Entre 1938 y 1945, más de siete mil españoles encontraron la muerte en los campos de concentración nazis. La mayor parte de ellos en el de Mauthausen, situado en Austria. Allí perecieron al menos 175 extremeños, y entre ellos, los castejaos Juan Nuevo Vázquez y Félix Sobrino Baquero. Obligados a trabajar hasta la extenuación, hacinados […]
Entre 1938 y 1945, más de siete mil españoles encontraron la muerte en los campos de concentración nazis. La mayor parte de ellos en el de Mauthausen, situado en Austria. Allí perecieron al menos 175 extremeños, y entre ellos, los castejaos Juan Nuevo Vázquez y Félix Sobrino Baquero. Obligados a trabajar hasta la extenuación, hacinados en barracones, desatendidos, mal alimentados, vejados, golpeados, torturados una y otra vez, los prisioneros de Mauthausen padecieron la peor de las crueldades imaginables. Ésta es la historia de aquellos españoles que fueron víctimas del nazismo y, en cierta medida, del desprecio del olvido y del opaco silencio de su propio país.
Franz yace en el suelo, ya no puede levantar más la gigantesca roca que ha portado sobre su espalda durante más de cien escalones; está agotado. Ni los amenazantes gritos de los alemanes ni sus incesantes golpes logran que ese hombre exhausto, consumido, acabado, se incorpore. El cansancio y un inmenso vacío imperan sobre el miedo. Ya no le quedan fuerzas ni siquiera para tener miedo. Hasta ahí llega el desaliento de un hombre al que han robado la dignidad, al que han castigado hasta la extenuación. Unos años antes, Franz, en su pueblo, no hubiera podido imaginar que otro ser humano fuera capaz de infligir tanto daño a un semejante. Le quedan aún por subir más de cincuenta escalones hasta alcanzar la cima y concluir así otra extenuante jornada de castigo, pero sus ojos llorosos se han quedado mirando un punto cualquiera cercano a la muerte; no encuentra ningún motivo para levantarse. Junto a él reposa una piedra de tamaño descomunal. Ya no puede más. Los golpes arrecian, y sus gestos de dolor no son tenidos en cuenta. Sus lágrimas caen sobre el escalón y reposan en la indiferencia de los torturadores. Los SS se muestran brutales, inmisericordes. Varios perros ladran sin parar; uno incluso le ha mordido a Franz en su pierna izquierda, provocándole un desgarro. Sus compañeros, la mayoría españoles, contemplan la escena sin detenerse, tienen miedo a caer despeñados, a recibir más castigos, a perder su exigua ración de comida diaria, a ser atacados por esos agresivos canes. La cantera, esa maldita cantera, es ya de por sí un castigo inhumano. Los austriacos del lugar la llaman «Totenberg» (Montaña del muerto). Franz está sangrando por la cabeza, dos soldados tratan de levantarlo por la fuerza; es inútil, el hombre del traje a rayas blancas y azules tiene los nudillos destrozados, sus piernas de alambre no dan para más y su mente ha caído ya al vacío, después le seguirá su cuerpo. En un último esfuerzo, ha saltado desde lo alto de la escalera para quitarse la vida. En apenas unos segundos, su cuerpo recorre un descenso letal. El último sonido es el del fin de su vida, la conclusión de una existencia que ha terminado en un sufrimiento atroz. Pesaba 38 kilos, cuarenta menos que cuando ingresó en el campo. No podía más. Llevaba ya unas horas pensando que no tenía ganas de seguir viviendo. Bastaban unas jornadas en la cantera para que algunos prisioneros desesperados alcanzaran esos pensamientos fatales. Vivir era ya para él sinónimo de padecimiento, de denigración. Se acordó de sus hijos, pensó en la pálida tez de su mujer; los imaginaba allá en su pequeño pueblo, de donde él había sido arrancado por la sinrazón de los nazis.
Como Franz, 4.765 españoles murieron en Mauthausen. Ya existe una bibliografía más o menos amplia acerca del calvario que padecieron en los campos nazis, pero no deja de sorprendernos que a estas alturas aún sigamos comprobando cómo en muchos casos ni siquiera sus hijos han llegado a conocer la historia de sus padres en Mauthausen. Jamás recibieron información o datos sobre la forma y las condiciones en que fallecieron. No recibieron ni una comunicación formal. ¿Por qué? Ahogada por cuarenta años de dictadura, la Administración española decidió silenciar y olvidar a las víctimas españolas del nazismo. Quizá porque eran republicanos, quizá por la perversidad indisoluble de los dictadores, puede que por un poso de estúpido e indeseable rubor postrero; es muy probable que por odio y desprecio.
De entre aquellas máquinas de destrucción que fueron los campos de concentración nazi, sobresale el nombre de Mauthausen, convertido para muchos españoles en el mismísimo infierno. Al menos 175 extremeños perdieron allí sus vidas en un proceso de aniquilación sin precedentes en la historia de la humanidad. Allí perecieron Juan Nuevo y Félix Sobrino, dos hombres de Casatejada. El primero huyó tras el alzamiento del 36, cuando las tropas rebeldes estaban ya próximas a esta localidad cacereña. El segundo, nacido accidentalmente en Casatejada, vivía en Madrid cuando estalló la guerra; él también combatiría del lado republicano.
No es éste el momento de escarbar en nuestra Historia, no es nuestro propósito detenernos a analizar los hechos que tuvieron lugar en la guerra civil española. Para muchos de quienes la vivieron y pueden leer hoy estas páginas continúa siendo una herida de su memoria que aún no ha terminado de cicatrizar. Resulta evidente que la mayoría de los españoles deportados a los campos nazis eran combatientes republicanos. Para quienes contemplen el trágico destino de éstos como un escarmiento por las acciones que pudieran haber llevado a cabo durante la guerra, convendrá recordarles que nada puede justificar los terribles crímenes que se cometieron en los campos de concentración alemanes a mediados del siglo pasado; nadie puede justificar la creación de un infierno sobre la faz de la tierra. Y eso fue Mauthausen. Y nadie ni nada pueden justificar el silencio. Por esto hemos decidido investigar las circunstancias de la muerte de Juan Nuevo Vázquez y Félix Sobrino Baquero. Sus ojos contemplaron de cerca el terror nazi, soportaron la crueldad de los SS que administraban el campo de concentración de Mauthausen y, finalmente, se convirtieron en víctimas de esa lacra perversa que sacudió Europa a mediados del siglo XX.
Un duro exilio
En febrero de 1939, medio millón de españoles cruzó la frontera francesa en apenas unos días. El ejército de Franco se encontraba próximo a Barcelona, y un alto número de combatientes republicanos decidió huir a Francia. Con ellos marcharon miles de civiles. La imagen era terrible: en una hilera interminable desfilaban hombres, mujeres y niños, algunos a pie; otros en carros; los más afortunados, en coches y camiones. Al llegar a su destino constataron desencantados, desesperados, cómo el país al que habían mitificado los trataba de una forma casi insultante. Los hombres y las mujeres fueron separados en distintos campos, sin atención sanitaria, sin medios para combatir el frío. En muchos casos, ni siquiera dispusieron de agua potable. Diferentes testimonios de supervivientes han denunciado las penurias que hubieron de padecer en suelo francés, recluidos en campos de alambradas, hacinados, tratados con escasa benevolencia por parte de las autoridades galas. Tuvieron la sensación de ser un estorbo. Manuel Razola comenta en el libro Triángulo azul: «Cuando llovía, la lluvia entraba por todos lados. Para dormir, echábamos paja sobre el suelo. Nos veíamos obligados a dormir vestidos todos nosotros dado que no teníamos mantas. La alimentación estaba reducida al mínimo. Por supuesto, aun cuando estuviésemos acostumbrados a esas condiciones de vida difíciles por todos aquellos años de guerra, la situación y la clase de existencia actuales eran mucho peores».
