Un lugar común de todos nuestros dirigentes es su apoyo formal a la investigación y su beneplácito a aumentar el presupuesto dedicado a la investigación, desarrollo e innovación. Hay ya diferencias sobre cuál es la posición de partida o sobre la distribución de los recursos dedicados a esta parcela entre investigación pura y aplicada; científica […]
Un lugar común de todos nuestros dirigentes es su apoyo formal a la investigación y su beneplácito a aumentar el presupuesto dedicado a la investigación, desarrollo e innovación.
Hay ya diferencias sobre cuál es la posición de partida o sobre la distribución de los recursos dedicados a esta parcela entre investigación pura y aplicada; científica y biológica o humanidades; civil o militar; grandes proyectos o difuminados y cuales son los más adecuados a las necesidades de la estructura económica de un territorio. Sobre la capacidad de absorber científicos y rescatar ‘cerebros’ e incluso invitar a foráneos, etc. O cuales son las mejoras posibles para integrar y evitar duplicidades en los centros universitarios, institutos de investigación y el tejido empresarial, sin pérdida de una mínima identidad, como fórmulas para descubrir, innovar, mejorar procesos y recualificar a unas personas para aumentar la eficiencia, la productividad y la competitividad de la economía y el bienestar social.
Cada una de esos problemas tienen, a su vez, más derivadas y las disyuntivas crecen. Pero, sin ánimo de ser reduccionista, hay un problema inicial que perturba y contamina a los demás, haciendo, si no se resuelve, increíble e inverosímil los programas de desarrollo de la política de I+D+I de nuestro país sea cual sea el Gobierno que rija el país.
Nos referimos a la situación de nuestros jóvenes investigadores. Son unos 20.000 según diversas fuentes, dada la inexistencia de un censo real. Su estadio de precariedad llega a unos extremos semejantes a la de los inmigrantes, les faltan ‘los papeles’. No tienen contrato laboral y no tienen asegurada una asistencia sanitaria. En caso de accidente laboral o embarazo la casuística de problemas es amplísima dada la multiplicidad de becas con normativas diferentes y, en muchos casos, sin coberturas. Por supuesto, olvídense de pagas de cien euros para las investigadoras o de vacaciones regladas. Son negadas sus relaciones contractuales con la universidad o con su jefe inmediato y éstas pueden ser, y afortunadamente no es lo frecuente, de humillación y ordeno y mando. Sin representantes en claustros y otras antiguallas de unas relaciones modernas. Y creada la figura del becario sin derechos laborales, la mancha se extiende en el ámbito privado para el solaz de unos empresarios que la quisieran para el conjunto de las relaciones laborales.
Ante esta situación y la protesta organizada de los jóvenes precarios investigadores, apoyada por sindicatos y algún partido, reclamando contratos laborales, el PP se vio obligado a mover ficha. Nos referimos a la creación de un Estatuto del Becario, criticado por el Consejo Económico y Social, dado su pertinaz oposición a considerarlos trabajadores. El Estatuto viene a establecer un régimen voluntario de adscripción sólo para entidades sin ánimo de lucro. Sus becarios podrían lograr una asistencia sanitaria pública a partir del tercer año y se obligaban a cotizar por el salario mínimo -independientemente del importe de la beca- para devengos de jubilación. Se negaba la relación laboral y se prescindía de seguro de desempleo. La última aportación normativa del PP, fue dejar exentas del Impuesto sobre la Renta las becas, independiente de la cuantía o de la acumulación de rentas de sus benefactores, en plena distorsión del carácter generalista de este impuesto. Es decir mantener la precariedad social, a cambio de una ilusión fiscal, injusta y demagógica por supuesto y, prácticamente, inaplicable.
Como es comprensible, los investigadores reclaman, dado que son licenciados y cumplen los requisitos acordes a ser considerados personal por cuenta ajena -independientemente de que lo hagan en centros privados o públicos-, que se normalice su situación y puedan acceder a una contratación laboral acorde con nuestro ordenamiento laboral, como cualquier otro trabajador.
Lo que parecería lógico y aceptable, como lo es en otros países europeos, un contrato laboral, aquí en nuestro país se siguen ‘inventando’ zancadillas. Así, hay algunos dirigentes más progresistas, políticos, empresariales y, también, académicos que postulan una precariedad a plazos. Dos años de ‘mili’ sin derechos con las actuales becas y ya, después, 2 años de contrato laboral, un remedo del actual Estatuto del PP. Este sinsentido, tiene un precedente funesto. Ya en 1988, un Gobierno soberbio quiso universalizar la primera contratación laboral sin derechos. Ahora, algunos Gobiernos autonómicos han cogido ese mal relevo. No es de extrañar que el Consejo de la Juventud haga una Campaña contra la Precariedad Laboral, ‘Trabaja por lo justo’; que los sindicatos, entre ellos la USO se movilicen contra este atropello y los propios investigadores se autodenominen, los licenciados ‘sin papeles’, y se vistan de naranja acordes con su visión que son los eternos exprimidos del sistema científico de este país.
No es factible mejorar nuestra política científica si no se considera a los investigadores como a cualquier otro trabajador. Con derechos y obligaciones. Si no empezamos con una inversión de unos 37 millones de euros anuales para todo el país, administraciones y empresas para igualar sus relaciones sociales, no hay sostenibilidad científica.. Si no se pone remedio a esta precariedad, resultará inverosímil cualquier estrategia de impulso a la I+D+I, la diga quien la diga.
Santiago González Vallejo es miembro del Área de Servicios de la Unión Sindical Obrera (USO)