Los derechos de la naturaleza y las comunidades indígenas son inseparables
Si nos proponemos luchar en contra de algo, debemos antes saber de qué se trata. Si vamos a perseguir un delito, debemos saber de qué se trata. A simple vista, y según el diccionario, la definición de ecocidio parece bastante sencilla: «Destrucción del medio ambiente, en especial de forma intencionada.” Los seres humanos son responsables, aunque un gran número de humanos son también sus víctimas. Se trata, pues, de un crimen de unos seres humanos contra otros muchos, lo que sugiere que debemos analizar el sistema en el que viven esos seres humanos. Sin embargo, es mucho más que un crimen antropocéntrico, porque el «entorno natural» incluye a todos los seres vivos y a todos los elementos que los sustentan (suelo, rocas, agua, aire, vegetación, océanos, accidentes geográficos, montañas, colinas, valles, montículos, bermas, desiertos, cursos de agua, masas de agua, acequias, manantiales, humedales, bosques, etc.). De hecho, el «ecocidio» es tan escurridizo como la anguila a la que mata.
«Eco», del griego oikos, tiene sus raíces en la idea de lugar y, en particular, de hogar o casa, mientras que «-cide» procede del latín caedere (demoler, cortar, talar, o matar). Cuando lo acuñó el biólogo y posteriormente activista antibelicista Arthur Galston en 1970, «ecocidio» se refería a un lugar concreto -Vietnam- como víctima y al gobierno estadounidense, su ejército y empresas como Dow Chemical y Monsanto, que suelen estar al acecho en los crímenes de ecocidio, como autores. Galston había trabajado en un laboratorio para desarrollar un componente químico del defoliante Agente Naranja para su uso en la guerra de Vietnam -19,5 millones de galones-, con la intención de destruir la vegetación, los suministros de alimentos y las comunidades. Defolió 3,1 millones de hectáreas de bosques tropicales y manglares entre 1961 y 1971, y desde entonces más de cuatro millones de personas han sufrido cánceres y graves y discapacidades congénitas, por no hablar de sus efectos sobre la fauna, los alimentos, el agua, los sedimentos, el suelo y los cambios en la biodiversidad, que persistirán durante generaciones.
Por lo general, el ecocidio va de la mano de la impunidad. Las insuficiencias del derecho internacional (al menos para las víctimas) se pusieron de manifiesto en el año 2005, cuando el juez federal estadounidense Jack B. Weinstein desestimó una demanda por daños y perjuicios -en nombre de millones de vietnamitas- en contra de empresas estadounidenses que suministraban a los militares el agente naranja y, por tanto, cometieron crímenes de guerra. Dictaminó que «no operó ningún tratado o acuerdo de los Estados Unidos –expreso o implícito- para hacer uso de herbicidas en Vietnam, una violación de las leyes de la guerra o de cualquier otra forma de derecho internacional hasta abril de 1975». De hecho, el 11 de diciembre de 1948, Estados Unidos había firmado la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, cuyo artículo 6 se refiere a «actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal» mediante (a) La muerte de miembros del grupo; (b) Causando graves lesiones corporales o mentales a miembros del grupo; (c) Sometiendo intencionadamente al grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (d) Imponiendo medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo …» Pero el gobierno estadounidense tenía su propia «interpretación» exculpatoria de la Convención: «los actos cometidos en el transcurso de conflictos armados sin la intención específica requerida por el artículo II no bastan para constituir genocidio, tal como se define en la presente Convención». Sin «intención específica», debería haber sido un error.
Ecocidio no significa matar un hogar por aquí y otro por allá. Es un crimen de proporciones gigantescas, mucho peor que el genocidio que se limita a los humanos, un crimen con consecuencias para todos los seres vivos y no vivos y su hogar pertenecientes ahora frágil planeta en el que vivimos. Es global en su propagación y globalizador en sus consecuencias, porque todo en la naturaleza está conectado de modo que que nada escapa. Un grupo puede denunciar un delito de ecocidio, pero esto no capta su inmensidad. Es como una ameba, la pinchas en algún sitio y sobresale en otro. Al final, la ameba también muere, porque se trata de un crimen contra la vida misma.