Para la mayoría de los refugiados en Francia supuso un desencanto enorme comprobar las pésimas condiciones que tuvieron que padecer. Argelès sur Mer, Saint-Cyprien, Gurs o Septfonds fueron algunos de los destinos de miles de españoles que dejaban atrás su país: eran los vencidos, y así fueron tratados, sin un ápice de conmiseración. En apenas unos meses, muchos de ellos decidieron regresar a España, otros pusieron rumbo a México, algunos optaron por diversos países de Sudamérica, y no faltaron quienes se trasladaron a la Unión Soviética. Pero a pesar de esto, llegado el otoño del 39, aún quedaban más de 200.000 españoles en suelo francés. Su situación empeoró aún más cuando el Gobierno francés advirtió la inminente llegada del peligro nazi. Así, a los hombres se les ofreció la posibilidad de pasar a formar parte de la Legión Extranjera o bien de los Batallones de Marcha, una especie de ejército auxiliar. No obstante, la mayor parte de los miembros del ejército republicano refugiados en Francia optaron por una tercera vía: las Compañías de Trabajadores Extranjeros. Más de 10.000 de estos españoles fueron destinados a lugares cercanos a la línea Maginot. En un principio, para realizar tareas de apoyo, y sin armas. Finalmente, y ante el acercamiento de los alemanes, volvieron a empuñarlas. De esta manera, los españoles que habían luchado contra Franco se enfrentaban ahora a la gran ofensiva de la Alemania de Hitler.
A mediados de 1940, el ejército alemán ya había roto la línea defensiva francesa, y como resultado de ello miles de españoles cayeron prisioneros de la Wermacht alemana. Su próximo destino serían los Stalag, los campos alemanes de prisioneros. Los españoles allí internados vistieron el uniforme francés y fueron tratados inicialmente como prisioneros de guerra. Aun así, en muchos casos debieron soportar situaciones y tratos vejatorios. Allí estuvo Juan de Diego, quien describió en una entrevista concedida a Madelyn Most en 1994 cómo los alemanes que los custodiaban en el Stalag de Tréveris donde fueron internados les obligaron a bajarse los pantalones, defecar en sus propias manos y caminar durante dos horas sosteniendo las heces. Las cosas empeorarían aún más con la intervención de la Gestapo, que llevó a cabo un registro pormenorizado de los presos españoles, a los que denominó Rot Spanien (Rojos españoles), despojándolos de su condición de prisioneros de guerra. La decisión del alto mando alemán valoraba el hecho de que Alemania no estaba en guerra con España. De una u otra manera, aquellos prisioneros fueron olvidados por todas las partes y considerados apátridas. El historiador David Wingeate Pike recoge en su libro Españoles en el holocausto el esclarecedor y significativo testimonio de August Eigruber, el Gauletier de Oberdonau (Gobernador de esa zona de Austria, al servicio del III Reich): «Cuando el año pasado ocupamos Francia, Herr Petain nos entregó a seis mil rojos españoles diciendo: «No los necesito y no los quiero». Ofrecimos a esos seis mil rojos al jefe de Estado fascista Franco, el caudillo español. Los rechazó, diciendo que nunca repatriaría a quienes habían combatido por una España soviética. Entonces se los ofrecimos a Stalin, proponiéndoles transportarlos. Herr Stalin y su Comintern se negaron a aceptarlos. Así que los rojos españoles terminaron sus días en Mauthausen».
El campo de los horrores
El pueblo de Mauthausen se encuentra en Austria, cerca del río Danubio, y no muy lejos de la ciudad de Linz. Antes de 1938 era una localidad serena. Después, todo cambió. Tras la anexión de Austria por parte de la Alemania de Hitler, se comenzó a construir a tan sólo seis kilómetros del pueblo un campo de concentración. Inicialmente, se decidió enviar allí a delincuentes y «elementos peligrosos». En 1941 Himmler ordenó una clasificación de los campos de concentración por categorías. El de Mauthausen fue considerado un Konzentrationslager de la categoría Stufe III, lo que no indicaba sino que albergaría a individuos imposibles de rehabilitar. Esa categoría quedó reservada para aquellos campos con las peores condiciones, y en el caso de Mauthausen, como veremos, no cupo la menor duda de que cumplió a la perfección tal premisa. En 1938 se puso en marcha. Sus primeros prisioneros, en su mayor parte presos comunes austriacos, trabajaron en su construcción, que no finalizaría hasta 1942.
El 6 de agosto de 1940, a las ocho de la mañana, llegó al campo de concentración de Mauthausen el primer contingente de españoles. Provenía del Stalag XIIIA, situado en Moosburg, cerca de Munich. El viaje en tren, en pleno verano, representaba todo un calvario para los prisioneros, hacinados en vagones, sin agua ni comida, y obligados a orinar y defecar en esos recintos cerrados. El campo no era aún una fortaleza; unos alambres electrificados señalan la extensión del mismo. En el momento de la llegada de los primeros prisioneros españoles ya se encontraban en el campo austriacos, alemanes, polacos y checos. El 24 de agosto llegó un segundo grupo de españoles procedente de Angulema y formado por 430 hombres. El avilesino Galo Ramos recordaba así en la página web www.avilesenlahistoria.com su llegada a Mauthausen: «Llegamos allí el 24 de agosto de 1940, hacinados en vagones para animales. Cuando llegabas oías los gritos de toda aquella gente: padres, madres, niños; gritos de miedo a ser separados, a ser asesinados. Mi padre, mi hermano y yo fuimos confinados en el campo de concentración y mi madre y el resto de la familia devueltos a España».
El 13 de diciembre de 1940 llegó a Mauthausen el mayor contingente de españoles. Eran 849 hombres que penetraban, quizá sin saberlo, en el lugar más parecido al infierno. José Jornet Navarro, un superviviente, describía así en el diario ABC su entrada al campo en aquella fecha: «Los de la Gestapo nos metieron en vagones de carga. Fueron tres días y tres noches encerrados, sin agua ni comida, haciendo nuestras necesidades en un rincón del vagón, que estaba precintado, con vómitos, diarreas y sin saber a dónde íbamos. Llegamos a la una y media de la madrugada del 13 de diciembre de 1940. Había una nevada espectacular. Conforme descendíamos de los vagones nos molían a palos, los perros nos mordían y así seguimos hasta la cima de un monte. En el camino se quedaron tres o cuatro muertos. Si te esperabas a ayudar a algún camarada, te pegaban con palos y los fusiles en la cabeza. Te la rompían, porque el que caía al suelo ya no se levantaba. Lo remataban allí mismo».
