, sin nobles intenciones. Por ello «no es admisible saldar el problema de la financiación de las reformas que serán imprescindibles aludiendo de manera genérica y vaga a la existencia de 90.000 millones de euros de fraude fiscal anual». Como si ese dinero «estuviese guardado en un baúl del que no hay más que abrir la tapa». Y eso porque no es verdad y porque se necesitará la comprensión y complicidad de la inmensa mayoría de la sociedad para asegurar el cambio y «porque no hay mayor disolvente de la complicidad social para el cambio que la frustración que generan las falsas expectativas». Y ello, RR piensa sin miedo, y a contracorriente incluso cuando lo estima necesario, «por no someter a una crítica medianamente rigurosa la cifra de fraude que se señala, que se ha dado en varias ocasiones y que ha sido respaldada por el sindicato de técnicos de Hacienda pero que, a mi juicio, adolece de no poca exageración».
Con claridad y distinción, como les decía, sin esconderse, siendo consciente al mismo tiempo de la importancia general del lenguaje y del diseñado papel de «la lengua de los expertos» como método habitual, nada inocente, de oscuridad y elitismo.
La décimo primera tesis del joven Marx sobre Feuerbach y las nuevas formas de vida, aunque puede parecer extraño, son asuntos muy presentes también en nuestro libro. La tercera virtud en nuestra lista,
Para que la lucha política concreta sea creíble, señala RR, también nosotros hemos de asumir «que, si no aceptamos que los mismos que nos han gobernado vuelvan a hacer las mismas cosas, tampoco cabe que regresemos felizmente a la vida de antes». El cambio ha de afectar al conjunto de la sociedad. No es posible un feliz regreso al pasado, más que idealizado por lo demás en muchas ocasiones. La memoria, nuestra memoria, no suele acuñar bien estas monedas.
Los muy ricos y quienes han encarnado sus intereses en el terreno político son, desde luego, los más responsables de la situación. Pero no son los únicos y no podemos, ni debemos, volver a las andadas como si nada, sin modificar de manera radical -como nos han enseñado Jorge Riechmann y Óscar Carpintero por ejemplo- muchas cosas también de nuestra forma de vida. Quienes aspiren a encabezar el cambio «tendrán que llevar a cabo una complicada y laboriosa tarea de composición de un programa de transformación muy profundo; no se arreglan los cimientos de un edificio que se tambalea revocando la fachada». Y el edificio, lo sabemos bien, se tambalea en muchos puntos y por muchas razones.
Ha existido siempre una interpretación, a juicio del autor errónea, del pensamiento marxista, «que se ha opuesto tenazmente a tomar en consideración al explicarse el desarrollo de las sociedades humanas el carácter y la intervención de los individuos, o al menos a otorgarle cualquier papel relevante». Él opina por el contrario y nosotros con él, que lo que las personas hacemos, nuestra inteligencia, nuestra voluntad e incluso nuestro sometimiento a la rutina, «no son elementos a desdeñar para comprender nuestra historia y para escrutar el futuro inmediato». Nada de eso es incompatible, por supuesto, «con la adecuada evaluación de la dinámica de las fuerzas sociales y de las condiciones objetivas de la realidad».
El marxismo sin ismos y con cabeza creativa y pensamiento propios de RR queda bien caracterizado con estas palabras: «La lectura de los artículos y textos en los que el propio Marx abordó periodos históricos anteriores o contemporáneos a él podría servir de prueba de que el maestro contemplaba el mundo con mente bastante más flexible que la mayor parte de sus epígonos». Sin ninguna duda.
La necesidad de equidad, porque no todos somos iguales cuando todos deberíamos serlo, también esa arista principal de este poliedro construido por RR.
El Estado puede elaborar nuestra declaración de la renta, sin que debamos facilitarle nosotros prácticamente ninguna información adicional. Esta circunstancia produce el efecto colateral de que la ciudadanía corriente seamos cada vez menos conscientes de qué impuestos estamos pagando y de cómo se distribuye la carga tributaria en el conjunto de la sociedad. Por el contrario, la «consciencia fiscal» abunda en las grandes empresas y grandes fortunas que mueven miles de millones de euros «en intrincadas operaciones financieras con complejos entramados de sociedades mercantiles, disponen de una mayor capacidad para eludir el fisco e incluso para disputarle jurídicamente a los Estados la existencia y configuración de los impuestos». No es cualquier cosa la amenaza.
