Traducido del inglés para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Introducción por Tom Engelhardt
En Australia, el lugar más alejado posible de Alaska, los bosques tropicales considerados demasiado húmedos para arder han sido recientemente pasto de las llamas. Y eso ya no supone ninguna rareza en este mundo nuestro. No es de extrañar que el secretario general de la ONU, Antonio Guterres advirtiera recientemente de que, en lo relativo a la crisis climática, «el punto de no retorno ya no se sitúa en el horizonte, sino a la vista y abalanzándose hacia nosotros». Desgraciadamente, en un momento en que las naciones de todo el planeta deberían estar cooperando para mantener las temperaturas globales dentro de un límite, las noticias más recientes sugieren que no es así. Dejemos de momento a un lado el intento descarado de los pirómanos de la Administración Trump, que no solo intentan ignorar la realidad del cambio climático, sino que hacen lo posible por intensificarlo, y consideremos el último Informe de Emisiones de las Naciones Unidas. Este sugiere que la humanidad va camino de superar con creces los límites establecidos por el Acuerdo de París, de 1,5ºC más que la temperatura media de la era preindustrial. De hecho, la emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) siguen aumentando y, según el Guardian, ExxonMobil y Shell tienen previsto aumentar su producción de combustibles fósiles más del 35 por ciento entre hoy y 2030 (al igual que otras grandes compañías petroleras).
El Banco Mundial estima que Latinoamérica, el África subsahariana y el sudeste asiático «generarán otros 143 millones de migrantes climáticos hacia 2050» y que esa no es sino una más de las migraciones creadas por la crisis climática. Al fin y al cabo, no solo los humanos estamos buscando desesperadamente sitios más habitables; también lo hacen los peces de las aguas oceánicas que se están calentando a toda velocidad y que han absorbido «más del 90 por ciento del exceso de calor causado por las emisiones de efecto invernadero». Y todo esto está ocurriendo antes de que el planeta alcance lo que, según las últimas investigaciones científicas, podría suponer una cascada global de puntos de inflexión climáticos que se alimenten unos a otros, creando un planeta mucho más inhóspito en mucho menos tiempo. Esta situación resulta tan preocupante que 11.000 científicos (prácticamente todos los que trabajan en temas relacionados con el cambio climático) han lanzado un grito colectivo: «La crisis climática ya está aquí y se está precipitando a mayor velocidad de la que la mayor parte de los científicos preveían. Es más grave de lo que se anticipaba y amenaza los ecosistemas naturales y el destino de la humanidad».
No es extraño que el periodista medioambiental Dahr Jamail, autor de un espléndido nuevo libro The End of Ice (El fin del hielo) haya tenido una reacción similar, aunque en este caso -al contemplar la devastación climática en su Estado de adopción, Alaska- se haya manifestado mediante lágrimas, no mediante un grito.
* * *
Hace poco estuve en Homer, Alaska, para presentar mi libro The End of Ice. Instantes después de agradecer a quienes me invitaron a acudir al campus de la pequeña Universidad de Alaska, abrumado por un mezcla de tristeza, amor y pena por el Estado que había adoptado como propio, no pude evitar las lágrimas.
Intenté hablar, pero solo conseguí disculparme y necesité unos momentos para recomponerme. Incluso ahora, me resulta complejo explicar la oleada de emociones y pensamientos que se me echaron encima en aquel estrado, una cálida y lluviosa noche al sur de la península Kenai, entre un grupo de personas dispuestas a aprender algo más sobre lo que le está pasando a nuestra querida Tierra.
«Siento lo que ha sucedido», conseguí finalmente decir tras respirar unas cuantas veces, con una voz resquebrajada por la emoción, «pero estoy seguro de que me entenderán. Ustedes viven en este Estado y saben tan bien como yo que una vez Alaska penetra en tus venas, ahí se queda. Amo este lugar con todo mi corazón». La mayor parte de los asistentes ya estaban asintiendo con la cabeza y al menos una persona había comenzado a llorar.