Francisco Batiste, otro superviviente, describió su llegada al campo de concentración el 21 de enero de 1941 en su libro El sol se extinguió en Mauthausen: «Inesperadamente, después de un último viraje, aparecen a nuestra vista unos altos muros de piedra gris y una enorme puerta, fijándose nuestros asombrados ojos en una grandiosa águila que la corona sujetando con sus garras la cruz gamada. Una verdadera fortaleza que iba a ser nuestra morada hasta la liberación. (…) Vista su amplia superficie, se apreciaban en su parte izquierda cinco barracones de madera perfectamente alineados que, con otras cuatro filas de igual número, componían los 25 destinados a nuestro «albergue», y que se triplicarían con la llegada masiva de esclavos. A la derecha se hallaban tres grandes edificios de piedra gris idéntica a los muros del campo.(…) El primero contenía en su sótano las iniciales duchas, a las que más tarde se añadió una cámara de gas. En otro, las calderas para la desinfección de las ropas. El tercero, el más tétrico, contenía dos hornos crematorios -en ellos fueron incinerados los desgraciados fallecidos en su último viaje- provistos de una alta chimenea que vomitaba humo, llamas y un olor nauseabundo. Imaginando que tales instalaciones estaban destinadas a la calefacción de los barracones, jamás hubiéramos supuesto que las llamas surgentes eran provocadas por la combustión de cuerpos humanos asesinados en el campo exterminador».
Varios de los supervivientes españoles han confesado que escucharon a su llegada la frase «Bienvenidos a Mauthausen. Entráis por la puerta, pero saldréis por la chimenea». Desgraciadamente, esa amenaza se cumplió en muchos casos. El turolense José Escobedo entró en Mauthausen con 32 años tras ser hecho prisionero por los alemanes en Dunkerque. El libro Triángulo azul recogió el testimonio de Escobedo: «Una vez en el interior del campo, tras haber franqueado la puerta monumental, un nuevo espectáculo estremecedor nos esperaba. Una decena de hombres desnudos, inclinados sobre una especie de tarugo y con las manos agarradas a una barra de hierro fijada en el suelo estaban siendo azotados por un enorme SS que descargaba los golpes con una habilidad fantástica. Los prisioneros estaban obligados a ir contando los golpes en voz alta. Al cabo de una docena de éstos, se desmayaban, pero ¡ay de ellos!, el castigo era entonces doblado o triplicado automáticamente. Tras veinticinco golpes, los riñones se tornaban de un color amoratado o negro, tras cincuenta, negro y sanguinolentos, tras setenta y cinco, la piel y la carne se desprendían a jirones».
Jorge Pérez Troya ingresó en Mauthausen tras ser detenido por su participación en la Resistencia francesa. Más de cincuenta años después, recordaba así el día en que traspasó la puerta del campo de exterminio: «Me desnudaron, me pelaron, nos miraron la boca para ver si teníamos dientes de oro, nos quitaron la ropa de civil y nos dieron el traje del campo de concentración. A partir de ese momento, no nos llamaban por nuestro nombre sino por un número que nos dieron a cada uno de nosotros (el mío era el 25.537) y nos metieron en la barraca de cuarentena donde teníamos que dormir con los pies cruzados con el cuerpo de otro porque faltaba sitio». Ciertamente, la entrada al campo era ya por sí sola un ejercicio cruel, en el que los presos sufrían una cadena de humillaciones que pasaba por ver cómo les afeitaban los testículos con navajas deterioradas, recibir chorros de agua fría y caliente en las duchas ante la diversión de los SS, y recibir un golpe tras otro. Tras esta «bienvenida», les entregaban el Drillich, el característico traje de rayas, una gorra (Mutzen), unos zuecos de madera, una escudilla y una cuchara. Y más vale que no perdieran nada, porque les podría costar la vida. En el caso de los españoles, sus trajes mostraban un triángulo azul (apátridas) con una letra «S» (Spanien, español) cosida en su interior. Tras pasar el periodo de cuarentena, eran conducidos a los barracones, donde dormían en camastros de madera de tres alturas, hacinados y en pésimas condiciones.
En la plaza principal del campo, la llamada Appellplatz, tenían lugar los pasos de revista, convertidos en auténticas torturas para los prisioneros. La primera del día, bien temprano, antes de las cinco y del inicio de la dura jornada de trabajo. Pero era en la revista de la tarde donde el padecimiento de los prisioneros más débiles y castigados podía concluir con su propia muerte. David W. Pike apunta sobre estas revistas: «A veces, la revista de la tarde se prolongaba durante la noche, e incluso el día y la noche siguientes. El récord de Mauthausen fue de cuarenta horas. En dos ocasiones semejantes, el tributo fue de 500 muertes. Se negaba a los prisioneros la comida y el agua, y la segunda vez la temperatura llegó a los -25ºC».
Tras las durísimas labores diarias y la revista de turno, los prisioneros recibían algo de comida, una cantidad que resultaba a todas luces insuficiente. El hambre hizo estragos. Algunos arriesgaban sus vidas para poder robar algo de comida. Paul Tillard, en su libro Mauthausen, describió cómo un prisionero español se coló un buen día en la cocina y llegó a beberse once litros de sopa.
Al final del día, llegaba la hora del descanso en los barracones, aunque en Mauthausen eso era mucho decir. En las páginas del diario La Nueva España, el asturiano José Manuel García Perureya (preso 15.919), que entró en Mauthausen con sólo 14 años, narraba así una escena cotidiana en los barracones: «Cada cuatro o cinco críos compartíamos una misma manta, pero muchas mañanas te despertaban con alguno muerto en tus manos; aquello era lo que más me impresionaba». En invierno era frecuente que la nieve se filtrase a través del techo de los barracones y cayera sobre quienes dormían en las camas superiores. Algunos presos morían de frío. También, en casos extremos, a manos de sus propios compañeros de abajo, quienes contemplaban cómo los de arriba, prácticamente moribundos, hacían sus necesidades sobre ellos.
De entre los prisioneros, los SS escogían a algunos como kapos. Éstos contarían con una serie de privilegios, que en la mayoría de los casos se ganaban gracias a la crueldad con que se empleaban con los prisioneros. Su tarea consistía en hacer cumplir las normas, y para ello no dudaban en emplear toda la violencia necesaria, a veces, casi siempre de forma caprichosa y cruel. Habían decidido salvar su pellejo aun a costa de traicionar a sus propios compañeros. Los primeros kapos fueron presos comunes alemanes (llevaban un triángulo verde en sus trajes). Eran temidos por sus actitudes. La mayor parte de estos kapos recibieron un apodo. Los más conocidos, y en cierta forma debido a sus asesinatos, fueron King Kong, Popeye, Séller y el Gitano, entre otros. Fueron capaces de acabar con sus propias manos con la vida de cientos de sus compañeros de campo. Tampoco faltaron kapos españoles; varios supervivientes han recordado los casos de José Pallejà (el Negus), Indalecio González, Joaquín Espinosa, Laureano Navas y Félix Domingo. El peor de todos, como señala el historiador David Wingeate Pike, fue Indalecio González González: «En un incidente especialmente trágico en septiembre de 1944, González mató a siete prisioneros empujándolos a un pozo lleno de excrementos humanos». Llegado el momento de la liberación del campo de Mauthausen, no pocos de estos kapos fueron víctimas de quienes tuvieron que padecer largo tiempo su indiscriminada violencia. La mayoría, sin embargo, logró escapar.