Ya es bastante difícil capturar a los actores que tienen el poder y los medios institucionales para cubrir sus crímenes, especialmente cuando son crímenes de Estado, pero al menos es posible identificar a algunos, entre ellos los miembros del grupo de presión internacional CropLife, los gigantes agroquímicos BASF, Bayer, Corteva, FMC y Syngenta (y los gobiernos que les permiten hacerlo). Es aún más difícil identificar a las víctimas en todas sus formas que no suelen ser oídas: vegetales, animales, humanas y no vivas. Jojo Mehta, fundadora de “Stop Ecocide International”, -que aspira a que el ecocidio sea un quinto crimen (junto al Genocidio, los Crímenes contra la Humanidad, los Crímenes de Guerra y Crímenes de Agresión en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional)- señala que no es posible solicitar a los gobiernos un permiso para matar gente (aunque las leyes de armas de EE.UU. podrían ser una excepción) porque eso es un crimen, aunque sabemos que se puede conseguir permiso para proyectos asesinos como el fracking y la minería. Exterminar abejas no es sólo un crimen contra las abejas, que de todos modos no tienen personalidad jurídica. Debido a sus resultados científicamente reconocidos -porque al fin y al cabo las acciones tienen consecuencias que terminan con el exterminio humano masivo-, el asesinato de abejas podría encuadrarse en el artículo 7 del Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacional: «Crímenes de lesa humanidad” entendidos «… como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, con conocimiento de dicho ataque», y engloba a los siguientes actos: a) Asesinato; b) Exterminio; c) Esclavitud; d) Deportación o traslado forzoso de población; e) Encarcelamiento u otra privación grave de la libertad física; f) Tortura; g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada, o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; h) La persecución contra cualquier grupo identificable por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género o de otro tipo; i) La desaparición forzada de personas; j) El crimen de apartheid; k) Otros actos inhumanos que causen intencionadamente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física. Es difícil separar a los crímenes de lesa humanidad del genocidio. Por ejemplo, todos los crímenes enumerados en el artículo 7 se han cometido durante décadas y se están cometiendo ahora mismo en Papúa Occidental, donde también se han calificado convincentemente de genocidio. Y el genocidio también tiende a fundirse con el ecocidio.
Recurriendo al sentido común, Kevin Jon Heller ha dicho que «no tendría mucho sentido fundar una definición de ecocidio en la de genocidio. Ni siquiera el contaminador más flagrante se dice a sí mismo: ‘caramba, realmente quiero deshacerme de esa ruidosa especie de cigarra. Creo que verteré residuos tóxicos en su hábitat». Y no sería deseable ni racionalmente posible limitar el delito a la destrucción de grupos específicos de animales o plantas, que es la esencia de la definición de genocidio». En sus consecuencias, el ecocidio se acerca más a un “crimen de lesa Humanidad”, que no tiene como objetivo a un grupo específico. La víctima puede ser cualquier población civil, y la mera intención es suficiente para cometer cualquiera de estos crímenes, con la excepción del acto de persecución, que requiere una intención discriminatoria adicional. Además, el Artículo 7(2)(a) «determina que los crímenes de lesa humanidad deben cometerse para llevar a cabo una política de Estado o de una organización …. No es necesario que el plan o la política estén explícitamente estipulados o formalmente adoptados y, por lo tanto, pueden inferirse de la totalidad de las circunstancias». El ecocidio puede ser una causa de genocidio y de crímenes de lesa humanidad (que es a la vez víctima y autor, y el delito es omnipresente, por lo que los autores podrían terminar siendo sus propias víctimas), pero la relación de eco y humano a menudo se pasa por alto. Incluir al ecocidio como quinto delito internacional, o en el artículo 7 como duodécimo crimen de lesa humanidad es problemático, porque no es sólo un crimen de lesa humanidad.
Por ejemplo, clasificar a la naturaleza en especies como si se hiciera un inventario de las posesiones humanas, da la idea peligrosamente falsa de existencias separadas. Pero, como escribió Lynn Margulis, «los seres vivos desafían toda definición […] En la base de la creatividad de todas las grandes formas de vida conocidas, la simbiosis genera novedad. Reúne diferentes formas de vida, siempre por una razón. […] Los «individuos» se fusionan permanentemente y regulan su reproducción. Generan nuevas poblaciones que se convierten en nuevos individuos simbióticos multiunitarios. Éstos se convierten en «nuevos individuos» con niveles de integración mayores y más inclusivos. […]. Vivimos en un mundo simbiótico». Tendemos a pensar en los hongos como comestibles, vejadores (como el moho) o asesinos en las enfermedades, pero en sus redes micorrícicas, transmisores de lenguaje e intermediarios entre las raíces y los nutrientes, mantienen vivos a los árboles. Aún queda mucho por aprender sobre las interrelaciones entre las distintas partes de la naturaleza, en un entorno que muta rápidamente y en el que grandes grupos de elementos se extinguen. Por tanto, la legislación occidental sobre ecocidio debería forzosamente reconocer una ignorancia sustancial sobre las posibles víctimas y los efectos, por ejemplo, los «grandes sufrimientos o lesiones graves en el cuerpo, la salud mental o física», especialmente ante la creciente evidencia de que los seres vivos, probablemente incluidas también las plantas, son inteligentes y sensibles.