Viví en Alaska diez años, a partir de 1996, y la llevo en la sangre desde un año antes, cuando contemplé por primera vez el Parque Nacional Denali y la espectacular cordillera de Alaska. De hecho, cinco de los nueve capítulos de mi nuevo libro tratan sobre Alaska, y su triste título es una especie de reverencia a mi permanente amor por el Estado más septentrional del país. Aquel momento en 1995, cuando las nubes literalmente se separaron para mostrar la alta cumbre del Denali y la espectacular envergadura de sus glaciares, se produjo en mí un amor a primera vista. Desde entonces, la mayor parte de los veranos regresé a visitar esa y otras cordilleras en Alaska, volcanes en México, la cordillera del Karakórum en Himalaya o los Andes sudamericanos.
Tiempo después, en enero de 2003, tras la invasión de Irak de la Administración Bush, escuché los reportajes radiofónicos que narraban el comienzo de la nefasta ocupación estadounidense de aquellas tierras desde una tienda de campaña en el Denali, mientras hacía labores de voluntario para el Servicio de Parques. Fue también allí, por extraño que parezca, cuando sentí por primera vez la llamada de Irak -o más bien la ausencia de voces en los medios mayoritarios que explicaran lo que significaba esa ocupación para el pueblo de Irak. Fue entonces cuando decidí viajar desde el hielo hasta el calor, desde Denali hasta Oriente Próximo, para averiguar lo que estaba pasando allí y contárselo al público.
Esa extraña llamada inició mi trayectoria profesional como periodista que me alejó de mi querida Alaska, cuya inmensidad, prácticamente vacía de presencia humana, no he experimentado en ningún otro lugar. Y, según me alejaba cada vez más de este paisaje único, la sensación de que el clima ya estaba siendo trastornado de manera drástica se apoderó de mí y no me abandonó en todos esos años como reportero de guerra. La idea del incesante retroceso de los glaciares me hacía sufrir y, de algún modo, me apartó de las guerras eternas de Estados Unidos y me llevó a otro tipo de guerra, la guerra contra el planeta, que fue el inicio de casi una década de periodismo climático.
Conté al público todo esto, deteniéndome de tanto en tanto para no volver a llorar a cuenta de la tristeza que me provocaban los incendios, las sequías, el permafrost que se derrite a toda velocidad, las aldeas nativas de la costa tragadas por el mar y el deshielo de los glaciares. Sin olvidar al gobernador del Estado, perrito faldero de Trump que, al igual que su querido presidente, parece no tener límites a la hora de recortar aún más los servicios o poner todo lo que está en su mano para seguir perforando, deforestando y contaminando este maravilloso Estado (a pesar de su creciente impopularidad).
La tarde anterior, el 20 de noviembre, había hablado ante otro público en la Universidad de Alaska en Anchorage, a 9 grados centígrados de temperatura (y lloviendo, no nevando), 11 grados más que la temperatura máxima habitual en ese mes. Esa realidad se ha convertido en la nueva norma en aquellos parajes, a pesar de que el tercio superior del Estado se encuentra en el interior del Círculo Polar Ártico. Esto, a su vez, refleja una nueva realidad: la «amplificación del Ártico», lo que significa que las altas latitudes del planeta se están calentando aproximadamente al doble de velocidad que las latitudes medias. En otras palabras, que Alaska se ve afectada de lleno por la alteración del clima.
Dicho de otra manera, el público ante quien hablé ese mes y todos mis amigos de Alaska viven en un estado de shock permanente por los cambios que está sufriendo el Estado a una velocidad endiablada.