Haciéndose cargo del campo se encontraban los SS, todos a las órdenes de Franz Ziereis, un carpintero que encontró en el partido nazi una forma de ascender de nivel de vida. Llegó a Mauthausen elegido por Himmler para hacerse cargo del mando como jefe supremo (Lagerkommandant). Tenía entonces 34 años. Cinco después, en 1944, fue ascendido a coronel (Standartenführer). Bajo su responsabilidad se encontraban todos los campos de concentración de Austria (Nebenlager), llegando a tener a sus órdenes a más de 10.000 miembros de las SS. Ziereis era alto y atractivo (fue conocido por los presos como «el Pavo»), pero su formación dejaba mucho que desear, pues, se da por hecho que apenas sabía leer y escribir. A Ziereis no le tembló el pulso a la hora de determinar la dureza del campo que tenía a su cargo. Se cuenta que con motivo de la celebración del cumpleaños de su hijo Siegfried, ordenó formar a cuarenta prisioneros, cargó su pistola, se la entregó a su vástago y le instó a disparar para comprobar su puntería.
La crueldad no era patrimonio exclusivo del máximo responsable del campo. Corría el año 1941 cuando el oficial médico de Mauthausen se fijó en el atractivo del joven español Francisco Boluda. La perversidad del doctor le llevó a ordenar el asesinato del prisionero, cuya cabeza ordenó decapitar y vaciar para colocar su calavera en la mesa de su despacho, a modo de macabro adorno. El segundo del campo, y al que los prisioneros conocieron mucho más, fue Georg Bachmayer, el oficial de seguridad de Mauthausen (Schutzhaftlagerführer), un antiguo zapatero convertido con la llegada de los nazis en un personaje siniestro, sanguinario y temible. Los españoles lo conocían como «El Gitano». Él fue responsable directo de la muerte de cientos de ellos.
Desde la entrada del primer grupo de prisioneros españoles el 6 de agosto de 1940, las sucesivas llegadas de contingentes de republicanos, los llamados «rojos españoles», los habían convertido en el grupo más numeroso del campo, por delante del resto de nacionalidades. Buena parte de ellos fueron enviados desde mediados de 1941 a trabajar en una cantera de granito que se convirtió en el símbolo máximo del terror en Mauthausen. Se encontraba situada a poco más de un kilómetro del campo central y constaba de una superficie circular de unos 300 metros de diámetro rodeada por grandes muros. Allí se encontraba una escalera de granito, que en junio de 1941 contaba con 160 rocas. Los españoles trabajaron allí formando parte de una cadena de labores realmente agotadora, sometidos a golpes y vejaciones de sus despiadados guardianes de las SS. En 1942 la escalera pasó a tener 186 escalones de desigual altura. El trabajo más penoso de los allí destinados consistía en subir la escalera cargados con grandes piedras de más de 20 kilos. Largas hileras humanas emprendían cada mañana la ardua y terrible tarea de ascender en varias ocasiones la infernal escalera, mientras recibían culatazos de los alemanes. El ruido de los zuecos de madera golpeando cada escalón (alguno de hasta 40 centímetros de altura) aún se mantiene en el recuerdo de los pocos españoles que lograron escapar con vida. Era frecuente comprobar cómo los guardianes se divertían obligando a los prisioneros a dar media vuelta y repetir la subida cargando la misma piedra. Los más débiles sucumbían pronto. Algunos optaban por despeñarse desde una altura considerable de la escalera para poner fin a sí a su calvario. La llamada Wienergraben era considerada el peor destino posible. Pike detalla un caso espeluznante que tuvo como escenario la cantera: «Un grupo de judíos holandeses fue tratado de forma tan abominable que su voluntad de vivir, un ejemplo para cualquiera, se hizo trizas, y decidieron emular a sus antepasados de Masada del año 73, suicidándose todos juntos saltando a la vez».
El segoviano Regino González forma parte del «privilegiado» y escasísimo grupo de españoles que trabajó en la cantera y salió con vida del campo. En una entrevista publicada por la revista Pueblos recordaba su paso por aquella escalera: «Trabajábamos diez horas todos los días, la mayoría en la cantera, subiendo y bajando piedras. Para comer nos llevaban unas calderas con patatas, zanahorias, mucha verdura y algo de pan. Pasábamos mucha hambre. A veces venían los de las SS y daban patadas a las calderas y tiraban la comida, y la teníamos que comer del suelo».
Los españoles eran considerados como una mano de obra importante, trabajadores con destreza y fortaleza, pero precisamente por ello pronto se convirtieron en los prisioneros con el mayor índice de mortalidad. A ellos les fueron encomendadas inicialmente las tareas más duras. No debe resultarnos extraño, pues, encontrarnos con que a mediados de 1941, de cada cuatro fallecidos uno fuese español, y con que a finales de ese mismo año la proporción se hubiera disparado hasta convertirse en cuatro de cada cinco. El periodo comprendido entre 1941 y 1942 fue el más negro para los republicanos españoles, y la cantera fue un verdadero cementerio para muchos de ellos. No obstante, no era la única manera que encontraron los SS para acabar con ellos. Eduardo Pons Prades recogió en su artículo Republicanos españoles en los campos de exterminio nazis algunas de las formas que utilizaron los nazis para acabar con éstos: «Los españoles, como sus compañeros de cautiverio de cincuenta y tantas nacionalidades, murieron de mil maneras, a cual más inhumana: como el vasco Tellechea, despedazado por los perros lobo, o como los catalanes Miret Musté y Juncosa Escoda, abatidos por una ráfaga de metralleta cuando yacían en el suelo, heridos en un bombardeo aéreo; o muertos a golpes y a patadas por los SS, como el manchego Enrique Rodríguez y el aragonés Pedro Fernández, o en el camión fantasma, asfixiados por el gas carbónico del tubo de escape conectado con la caja del vehículo, como el comandante del aeródromo de Barcelona, Busquets, y Emilio Andrés, comisario del Cuerpo de Ejército, y el coronel León Luengo Muñoz. O mediante una inyección intracardíaca de fenol, como el teniente Eleuterio Díaz Tendero».
En cierta forma, las cosas mejoraron a partir de 1943 para los españoles. Su tasa de mortalidad descendió a partir de esa fecha, y no fueron pocos los que pasaron a trabajar en puestos especializados dentro del campo, principalmente llevando a cabo tareas relacionadas con su funcionamiento interno. Pero quizá el principal referente de los españoles internados en Mauthausen fue la solidaridad de que llegaron a hacer gala. Y no tardaron en demostrarlo: el 28 de agosto de 1940, apenas veintidós días después de la llegada de los primeros españoles, falleció el primero de ellos, José Marfil Escalona. Sus compatriotas en el campo guardaron un minuto de silencio. Aquella actitud logró sorprender a los SS, pero a pesar de ello, no volvería a repetirse ese gesto de respeto y homenaje a las víctimas. Fueron los españoles los que mejor se organizaron en el interior de Mauthausen, pese a la variedad ideológica que presentaban. Allí había anarquistas, socialistas, comunistas… Muchos supervivientes de otras nacionalidades han reconocido que la actuación solidaria de los españoles logró que muchos de éstos lograran salvar sus vidas. Aunque el profesor Fabréguet de la Universidad Paris-Sorbonne ha dejado constancia de las malas relaciones que establecieron los prisioneros españoles con los polacos: «Conservadores y nacionalistas, muy católicos, sin hostilidad de principio ante la amenaza del fascismo, los polacos manifestaron una profunda aversión al grupo de españoles rojos, combatientes antifascistas muy marcados por su anticlericalismo».