En lo que se refiere a las grandes empresas, la mayor parte del esfuerzo de la Agencia Tributaria ha de concentrarse, inevitablemente dada la situación, «en disputas sobre la calificación jurídica de los actos o negocios gravados, en complejas y tediosas argumentaciones acerca de procedimiento o en confrontaciones judiciales sobre el ajuste de las leyes tributarias a sus principios generales». Un sistema confuso y oscuro genera «que cantidades escandalosas de ingresos fiscales se pierdan tras prolongados y laberínticos procedimientos de revisión administrativa y contenciosa».
Esta es una circunstancia de una gravedad enorme. Lejos de resolverse con las últimas reformas, «siempre en teoría comprometidas con la finalidad de reducir la hinchazón litigiosa del sistema, se ha ido acrecentando». El mayor porcentaje de liquidaciones llevadas a cabo por la Agencia, «son derribadas en fase de revisión administrativa y sobre todo judicial por razones de procedimiento o interpretación legal y no por razones materiales y de fondo». Un verdadero escándalo social.
Es fácil entender lo que significa. Si se dispone de medios para contratar a grandes y caros despachos profesionales, algunas (muchas) fortunas los tienen, y para aguantar la dilatada cuando no larguísima duración de los procedimientos, «se tienen también muchas posibilidades de ahorrarse millones en deuda tributaria». Y no, este es el punto central, porque en realidad «no existan los hechos imponibles que la generan sino porque se ha podido poner en evidencia ante un tribunal cualquier ligera fisura del expediente que invalida la liquidación resultante». Una verdadera estafa, un golpe en la cara sin miramientos del Estado social y de derecho.
En definitiva, nuestro sistema, comenta con dolor el autor, «permite que se use la norma fiscal para eludir el pago de impuestos si se atesora dinero suficiente para comprar el camino a la indulgencia». Lo que, por supuesto, «arrastra por el polvo los principios de justicia e igualdad». El dinero non olet pero tiene es poderoso caballero.
El Estado, ciertamente, es un Estado de clase, aunque «no siempre los mecanismos de dominio son tan simples». Otra de las ideas que nos transmite y argumenta el libro. De nuevo el estudio y el rigor como condiciones, e incluso como exigencias: «quien honestamente aspire a transformar la realidad ha de buscar los datos y contrastarlos, porque algún día tal vez le toque contribuir a edificar una sociedad diferente».
Lo que todo esto quiere decir, se nos advierte con toda razón, es que, si en alguna ocasión hubiera en nuestro país un gobierno de izquierdas y pretendiera reorganizar la Agencia en el marco de un proyecto global de transformación, «tendría que hacerse un plano complejo de áreas, recursos y funciones, adecuado a unos objetivos, y reformular la organización olvidándose de ideas preconcebidas». Nos hemos referido anteriormente a esta tarea desde otra perspectiva.
Con más claridad, con más contundencia si cabe: «proponerse una redistribución masiva y general de recursos humanos en función de los niveles de renta de los contribuyentes supondría, en mi opinión, un disparate que no llevaría a ningún lado, sin mencionar que, francamente, no tengo la menor idea de cómo podría hacerse tal cosa».
Con la verdad por delante. De nuevo sin miedo a las críticas fáciles y a las descalificaciones demagógicas.
Hay muchas otras virtudes y consideraciones que no cabe desarrollar en este prólogo ya demasiado extenso. Pero es justo y necesario citarlas: ausencia de corporativismo; denuncia de las múltiples estrategias de las corporaciones privadas; crítica a la salida hacia la empresa privada y las grandes remuneraciones de altos funcionarios; pedagogía de la buena, de la necesaria, desde el primer momento; análisis concreto de la situación concreta (leninismo a la altura de nuestras circunstancias por decirlo a la forma clásica); denuncia del verdadero escándalo de la financiación pública de la Iglesia católica, etc.
Pasen pues, y lean. Les esperan horas de pasión, de información… y también de emoción. Digo bien, no exagero. También de agradecimiento por el trabajo bien hecho, por su pedagogía política. Si El capital lleva por subtítulo Crítica de la economía política, este libro debería llevar un subtítulo similar a éste: Crítica documentada de la oscura y clasista racionalidad tributaria. O uno mejor, más breve y sustantivo. Nadie mejor para elegirlo que el autor, un gran novelista como saben, también maestro en estas lides.
Una conjetura final, sin riesgo alguno: no podrán dejar el libro hasta el final. Lo releerán, lo comentarán con sus amistades, extenderán la recomendación en las «redes sociales» y lo ubicarán en su mesa de estudio o lectura.
Como en mi caso. Pasen página, lean y disfruten… e indígnense en ocasiones.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.