Alaska, la nueva normalidad
No es ningún secreto que innumerables científicos del clima se sienten afligidos por el futuro de la humanidad y del planeta, y que algunos llegan a describir sus síntomas como una versión cambio-climática del trastorno de estrés postraumático (TEPT). Varios de los científicos a quienes entrevisté para mi libro confirmaron este punto. Dan Fagre, que trabaja para el servicio geológico de Estados Unidos en el Parque Nacional de los Glaciares, era un caso típico. Cuando le pregunté cómo se sentía al ver menguar los glaciares (que dieron nombre al parque) y que se supone que habrán desaparecido por completo en 2030, me respondió: «Me siento como un soldado curtido en mil batallas que se resiste a ver desaparecer el objeto de su estudio».
Y no solo los climatólogos como él. Otras personas que viven cerca de aquellas zonas donde los cambios son más espectaculares parecen experimentar los mismos síntomas. «No te puedes imaginar lo que fue estar en Anchorage el verano pasado», me dijo mi amigo Matt Rafferty cuando nos vimos en aquella ciudad la mañana que regresé de Homer. «El 4 de julio estábamos a 32 grados y algunos días, ese mismo verano, el humo de los incendios forestales era tan denso que literalmente no podías ver el otro lado de la calle».
Matt es un ecologista que lleva años trabajando para proteger Alaska de los buitres extractivistas y, al igual que yo mismo, está enamorado de la belleza natural de lugar. He viajado con él a los lugares más remotos de Alaska y le considero una persona optimista e infatigable en todo lo relativo al trabajo, sean cuales sean las probabilidades de éxito. Pero cuando le oía hablar de las convulsiones climáticas que están destruyendo el lugar donde nació, no pude evitar acordarme de las entrevistas que realicé a iraquíes que habían perdido familiares por los ataques de las fuerzas estadounidenses. Las personas con trastornos de estrés postraumático (y eso lo sé por mi propia experiencia personal al respecto) tienden a contar una y otra vez historias sobre el trauma que han experimentado. Es nuestra manera de intentar procesarlo.
Y eso es exactamente lo que Matt, normalmente alguien poco dado a la exageración, estaba haciendo aquella mañana. Sus palabras me conmocionaron: «En el centro y el sur de Alaska los ríos estaban tan calientes que los salmones se morían de ataques al corazón», continuó explicando, apenas deteniéndose para tomar aliento. «En algunos el agua alcanzó los 27ºC. ¡27 grados! ¿Puedes creerlo? Había literalmente decenas de miles de salmones flotando panza arriba en muchos ríos. Hice una excursión en balsa hinchable por las montañas Talkeetna ¡tan solo con pantalones cortos y camiseta! ¡Es absurdo! Ya sabes lo fría que suele estar el agua allí. ¡El sol calentaba tanto que teníamos que salir del río y sentarnos a la sombra de un árbol!».
Me contó muchas cosas que ya sabía, entre otras que el hielo marino del Ártico se había derretido a una velocidad record y que, en el otoño, el permafrost se estaba descongelando setenta años antes de lo previsto por los científicos. En la costa del Océano Ártico, al norte de Alaska, los poblados balleneros que tradicionalmente usan bodegas de permafrost para almacenar el hielo y mantener su comida de subsistencia fresca todo el año -los inuit guardan así toneladas de carne de morsa y ballena- ahora las encuentran encharcadas y criando mohos por el deshielo del permafrost.
Matt me contó que ese mes de septiembre estuvo luchando contra la depresión. «Perdí toda esperanza porque aquello era realmente apocalíptico», continuó diciendo, ahora ya más calmado, frotándose un brazo en lo que imaginé que era una suerte de gesto de autoconsuelo. Tuvo que dedicar más tiempo a la meditación, el yoga y a buscar consuelo espiritual en algunos podcasts, y no es el único habitante de Alaska que ha tenido que recurrir a esos paliativos ante la evidencia de que el clima cálido cada vez sube más al norte.