Castejaos en Gusen
Desde el 6 de agosto de 1940 hasta finales de 1941, 6.920 españoles entraron en Mauthausen, lo que representa el 95 por ciento del total registrado oficialmente en el campo. Y entre ellos, dos hombres nacidos en Casatejada: Juan Nuevo Vázquez y Félix Sobrino Baquero. El primero había nacido en esta localidad cacereña el 22 de octubre de 1896. Vivió en el número 8 de la calle Hornos junto a su mujer, Felicita Ramos Rivera, y sus hijos, Rosa, Anastasia, Victoriana, Catalina y Víctor Ferrer. Fue un hombre sencillo, acostumbrado a trabajar como jornalero, aunque no rechazaba realizar otro tipo de labores. Políticamente muy activo, Nuevo fue desde 1931 un hombre importante de la izquierda en Casatejada, asistente habitual a los actos políticos desde la llegada de la República a España. Era considerado como un hombre de fuerte ascendente sobre los obreros castejaos. En 1932 se dirigió al ministro de Trabajo como presidente de la Sociedad Socialista de Casatejada, «teniendo por objeto la defensa de los intereses de su clase con el fin de obtener autorización (…) para emprender acciones y operaciones de arrendamientos colectivos de predios rústicos». Tras el golpe militar de julio de 1936, y cuando las tropas insurrectas se encontraban próximas a Casatejada, decidió huir ante el temor a sufrir represalias. Ni siquiera llegaría a conocer al sexto de sus hijos, el pequeño Cecilio, nacido en enero de 1937.
Félix Sobrino Baquero nació en Casatejada el 21 de febrero de 1908. Sus padres, Ruperto Sobrino y Antonia Baquero, naturales de Talavera de la Reina, se encontraban circunstancialmente en Casatejada como trabajadores de la «vía férrea». Félix Sobrino contrajo matrimonio con Isabel Martín Perales en Villaverde Alto (Madrid) el 20 de junio de 1931. Ambos castejaos fueron deportados a Alemania y enviados al campo de Mauthausen, aunque en poco tiempo recalarían en el campo anexo de Gusen, que sirvió para descongestionar de prisioneros el campo central. Probablemente, las fuerzas ya les flaqueaban o quizá contaban con algún problema de salud, porque estos fueron los motivos principales por los que los prisioneros eran enviados a Gusen.
Si hemos descrito hasta ahora con crudeza el horror de Mauthausen, podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que Gusen fue un recinto aún más inhumano. Estos dos lugares estaban separados por sólo seis kilómetros. El 24 de enero de 1941 llegaron a Gusen los primeros españoles, quienes colaboraron en la finalización de las obras de construcción del muro exterior del campo. El francés Michel Fabreguet señala que en total, de enero de 1941 a diciembre de 1943, fueron 4.806 los españoles trasladados del campo central de Mauthausen al de Gusen, donde los métodos de tortura y aniquilación empleados superaban en perversión a los anteriormente aquí descritos. Varios miles de los prisioneros enviados a Gusen fueron aniquilados prácticamente a continuación de su llegada. Era la forma más expeditiva de acabar con los problemas de plazas. En 1941 entraron en Gusen un total de 3.846 españoles, de los cuales únicamente 444 continuaban vivos a principios de 1944. En no pocas ocasiones los prisioneros eran obligados a levantarse en medio de la noche y soportar largas duchas de agua fría (Todebadeaktionen) que les provocaban la muerte por ahogamiento o congelación. Otros varios miles fueron gaseados. Otra forma de terminar con la vida de los internos consistía en realizar con ellos experimentos médicos que finalizaban con una inyección de benceno.
Como el campo de Mauthausen ya había visto superada con creces su capacidad, se determinó construir dos nuevos anexos, Gusen II (llamado «el infierno de los infiernos» por los prisioneros) y Gusen III. En estos nuevos emplazamientos se construirían túneles en los que se fabricarían diferentes armas y piezas para los aviones alemanes Messerschmitt. En dichos túneles perdieron la vida miles de prisioneros, derrotados por largas jornadas de trabajo, la mayor parte de ellos soviéticos, pero también algunos españoles. Las condiciones de vida en Gusen eran durísimas y la esperanza de vida en su interior se veía drásticamente reducida. El Comité del Memorial del campo de concentración de Gusen reconoce que el complejo de campos de Gusen era el más grande y brutal de cuantos formaban parte del sistema central de Mauthausen. Por ese infierno tan lejano a Casetajada desfilaron Félix Sobrino y Juan Nuevo. Y allí encontraron la muerte. Del primero, en los Archivos del Memorial de Mauthausen, dependientes del Ministerio del Interior austriaco, tan sólo se tiene constancia de la fecha de su muerte, el 28 de mayo de 1941 (allí aparece registrado como Félix Sobrino Vaquero). De Juan Nuevo, sin embargo, tenemos algunos datos más. En el Registro Civil Central del Ministerio de Antiguos combatientes y Víctimas de Guerra francés informa de que la fecha de su fallecimiento tuvo lugar el 28 de septiembre de 1941, sin embargo, la documentación oficial consultada en el Memorial de Mauthausen y en el Libro Memorial de Hartheim nos facilita datos que podrían llevarnos a pensar que su muerte tuvo lugar en otra fecha. Su número de prisionero en el campo de Gusen era el 10531 (probablemente, recibió otro en su estancia en Mauthausen). En la ficha facilitada por el Memorial de Mauthausen figura que nació en «Casatehada» y que fue transferido desde Mauthausen al campo de Gusen, y posteriormente, nuevamente transferido al de Dachau. Sin embargo, hay constancia de que este segundo traslado no llegó a realizarse como tal. En realidad, Juan Nuevo fue enviado al castillo de Hartheim. Así figura en el Libro Memorial del castillo, donde se le inscribe como Juan Nueva Vasques. Efectivamente, aparece registrado en una lista del 15 de agosto de 1941 que recoge a los prisioneros enviados supuestamente al sanatorio de Dachau (Liste der am 15.8.41 überstellen Häftlinge-Invaliden nach K.L. Dachau). Magdalena Bogner, del Memorial de Hartheim, nos indica que se da por hecho que el castejao Juan Nuevo murió ese mismo 15 de agosto de 1941 dentro de la llamada operación «Aktion 14f13», ya que Hartheim fue un lugar dedicado al exterminio. Hemos comprobado que a los integrantes de ese grupo de prisioneros enviados supuestamente a Dachau ese día (15-8-1941) se les han atribuido fechas de fallecimiento a finales de septiembre, pero resulta del todo improbable que permanecieran vivos durante un mes y medio en Hartheim. El ex prisionero de Mauthausen Serge Choumoff, uno de los que más han estudiado esta materia, nos confirma que los allí transportados eran gaseados en pocas horas. Podemos llegar a la conclusión de que si en el listado de defunciones de la Amical de Mauthausen de Paris se recoge la fecha del fallecimiento de Juan Nuevo el 28 de septiembre de 1941 es porque fue entonces cuando llegó la comunicación al registro, aun cuando, en realidad, la muerte del castejao hubiera tenido lugar unas semanas antes.
