Algunas personas que luchan por la despenalización del aborto tienden a pensar que la ideología sólo existe en la contraparte, entre quienes se oponen a este «asunto de justicia para las mujeres». La ideología vendría a ser un conjunto de creencias que ocultan la «realidad verdadera», la cual estaría constituida por «los hechos». Creo que […]
Algunas personas que luchan por la despenalización del aborto tienden a pensar que la ideología sólo existe en la contraparte, entre quienes se oponen a este «asunto de justicia para las mujeres». La ideología vendría a ser un conjunto de creencias que ocultan la «realidad verdadera», la cual estaría constituida por «los hechos». Creo que esto podría explicar cierta «parálisis» en el análisis y no pocas frustraciones en las estrategias que no consiguen ser suficientemente persuasivas.
El origen del problema se encuentra en cierta apelación a la «evidente» inequidad con la que son tratadas las mujeres o a la «ceguera» frente a las injusticias que sufren. Pero no existe tal cosa como una evidencia que se adquiere de facto y que luego es «encubierta» por otros. Quienes luchan por la despenalización comparten toda una gama de creencias sobre la vida, los derechos y las condiciones justas de las mujeres, que son el resultado de una cuidadosa construcción normativa que les pareció aceptable y creíble. Alimentando estas creencias encontramos también a las imaginaciones sobre el tipo de vida que deberían tener las mujeres o al que deberían aspirar. Todo esto es ideología y debe aceptarse como tal, concediéndole la mayor de las atenciones, de tal modo que se vuelva una herramienta útil en la lucha por la vida de todas (y todos). Y ya que menciono la palabra, dejen que me detenga en lo que llamamos «vida», porque su sentido tampoco es obvio.
Primero, me referiré a la vida en la que creen las agrupaciones «Pro Vida» y sus carneros adalides: «la vida antes de la vida» propia de embriones y fetos, la cual no es, en absoluto, la vida humana en su complejidad y riqueza. Abusando de una expresión que usan Walter Benjamin y Giorgio Agamben, me gustaría llamarla nuda vida: el desarrollo de un organismo de nuestra especie, al cual se le atribuye erróneamente una «autonomía» y unos «derechos», cuando en realidad depende radicalmente de las consideraciones, decisiones y acciones personales, culturales e históricas que podrían imprimirle un sentido humano. Dichas consideraciones, decisiones y acciones son las que convierten al embrión en «un bebé», y son precisamente las que minusvaloran los Pro Vida, quienes no son capaces de diferenciar entre un grupo de células y una niña que juega en su cunita. Estamos ante una nueva versión del fundamentalismo, el cual sustituye el fundamento de la acción social -que está constituido por la vida de las personas y los colectivos, y es criterio de análisis, decisión y acción- por esa especie de zombis que son los embriones de los Pro Vida: si aquéllos son los «no muertos», éstos vendrían a ser los «no vivos», y así como los primeros, también surgen de la oscuridad (del útero) para cobrar vidas (de mujeres).
Ahora puedo referirme a la vida de las personas como aquella en la que sí creen los grupos a favor de la despenalización. A diferencia de lo que sucede con los embriones, la vida de las mujeres (y hombres) es Bíos, alude a una «biografía» -camino recorrido, conciencia de sí, aciertos y errores reales y no meramente «potenciales». Una mujer no es un organismo que sólo crece, engorda y se mueve -no es simple Zoé- y esto es clave para hablar con propiedad acerca de lo que llamamos «estatuto moral» o «derechos». No sólo no se puede apelar a ellos de manera absoluta y en contra de las mujeres -como cuando se decide que la vida del embrión es más importante que la de la madre-, sino que la vida de una mujer será siempre mucho más valiosa e importante que la de cualquier organismo humano dentro de su útero, incluso si no está en riesgo su supervivencia (de la mujer, obviamente).
Esto último no quiere decir que los embriones no importen, sino que su valor y derecho a la vida, protección, salud, etc. no pueden ser independientes del que les concede el universo humano que les rodea. Pensemos despacio en esto y veremos que constituye un legítimo esfuerzo de proceder razonable sobre lo que queremos proteger. Los embriones y fetos libremente deseados y responsablemente esperados no peligran en absoluto, ya que el Estado estaría obligado a garantizar los derechos que sus progenitores reclaman para ellos. Pero, al mismo tiempo, ninguna mujer temerá que su vida pase a ser secundaria frente a la del feto o que se le obligue a terminar con un embarazo que es producto de una violación.
Algunos dicen que lo anterior pone de todos modos a embriones y fetos en una situación injusta, y que viola sus derechos, pero esto sólo tendría sentido si creyésemos esa ficción repetida ad náuseam que insiste en llamarlos «personas», respondiendo a «su sufrimiento» o buscando en ellos algún tipo de «alma». Tales afirmaciones son absurdas, si apelamos a criterios como la conciencia de sí, la cual no se adquiere sino hasta después del nacimiento, por no hablar de la ausencia de cualquier clase de sufrimiento en las etapas iniciales de desarrollo del embrión. Un organismo sin una conciencia de sí no puede «querer vivir» o reclamar ningún derecho -como sí lo haría una mujer-, y sin un sistema nervioso desarrollado no tendríamos por qué lamentarnos de un sufrimiento que no existe. Además, sabemos de sobra que la apelación al «alma» está lejos de ser un argumento determinante, habida cuenta de la complejidad de sentidos a los que apunta la expresión (razonamiento, conciencia moral, etc.) y como diversos teólogos han reconocido en muchas ocasiones.
«Las mujeres no se están muriendo a causa de enfermedades incurables; se están muriendo porque en ciertas sociedades aún no se ha decidido que vale la pena salvarles la vida«. Recuperar esta afirmación es importante porque reafirma el poder de las creencias para defender los derechos. Que esté ausente esa decisión en favor de las mujeres no es algo que se debe únicamente al deseo de dañar, sino a creencias profundamente arraigadas, a las que hay que oponerles otras nuevas y no sólo estadísticas o «datos». Vivir no es sólo respirar o funcionar orgánicamente, sino que también supone hacer una vida, relacionarse, pensar, soñar y tener planes para el futuro. Esto sugiere que deberíamos reflexionar más sobre qué clase de vida valoramos y creer firmemente que vale la pena apostar por su fomento.
Carlos Molina Velásquez. Académico salvadoreño y columnista del periódico digital ContraPunto
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