Aquel día en Anchorage me detuve en mi librería favorita para echar un vistazo a las últimas publicaciones sobre Alaska. Una de ellas, Alone at the Top: Climbing Denali in the Dead of Winter (Solo en la cumbre: Ascensión al Denali en pleno invierno), me llamó la atención. El explorador ártico Lonnie Dupre hizo historia al alcanzar a cima del Denali en 2015… en solitario. Fue una hazaña increíble que describe en su libro, pero el momento que no olvidaré es cuando cuenta que estuvo atrapado en su tienda a 3.400 metros de altitud durante una tormenta que duró días. En determinado momento, escuchó lo que parecían pequeñas rocas chocando contra la tienda, abrió la cremallera, sacó la cabeza afuera y quedó asombrado al ver que, el 31 de diciembre, estaba cayendo aguanieve, no nieve. Hablamos de una fecha en la que la temperatura media a esa altitud debería haber estado en torno a los 37 grados bajo cero.
Me parte el corazón saber que esos extremos meteorológicos están afectando incluso al Denali, una montaña tan alta y tan próximo al Círculo Polar Ártico, que cambió mi vida al arrastrarme hasta Alaska a mis veintitantos años. A pesar de todo lo que sé ahora, me sigue dejando anonadado.
Y aquí estoy, al igual que mis mejores amigos de aquel Estado, contando esta historia a cualquiera que quiera oírla. Sé que puede parecer exagerado a los lectores de fuera de Alaska, pero los ojos se me humedecen solo con escribir sobre ello. Simplemente, no se suponía que tuviera que ser así. Nada de lo que está pasando allí en relación con el clima es «natural» según lo observado anteriormente, aunque ahora se haya convertido en la nueva «norma».
Escuchar tantas historias como estas mientras estaba allí fue demasiado para mí, al igual que saber lo que empieza a pasarles al salmón, a los osos, a los alces o a la fauna en general. Debido a los caóticos cambios en el clima, esas criaturas están empezando a emigrar de lo que eran sus territorios habituales por falta de comida. Y todo ello es traumatizante.
Durante una conferencia reciente en la Universidad de Alaska en Anchorage, Rick Thoman, un especialista en clima del Centro para el Asesoramiento y las Políticas del Clima de Alaska, presentó un resumen desalentador de los cambios radicales que está sufriendo nuestro Estado más norteño. En sus 30 años trabajando para el Servicio Meteorológico Nacional, Thoman ha observado los cambios climáticos que ha sufrido Alaska a causa de la crisis climática antropogénica. En dicha conferencia, Thoman, nacido en Pensilvania, contó a la audiencia que la lectura de obras tan diversas como el relato de comienzos del siglo XX de Jack London, «Encender fuego», o el libro de Barry López, Artic Dreams le habían llevado hasta Alaska. London, por ejemplo, escribió sobre un lugar en donde las temperaturas de 50 grados bajo cero eran parte de la vida cotidiana. «Pero la triste realidad -contaba- es que el medio ambiente que describen esos libros ya ha desaparecido». Y añadió: «Es duro de aceptar, pero es lo que tenemos, lo que estamos viviendo».
Thoman contó que, a causa del sobrecalentamiento de las aguas, el Mar de Bering está experimentando un éxodo masivo de vida marina, mientras que el propio Estado, como un amigo querido, atraviesa una crisis de salud que ninguno de los que detentan el poder intenta curar.
No es extraño que todo esto me provoque un sentimiento de impotencia total. Cada nueva sacudida climática se siente como otro puñetazo. O como una nueva evidencia de que estoy perdiendo a un ser querido. En resumen, Alaska está sufriendo la muerte climática mientras yo lucho cada día para poder aceptar la nueva realidad: que el Estado ya está irremediablemente alterado.
El sendero del Rainbow Peak
Cuando el vuelo que me llevaba a Anchorage para iniciar este viaje comenzaba su descenso me invadieron oleadas de amor y tristeza. Y esos sentimientos pervivieron durante toda mi estancia allí. El tiempo que compartí con antiguos compañeros de escalada fue agridulce, pues no pasaba mucho rato antes de que inevitablemente surgieran en la conversación los cambios que se estaban produciendo, aunque estuviéramos planeando futuras incursiones en las montañas de Alaska.