El castillo de Hartheim, situado entre las localidades de Mauthausen y Dachau, fue construido en 1898. En 1940, las SS decidieron llevar a cabo en sus instalaciones un programa de eutanasia, dedicado a eliminar a disminuidos y elementos considerados inservibles. Así fueron eliminados cerca de 20.000 seres humanos. En su interior se instaló una cámara de gas de 5,80 metros de ancho por 3,80 metros de largo. A partir de 1941 se puso fin a esta tarea y se decidió poner en marcha la llamada «Aktion 14f13», que consistió en enviar a los prisioneros de Mauthausen, Gusen y Dachau que ya no se encontraban capacitados para la vida ordinaria de los campos. Los médicos alemanes llevaron a cabo las selecciones de los hombres que se encontraban más débiles y en peores condiciones. Fue el 15 de agosto de 1941 cuando el castillo de Hartheim, con su cámara de gas y su crematorio, recibió a los primeros españoles. Es casi seguro que fueron conducidos directamente a la cámara de gas. Los nazis esparcían las cenizas en el jardín del castillo, que pasó a ser un cementerio en el año 2002. Entre 1941 y 1944 fueron asesinados en Hartheim 10.000 prisioneros, 449 de los cuales eran españoles. Y ése debió de ser el final, como hemos apuntado, para Juan Nuevo Vázquez. Nadie salía con vida de allí. Hartheim se convirtió en otro lugar que marca la deshonra de una época, otro escenario maldito, un enclave lúgubre rebosante de inhumanidad.
A principios de 1945, presintiendo el final de la II guerra mundial, las SS decidieron desmontar la cámara de gas del castillo y borrar las huellas de los asesinatos allí cometidos. Utilizó a tal fin a veinte prisioneros, que trabajaron a destajo. Una vez finalizada su tarea de restauración fueron asesinados. Los alemanes no querían que nadie contase lo que allí había sucedido. Para completar la operación de maquillaje, trasladaron hasta el castillo a unos niños, pretendiendo que durante los últimos años ese espacio hubiese sido una guardería.
Los prominentem españoles
Para conocer los detalles de muchos de los sucesos que tuvieron lugar en Mauthausen, así como de la documentación que ha llegado hasta nuestros días, fue fundamental la valerosa actuación de algunos prisioneros españoles que ocuparon puestos de especialistas (prominentem) en la administración del campo. Así, Juan de Diego, un barcelonés que ingresó con el número 3156 y que había aprendido a manejarse en alemán en poco tiempo, entró a trabajar en la Administración Central de Mauthausen (Lagerschreibstube), encargándose, entre otras cosas, del registro de defunciones. En la oficina que albergaba los archivos, De Diego tuvo que asistir, desde su mesa de trabajo, a numerosas torturas infligidas a los prisioneros por los oficiales de las SS. En 1943, y durante un breve periodo de tiempo, se permitió a algunos prisioneros españoles escribir cartas. El propio De Diego fue conminado a ejercer de censor, evitando que la correspondencia que salía del campo contuviera descripciones de cuanto realmente sucedía allí. Aquellas escasísimas cartas fueron casi siempre escritas al dictado de los SS, obligando a los españoles a manifestar que se encontraban perfectamente. Toda una cruenta paradoja.
Pero fue otro español el también catalán Casimir Climent, quien llevó a cabo una tarea valiosísima que permitió conocer tras la liberación del campo los documentos que contenían los datos de los españoles que ingresaron allí. Había llegado a Mauthausen en noviembre de 1940. Apenas cuatro meses después, fue elegido para trabajar en la Politische Abteilung, la oficina de la Gestapo, que recogía un archivo con todos los registros de Mauthausen. El español tuvo que hacerse cargo precisamente del papeleo de sus compatriotas. De hecho, este archivo fue tratado prácticamente como independiente, separado del resto. Climent aprovechó el tiempo libre del que dispuso para realizar una copia del archivo general, y se las apañó para mantenerlo oculto, pese al considerable tamaño que llegaron a tener las fichas. Fue él, además, quien entregó a los norteamericanos un registro casi íntegro de los SS que habían servido en el campo. Junto a Juan de Diego llevó a cabo un listado de presos españoles, que incluía el domicilio en España de cada uno de ellos. El valor de las acciones de Climent y De Diego resultó trascendental, ya que de no haber sido por ellos, es muy probable que nunca hubiéramos conocido la identidad de todos los españoles muertos en Mauthausen y en sus campos anexos. La lista completa de fallecidos españoles llevada a cabo por Climent vio la luz por primera vez en 1977, en el libro «Els catalans als camps nazis», de Montserrat Roig.
Antes de abandonar el campo, las SS destruyeron toda la documentación oficial. Utilizaron los crematorios para borrar cualquier dato, cualquier información que pudiera caer en manos de los Aliados. Sin embargo, la pericia y la valentía mostrada por aquellos oficinistas españoles sirvió para que se conocieran los datos de quienes sufrieron en sus carnes el terror nazi del campo de exterminio de Mauthausen. Se han barajado muchas cifras tanto de ingresos como de muertes en ese campo, pero si damos por buenas las recogidas por Climent, estaremos reconociendo el ingreso de 7.186 españoles, y la muerte de 4.765 de ellos. Estas cifras no incluyen a los fallecidos en el transporte a Mauthausen, ni a los que fueron conducidos al crematorio sin ser registrados, ni a quienes fallecieron los días previos a la liberación. El monumento que honra la memoria de los españoles fallecidos en el campo de Mauthausen indica que allí perecieron 7.000. Igual dificultad se ha encontrado a la hora de determinar cuántas personas pasaron por el campo y cuántos de ellos perdieron la vida, pero se estima que fueron al menos 200.000 los internos, y 120.000 las víctimas mortales.
Las fotografías del horror
Otros dos españoles presos en Mauthausen resultaron fundamentales para poder identificar a varios de los miembros de las SS que les habían hecho la vida imposible a durante 5 años. Antonio García y Francisco Boix trabajaron en el servicio de identificación fotográfica (Erkennungsdienst). En Mauthausen se realizaron fotografías de identificación de prisioneros, aunque en el caso de los españoles apenas se dio esta circunstancia, ya que los alemanes contaban con las fotografías que les habían hecho anteriormente en los Stalag. También se realizaron por miles las fotografías de los altos cargos de las SS. Con ocasión de una visita de Himmler, se llegaron a hacer más de 4.000 fotografías. Según declaró Francisco Boix en el proceso de Dachau, se tomaron cerca de 60.000 imágenes mientras él estuvo como empleado en el laboratorio de fotografía. En ese mismo escenario el catalán confesó haber salvado de la quema cerca de 20.000 negativos. Los alemanes ordenaron destruir todas las películas fotográficas tras la derrota de Stalingrado. Cuando destruían el archivo fotográfico, no podían imaginar que en otro lugar se conservaban, además de sus rostros, las pruebas de sus acciones. García y Boix contribuyeron a que ese propósito no se cumpliera al cien por cien. En la actualidad, sin embargo, no se tiene constancia de la existencia de más de mil de esas fotografías. Saber qué ha pasado con el resto constituye todo un enigma. Gracias a su arriesgada tarea Boix fue llamado a declarar como testigo en el proceso de Nuremberg contra la cúpula del III Reich en 1946, y en el proceso de la Sección de Crímenes de Guerra americana contra 61 antiguos miembros de las SS de Mauthausen. En ellos detalló las circunstancias en las que trabajó en el Erkennungsdienst y dio cuenta de cómo había logrado robar los negativos. En el libro «Francisco Boix, el fotógrafo de Mauthausen», de Benito Bermejo, se ofrecen más datos de este episodio. Pero a pesar de trabajar juntos y de arriesgar sus vidas escondiendo el material fotográfico, García y Boix tuvieron una pésima relación . De hecho, García nunca pudo asimilar que Boix se convirtiera en una especie de héroe, de personaje básico en el proceso de Nuremberg. García, mucho mayor en edad que Boix, denunció hasta su fallecimiento en el año 2000 que no se le había reconocido su labor y que fue el Partido Comunista quien le impidió declarar en Nuremberg, en favor de Boix, que fue encumbrado como el único responsable de la salvación de las fotografías. En este punto el historiador norteamericano David W. Pike da credibilidad a la versión de García, quien aseguró haber salvado 200 fotografías en papel. Pike cuestiona la versión de Boix y pone en duda que Berlín ordenara destruir sus archivos fotográficos tras el desastre de Stalingrado. A su juicio, no cree que los alemanes creyeran entonces que iban a perder la guerra. La teoría de Bermejo es bien distinta, al considerar que García habló siempre desde el resentimiento y que sus relatos «están teñidos de una profunda amargura». Tanto las fotos robadas por García, como los negativos salvados por Boix llegaron a manos de una valiente mujer austriaca del pueblo de Mauthausen llamada Anna Pointner, gracias a dos jóvenes presos españoles del kommando Poschacher que pasaban cada día por ese pueblo camino del trabajo. En un descuido de sus guardianes, le hicieron entrega del paquete con las fotografías, y Anna Pointner, que había simpatizado con ellos, no dudó en recogerlas y ocultarlas en el muro de su jardín. Su valor era muy alto: sirvieron para identificar a un buen número de los despiadados SS que sirvieron en Mauthausen y para que quedara constancia gráfica de lo vivido allí.
