La dignidad nos ha salvado siempre. Desde los tiempos de la manigua redentora cuando cristalizaba la nación acrisolada hasta los días del presente de resistencia y construcción denodadas. Con ese escudo protector e invencible hemos podido enfrentar durante décadas a «esa fuerza más» avizorada por Martí, el gran forjador de nuestra conciencia patria, sin ponernos […]
Cierta vez un romántico alemán decimonónico fabuló acerca del momento en que la riqueza, la belleza y la dignidad decidieron tomar sus propios rumbos y acordar las señales para encontrarse. La primera de ellas indicó cuan fácil sería solo con divisar rastros de violencia y derramamientos. Para la belleza se trataría de advertir multitudes admiradoras y admiradas, y no pocas cotas de vanidad. En cambio la dignidad guardaba silencio, y a mucho instarle las que hasta entonces eran compañeras de viaje, pronunció una sentencia bien esclarecedora: «quien me pierde, jamás me encuentra».
Aunque en apariencia un concepto inatrapable, sin embargo, la dignidad constituye un tesoro invaluable que se forja y cultiva y atraviesa el pensamiento y la conducta humana en todos los momentos de la vida, como actos de crecimiento en tanto que individuos y actores sociales, desde las adversidades hasta las muy legítimas explosiones de alegrías, y por supuesto en los papeles puntuales a desempeñar por cada uno.
Con frecuencia para reconocer la actuación de un artista o un deportista solemos afirmar que su actuación fue digna porque pusieron en el empeño lo mejor de sí, sin escatimaciones mezquinas. Y por cierto deberíamos trascender esa llamativa esfera pública y acostumbrarnos a medir con igual rasero lo que a cada quien, sin cintillos ni candilejas, le toca hacer en las esfera de lo productivo, administrativo, laboral y creativo, lo que tendría que traducirse en la búsqueda incesante de la calidad, el buen trato, la organización y el aporte.
Uno debería preguntarse a menudo como examen de conciencia si estamos a punto de perder la irrecuperable dignidad, que también se expresa en la indignación sin tregua ante la injusticia, la corrupción, la irracionalidad derrochadora, la chapucería, la indisciplina y la indolencia desintegradora que saque de su cauce el legado dignamente forjado por los fundadores de ayer y de hoy, para entronizar el caos alentado por el obsesivo «gigante de siete leguas».
En la dignidad se refunde el decoro, el respeto a los símbolos sagrados de la Nación y a los demás seres humanos, el valor frente a la verdad y para enfrentar los obstáculos y vencerlos, y la firmeza en los principios. Consiste en una ética suprema que no se puede perder.
Fuente:http://www.juventudrebelde.cu/opinion/2010-01-09/dignidad/