El último día completo que pasé allí necesitaba adentrarme en la soledad de las montañas. Había llevado conmigo el equipo necesario para salir de excursión con las temperaturas habituales de finales de noviembre, o al menos para lo que yo recordaba de los años que viví allí: crampones, piolet y capas extra de ropa de abrigo para enfrentarse a la nieve profunda y las temperaturas de montaña que deberían haber rondado los 20 grados bajo cero (sin tener en cuenta el factor viento).
Esa mañana me puse en marcha antes de amanecer en dirección hacia el sur de Anchorage, por la carretera de Seward, que rodea el golfo por Turnagain Arm. Me dirigía a un sendero que habría de llevarme a las montañas Chugach, una de mis caminatas favoritas.
El cielo estaba iluminado por delicados tonos pastel, azulados y amarillos, cuando comenzó a salir un perezoso sol invernal. La nieve aún cubría las cumbres de las montañas circundantes, pero más abajo sus colores iban difuminándose del blanco brillante a los ocres y verdes -lo que no era sorprendente, pues las temperaturas habían sido muy suaves y la nieve escasa en la entrada del invierno.
Atravesé muchos lugares en los que cuando vivía allí, a mitad de los noventa, ya habría estado escalando cascadas heladas en esta época del año. Ahora se veían ostensiblemente secas con temperaturas demasiados calurosas para que se formara hielo.
Cuando llegué al inicio del sendero, emprendí la marcha hacia un pico cercano. Por falta de costumbre, empecé a subir con una chaqueta gruesa, pero al poco tiempo tuve que quitármela, al igual que los guantes, pues la temperatura estaba muy por encima de cero grados. No estaba acostumbrado y me resultaba raro alterar viejos hábitos mientras subía.
Fui ganando altura rápidamente. En un par de horas llegué a lo que finalmente me pareció propio de Alaska, auténticas condiciones invernales, hincándome en la nieve al romper su superficie y hundiéndome hasta la rodilla, a veces hasta medio muslo, mientras ascendía a la cumbre. De rato en rato me detenía a tomar aliento, oler el aroma de los pinos y observar las ocasionales ráfagas de nieve que se agitaban abajo en el valle.
La cresta de la cima estaba cubierta de nieve. Cuando la alcancé caí en la cuenta de que había estado persiguiendo al invierno -es decir, mi propia vida y sueños pasados- hasta estas montañas en el último día de mi estancia, intentando encontrar una Alaska que ya no existía.
Me maravillé de la grandiosa vista de 360 grados, tomé fotos de los picos nevados a mi alrededor, absorbiéndolo todo, antes de tener que descender para regresar a mi hogar en el Estado de Washington y al presente de cambio climático en un planeta en llamas, en donde continuaré soñando con la Alaska que conocí una vez. Sabía que volvería a planear futuras ascensiones hasta allí, donde al menos algo permanece como siempre ha estado.
Poco antes de subir al avión en el aeropuerto de Anchorage, la cubierta de nubes situada al norte se despejó y reveló la blanca silueta majestuosa del Denali contra un fondo azul oscuro. Me quede absorto, subyugado, durante casi media hora, incapaz de apartar los ojos de esa montaña. Solo cuando empezó a oscurecer y el Denali ya no era visible fui capaz de marcharme, mientras enjugaba de nuevo las lágrimas.
Dahr Jamail ha recibido numerosos premios, incluyendo el Martha Gellhorn de periodismo por su trabajo en Irak y un galardón Izzy en 2018 por sus logros en medios de comunicación independientes. Este año publicó su último libro: The End of Ice: Bearing Witness and Finding Meaning in the Path of Cimate Disruption.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176638/
El presente artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.