La liberación
Abril de 1945 parecía ya indicar de manera irremediable que los alemanes habían perdido la guerra. Las tropas soviéticas por el este y el ejército norteamericano por el oeste se aproximaban a Mauthausen. Hasta allí llegaba el sonido de los combates. Los SS comenzaron a preparar su huida. Pero antes, habían determinado enviar a las cámaras de gas a los prisioneros rusos que se encontraban en peor estado. El caos en el campo siguió creciendo en los últimos días de abril y los primeros de mayo. Hubo deserciones de varios SS que huyeron vestidos de civiles. El día 3, entregaron el mando del campo al jefe de la brigada policial del cuerpo de bomberos de Viena. El 5 de mayo ya no quedaba un solo SS en Mauthausen. Esa mañana aparecieron en el campo los miembros de una patrulla de reconocimiento de la 11ª División Acorazada de Estados Unidos, al frente de la cual se encontraba el general Dager. Fue el sargento Albert J. Kosiek el primero en penetrar en Mauthausen mientras recibía el saludo de los prisioneros de todas las nacionalidades. Los bomberos vieneses estaban dispuestos a entregar sus armas, pero temían la reacción de los hasta ese momento prisioneros del campo. Fue mérito del comité internacional de presos el que se mantuviese el orden en esos instantes, sin embargo, no se pudo impedir que se viviesen algunas escenas de revancha, en las que los prisioneros perseguían a sus kapos y los linchaban hasta terminar con sus vidas. Los últimos custodios de Mauthausen accedieron finalmente a entregar sus armas y abandonaron el lugar. Los estadounidenses anunciaron entonces que debían abandonar el campo hasta la mañana siguiente, en la que llegarían con más refuerzos. El comité internacional veló durante ese tiempo por el mantenimiento del orden. A la mañana siguiente, las tropas estadounidenses regresaron, esta vez a las órdenes del coronel Robert R. Seibel. Para entonces lo presos españoles le habían encargado al pintor barcelonés Francesc Teix Perona la creación de una pancarta de grandes dimensiones para dar la bienvenida a los aliados. Colgada en la puerta central, en ella se pudo leer: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras». En la parte inferior de la lona blanca figuraba la misma frase traducida al inglés y al ruso. En el momento de la liberación alrededor de 2.400 españoles permanecían con vida. La imagen que se encontraron los soldados estadounidenses era desoladora. Varios centenares de presos fallecían cada día en las fechas posteriores a la liberación. Otros, los que se encontraban con más fuerzas, acudieron por grupos en búsqueda de los SS. En ellos primaba en esos momentos el deseo de venganza.
Unas semanas después de la liberación, una patrulla norteamericana capturó a unos cien kilómetros de Mauthausen al máximo responsable del campo, Franz Ziereis, quien, pese a haberse dejado barba y vestir ropas de civil, fue reconocido por quienes habían sido sus prisioneros. Llevado al campo para proceder a su interrogatorio. El temible Ziereis era ahora un hombre atemorizado que buscaba encontrar la exculpación. Los prisioneros se las arreglaron para provocar que éste llevara a cabo un intento de fuga; los soldados norteamericanos dispararon al aire como señal de advertencia, pero los prisioneros encontraron la oportunidad deseada, e hirieron a Ziereis en un brazo y en el vientre. El fotógrafo Boix estuvo presente en el interrogatorio al que fue sometido el agonizante ex jefe de campo. Según el español, Ziereis reconoció que el internamiento de los republicanos españoles en Mauthausen se había realizado con el visto bueno de Franco y del gobierno de Vichy.
¿Lo sabía Franco?
La visita de Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores de Franco, a Berlín para entrevistarse con los dirigentes nazis tuvo lugar en septiembre de 1940. Para entonces, más de mil republicanos españoles habían sido ya recluidos en Mauthausen. De esto se deduce que los alemanes tomaron la decisión de internar a los españoles en el campo de exterminio con anterioridad a la visita del cuñado de Franco, y que por lo tanto el internamiento de los Rotspanien (rojos españoles) no respondió en realidad a una petición de las autoridades del gobierno español. Sin embargo, es rotundamente falso que no hubiera conocimiento de este hecho en el consulado español de Viena. Ésa fue la explicación que dio una y otra vez Serrano Suñer. Se trata de una falsedad que se ha encargado de desmontar David W. Pike: «Varias cartas fueron escritas por Pecker Cardona (cónsul español en Austria 1941) en el consulado español en Viena dirigidas al Komandantur del KL-Mauthausen pidiendo los efectos personales de determinado prisionero español, cuya muerte había sido notificada al consulado. (…) A veces, la embajada española en Berlín hizo gestiones a favor de algún prisionero español, como fue el caso de Juan Bautista Nos Fibla, que fue liberado de Mauthausen el 22 de agosto de 1941». En otros casos, el consulado español en Viena solicitó los certificados de defunción de los prisioneros españoles del campo de concentración, y los recibió convenientemente falseados.
Para Benito Bermejo, conviene tener en cuenta también las palabras del jefe del campo de Mauthausen, Franz Ziereis, quien en el interrogatorio al que fue sometido tras ser detenido por el ejército norteamericano, y siempre según el testimonio del fotógrafo Boix, dijo: «Para estos españoles recibí órdenes especiales; no podían escribir y nadie debía saber que se encontraban en el campo, dado que eran prisioneros de guerra franceses; habían tenido problemas con el gobierno de Vichy; para librarse de ellos se había creado una comisión de liquidación en Berlín por orden de Serrano Suñer, Ministro de Relaciones Exteriores de España. La cesión data de 1941. Los españoles ya no debían existir. El comienzo había sido exitoso, pero estos españoles no eran tan fáciles de matar como los polacos, porque se trataba de voluntarios que se resistían a las órdenes de los SS e incluso a veces se rebelaban contra los prisioneros alemanes de derecho común, que provocaban siempre refriegas, pero los SS no querían saber nada». No obstante, el propio Bermejo apunta: «Hay que subrayar que estas palabras han de tomarse como lo que son: lo que Boix declara en agosto de 1945 sobre lo que escuchó en el interrogatorio de Ziereis algo más de dos meses antes».
