Pocas o ninguna son las firmas de columnas en la prensa diaria o semanal que se hayan sustraído a tratar con su pluma el problema del maltrato a las mujeres. Salvo opiniones a favor las hay para todos los gustos, pero en general muestran rechazo a esos comportamientos, como ocurre también en el resto de […]
Pocas o ninguna son las firmas de columnas en la prensa diaria o semanal que se hayan sustraído a tratar con su pluma el problema del maltrato a las mujeres. Salvo opiniones a favor las hay para todos los gustos, pero en general muestran rechazo a esos comportamientos, como ocurre también en el resto de la población. Las diferencias emergen al examinar los argumentos que se esgrimen para ofrecer explicaciones y soluciones al problema. En no pocas ocasiones se observan, bajo opiniones aparentemente sensatas, prejuicios y falsos mitos sobre las relaciones de pareja. Y no son descuidos. Se trata de supuestos o creencias que solemos dar como válidas porque así figuran en la conciencia social y nos han sido transmitidas durante años de socialización y siglos de historia, persistiendo a pesar de su demostrada falsedad. Buena parte de ellas son conocidas como «falacias viriles» cuya función es reforzar las relaciones de dominio-sumisión entre hombres y mujeres. Tanta es su fortaleza que hasta logran seducir no pocas mentes cuyo nivel cultural haría suponer lo contrario. Conocida la sustancia de los mitos, éstos implican riesgos añadidos en el ámbito de las relaciones de pareja. No debemos olvidar que afectan a la forma en que nos vemos y relacionamos hombres y mujeres, en demasiados casos con resultados de maltrato e incluso muerte de éstas. Pero mejor que con abstracciones podemos descender a la realidad concreta para apreciar lo que aquí se quiere denunciar y desmontar. Algunas citas de una columna de opinión publicada hace varias semanas, precisamente con el título «Malos tratos», permitirán comprobar cómo se utilizan falsos mitos para urdir explicaciones engañosas que pueden pasar por sesudas. Comenzaremos por una referencia a la baja repercusión social que parece tener el problema del maltrato a las mujeres. El texto de opinión indicado citaba una de las causas: la insensibilización provocada por noticias reiteradas sobre maltratos. A ello habría que añadir el tratamiento morboso que frecuentemente reciben en los medios. Un factor clave y que suele pasar desapercibido son los apelativos utilizados para este tipo de violencia, como doméstica o de género. Ambos desenfocan el problema real. En el primer caso se reduce al ámbito de lo privado, cotidiano y poco importante. El calificativo «de género» es inespecífico e induce a equiparar la violencia hacia las mujeres con la de sentido inverso, lo cual es un error muy extendido, pero no inocente. ¿Por qué no llamarla por lo que es?: violencia machista o sexista. El texto indicaba, gratuitamente, que nadie se ha preocupado por el origen de estas formas de violencia. Pues nada menos cierto. Son muchas las investigaciones realizadas sobre la violencia en general y hacia las mujeres en particular. La bibliografía es extensa, como también las causas, y todas tienen raíces en el sistema patriarcal vigente en nuestra sociedad. ¿Quiénes, pues, mejor que los hombres podríamos poner remedio? Sería ya un gran paso levantar nuestra voz contra la violencia de nuestros semejantes, porque el silencio nos hace cómplices. Planteando soluciones, el autor del texto adoptaba una perspectiva del todo conservadora, con una interpretación idílica de la familia y el matrimonio como formas históricas de convivencia. Sin embargo le fallaba la memoria, pues la realidad social nunca ha sido esa. Detrás de ambas instituciones ha estado siempre el patriarcado, y eso significa poder del varón y subordinación de la mujer. El respeto en ellas nunca se ha aplicado por igual, sino privilegiando al primero. De modo que si, como indicaba el autor, esas instituciones permitieron «ver en el otro a una criatura sagrada aureolada de dignidad, libertad y nobleza», no cabe decir lo mismo para «la otra». Ya sería deseable un progreso hacia relaciones basadas en dichos valores, que son también derechos humanos básicos, pero la memoria nos dice que no los encontraremos mirando al pasado. Quedan para el final los mitos más peligrosos. El primero afirma que «un hombre empieza a pegar a su pareja cuando ha dejado de quererla». Los estudios lo desmienten y apuntan que un hombre maltrata a su pareja cuando cree que tiene algún derecho o poder sobre ella y advierte que puede perderlo, recurriendo entonces a la violencia para restaurar la situación. El maltratador no es un perturbado; lleva hasta el límite una pauta bien aprendida en el sistema patriarcal sobre cómo debe tratar a «su» mujer, que…, por cierto, ¡no es suya!. Si además creemos que cuando ceden los afectos «es natural que surja la violencia», ya tenemos el cóctel que permite comprender y hasta justificar a quienes matan a su pareja porque la relación se ha roto o porque ya no la quieren. ¿Verdad que esto nos suena? Desgraciadamente sí, más de una vez por semana hay hombres en nuestro país que lo ejecutan al pie de la letra. Por supuesto, debemos suponer que amparar o animar comportamientos violentos no es la intención de quienes manifiestan su opinión en los medios. Sin embargo, las creencias que manejamos y el lenguaje con que se expresan pueden llevar una carga mortífera dependiendo de dónde y ante quién se emplean. No olvidemos que los medios de comunicación son creadores de opinión y por ello es tan importante el papel que pueden jugar en la resolución del problema social que supone la violencia machista.