Los olvidados
Aún son muchos los que se sorprenden al conocer la historia de los miles de españoles deportados en plena guerra mundial a los campos de concentración de las SS. Hasta hace relativamente poco tiempo, la bibliografía acerca de este tema era, desgraciadamente, muy limitada. Hasta 1969 no vio la luz el primer testimonio escrito en español de un superviviente de Mauthausen. Habían pasado veinticuatro años desde la liberación, y se podía asegurar que el sufrimiento de los republicanos españoles allí presos había caído en el más absoluto de los olvidos, excepto, evidentemente, para las propias víctimas. Ellos no podían olvidar.
El gobierno de Franco se desentendió del destino fatal de miles de españoles, y aunque años después concedió varias amnistías, fueron pocos los que decidieron regresar a casa. Muchos de ellos optaron por quedarse a vivir en Francia, unos pocos, incluso, permanecieron hasta su muerte en la propia Austria, los hubo que pusieron rumbo a México y a otros países de habla hispana. El horror de la aniquilación sistemática llevada a cabo por los nazis fue vivido en primera persona por miles de españoles, y entre ellos, 175 extremeños. Los intentos posteriores de hacer justicia se saldaron de forma vergonzosa, y la impunidad fue el denominador común. Miles de miembros de las SS pudieron escapar a los diferentes procesos puestos en marcha. En el caso de Mauthausen hubo inicialmente dos juicios con un total de 56 sentencias de muerte. En juicios posteriores hubo nuevas condenas de muerte a miembros de las SS que habían servido en el campo de concentración. Pero la inmensa
mayoría de los 15.000 SS que sirvieron en Mauthausen quedaron impunes de los crímenes que cometieron. No fue el caso del jefe de seguridad del campo, Georg Bachmayer, quien se quitó la vida de un disparo tras terminar con las de su esposa e hijos.
El abulense Pablo Escribano declaraba en el diario La Verdad: «Hay días que me pregunto si de verdad estuve allí y pude sobrevivir. Recuerdo la cantera, y el olor a carne quemada que salía del crematorio. A veces todavía me despierto a media noche, y estoy llorando. Lo que yo he visto allí no puede ni imaginarse. Nadie puede imaginarse lo que ocurrió en aquel campo si no lo ha vivido».
En los últimos años algunos veteranos españoles han recibido tímidos y discretos homenajes, sin embargo, resulta ciertamente curioso que hayan sido considerados mejor en el extranjero que en su propio país. Tras abandonar España en plena guerra civil, recalaron en Francia, donde mayoritariamente combatieron al fascismo. «En Francia hay mucho respeto por los que lucharon contra el fascismo», asegura el avilesino Galo Ramos, el preso 3784 de Mauthausen. En las páginas del diario La Vanguardia el octogenario Enric Marco, otro español que sobrevivió al terror de Mauthausen, manifestaba en junio de 2003: «Cuando salimos de los campos nos prometimos que explicaríamos lo que había sucedido para que no se repitiera, pero han pasado los años y ha habido muchas cosas parecidas. Ahora tenemos Guantánamo o el racismo hacia los inmigrantes, a quienes miramos como a seres inferiores que apestan y nos molestan, y eso me recuerda cómo los alemanes nos miraban a nosotros, a quienes nos daban categoría de cerdos, ni siquiera éramos humanos para ellos. (…) Nos falta un reconocimiento público por parte del Estado español, más allá de la placa o del ramo de flores; que se reconozcan las razones por las que luchamos, que no eran otras más que las libertades. No se trata de pasar cuentas a nadie, sino de reconocer que somos parte de la Historia. Pero tengo claro que somos el precio de la transición: este país ha hecho la reconciliación sobre el olvido». Precisamente para evitar que esta historia cayera en el olvido se constituyó en París con idéntica finalidad la Federación Española de Deportados e Internos Políticos. También en la capital francesa se halla la Amicale Nationale de Deportes et Families de Disparus de Mauthausen et ses Comandos.
En Barcelona la Amical de Mauthausen, que ha llegado a tener 600 socios, tiene como principal objetivo recuperar esa parcela de la historia silenciada durante tantos años y exigir un reconocimiento por parte del Estado español a los hombres caídos en los campos nazis. Algunos supervivientes han viajado hasta la localidad austriaca donde tanto sufrieron. También lo han hecho los familiares de quienes no pudieron salir de allí con vida. La otrora temible e infernal fortaleza ha sido transformada en un museo que muestra la espeluznante degeneración que alcanzó ese espacio mientras fue utilizado por la SS como campo de trabajo y exterminio. Hoy es frecuente comprobar cómo pasean por allí colegiales austriacos a los que se trata de inculcar que aquél fue un error que no debe repetirse.
El monumento dedicado a las víctimas griegas en Mauthausen reza: «Das Vergesseb des Bösen ist die Erlaubnis zu seiner Wiederholung» (Olvidar el mal pasado es permitir que se repita). Cerca se levanta otro tributo dedicado a los españoles allí fallecidos. En él una placa en cuatro idiomas señala: «Homenaje a los 7.000 republicanos españoles muertos por la libertad». Todos los países que perdieron allí a compatriotas sufragaron los gastos de sus respectivos monumentos, pero en el caso de la escultura que recuerda a los españoles, tuvo que pagarse con el dinero que aportaron los familiares de las víctimas.
Y Cecilio Nuevo, como tantos otros hijos de las víctimas, no tuvo tiempo de conocer a su padre, un castejao que engrosó la fatídica e interminable lista de víctimas de Mauthausen. Nunca recibió una comunicación oficial del Estado español; nunca una explicación. Navalmoral de la Mata, Guadalupe, Castañar de Ibor, Talayuela, Villar del Pedroso, Coria, Miajadas, Talavera la Vieja, Berrocalejo, Plasencia, Tejeda del Tiétar y Casatejada son algunas de las localidades que perdieron a algunos de sus vecinos en aquel pueblo austriaco de difícil pronunciación.
El 16 de mayo de 1945, una vez liberados, todos los comités nacionales de presos de Mauthausen redactaron un juramento. Lo firmaron españoles, checos, austriacos, griegos, italianos, húngaros, franceses, belgas… En él se decía: «Tras una estancia de varios años en el campo, comprendemos mucho mejor el valor de la fraternidad de los pueblos. Fieles a esta idea, juramos mantener nuestro espíritu de solidaridad y unión para continuar la lucha contra el imperialismo y el fanatismo nacional. (…) La paz y la libertad son la garantía de la felicidad de los pueblos y de la construcción de un mundo sobre nuevas bases de justicia social y nacional. Es esa la única ruta hacia una colaboración pacífica de las naciones y de los pueblos. (…) Recogida tan sabia enseñanza, queremos marchar por un camino común, el camino de la libertad indivisible de todos los pueblos, el camino de la mutua comprensión, el camino de la colaboración en la gran obra de la construcción de un mundo nuevo, justo y libre. (…) Sobre la base de una comunidad internacional queremos erigir a los soldados de la libertad caídos en esta lucha sin tregua, el más bello monumento: El Mundo del Hombre Libre. Nos dirigimos al mundo entero para decirle: Ayúdanos en nuestra tarea. ¡Viva la solidaridad internacional! ¡Viva la libertad! «.
¿Seremos nosotros, sesenta años después, capaces de seguir desatendiendo tan noble petición?