Cualesquiera sean las deficiencias del derecho internacional y su incapacidad para hacer justicia, continúa siendo fundamental la importancia simbólica de condenar la responsabilidad penal individual por la destrucción medioambiental a sabiendas. Hay dos iniciativas recientes, dos demandas contra el Banco francés Paribas. En una de ellas los Grupos de defensa del medio ambiente y los derechos humanos acusan al banco en virtud de la «Ley del Deber de Vigilancia», por prestar servicios financieros a empresas petroleras y de gas. En la otra, la “Comissão Pastoral da Terra” brasileña y la ONG francesa “Notre Affaire À Tous”, lo acusan de financiar a empresas como Marfrig, porque continúa comprando ganado en tierras deforestadas ilegalmente, dañando también al medioambiente en general. Recurrir a la legislación disponible, exigir cambios y presentar demandas de este tipo es una forma de atajar el problema. También lo es llenar los tribunales de manifestantes de desobediencia civil y científicos del clima rebeldes. Pero los informes de los periódicos revelan problemas con el enfoque del establishment. Por ejemplo, un artículo de la BBC, que describe a Macron como «uno de los partidarios de más alto perfil del ecocidio» (“one of ecocide’s highest profile supporters”, sic) no aclara si Macron apoya el ecocidio o quiere convertirlo en un delito, y su ambigüedad moral se expresa en el título, «Ecocidio: ¿Debería ser delito matar a la naturaleza?». ¿Qué? ¿Matar la naturaleza no es un crimen? Pero, de nuevo, ¿quién define lo que es y necesita la naturaleza? Es el poder el que decreta que está bien sacrificar canguros, lobos, búfalos y linces «en exceso», con la excusa de proteger a los animales de la agroindustria.
El derecho penal internacional se aplica a los individuos, por eso es que declarar culpable a un director general no pondrá fin al negocio. El modelo dominante de capitalismo corporativo -dependiente del extractivismo-, es el elefante muerto en la habitación. Demasiado grande para atraparlo. A diferencia de un enfoque antropocéntrico, una perspectiva realmente ecocéntrica debería ser capaz de desafiar el paradigma legal capitalista en el que los humanos son «dueños» de la naturaleza (y no hace tanto, de otros humanos), presentada como un objeto para uso y beneficio, escribiendo así daños colaterales en el trato. Al igual que ocurrió con las enmiendas sobre agresión del Estatuto de Roma, los Estados poderosos que son autores de estos daños jurídicamente «aceptables» no estarán dispuestos a aceptar ninguna enmienda sobre ecocidio. Por lo que a ellos respecta, Tuvulu puede seguir hundiéndose. Los países más pequeños que dependen de la ayuda económica de los más grandes (para proyectos capitalistas), no se atreven a respaldar las enmiendas sobre ecocidio. Vanuatu ha planteado la cuestión, pero no ha presentado ninguna propuesta formal.
Además del poder estatal y corporativo hay dos doctrinas omnipresentes -una teológica o vinculada con la teología y la otra que pertenece al campo de la economía política-, que instigan el modo de pensar la «naturaleza», incluida la naturaleza humana. La Biblia (Génesis 1: 28) ubica a los humanos fuera de la naturaleza, por encima de ella: «Sed fecundos y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla. Dominad a los peces del mar, a las aves del cielo y a todo ser viviente que se mueve sobre la tierra». Someted a la tierra, a todo lo vivo y no vivo conlleva extractivismo e implica mucho más que apoderarse de ciertos recursos. Es todo un sistema económico de merodeo y desposesión, una ideología que afecta profundamente tanto a las relaciones sociales en general como a las que se dan entre el hombre y la naturaleza. Se produce en «enclaves», pero los beneficios se van fuera y son internacionales. Hace más de 500 años, el colonialismo creó Estados construidos sobre el saqueo, cuya legitimidad fue respaldada por las leyes de propiedad y las instituciones gubernamentales (y, más recientemente, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y los bancos de «desarrollo»), y depende de los beneficios del expolio para financiar las trampas del poder y proporcionar a las poblaciones «desarrolladas» grandes proyectos de infraestructuras engalanados con los seductores antojos de la modernidad. El hecho de que se sustenten en la destrucción de los seres humanos y la naturaleza se oculta bajo las alfombras rojas que se extienden para el club de los depredadores VIP en juergas como la COP27.
Quienes nunca leyeron la Biblia tienen ideas diferentes sobre la vida en la Tierra, más próximos a Lynn Margulis que a Dios. Los defensores del hábitat indígena poseen cosmologías que no podrían ser menos capitalistas, lo cual también se expresa en el lenguaje que utilizan, por ejemplo el uso de conceptos circulares del tiempo que implican cuidado y responsabilidad en lugar de la «flecha» mortal que «progresa» hacia un futuro destrozando el pasado y el presente; o, la importancia que le otorgan a la calidad (casi sin utilizar números) en lugar de la cantidad (y la perversión final de los algoritmos que matan las libertades y controlan la existencia humana). Parte del conflicto entre las cosmologías indígenas y las ideologías capitalistas queda claro incluso en el caso de iniciativas bien intencionadas, como por ejemplo otorgar personalidad jurídica a los fenómenos naturales, como ocurrió en Aotearoa (Nueva Zelanda) con la Ley de Te Urewera de 2014, por la que el parque nacional de Te Urewera fue «declarado en si mismo una entidad jurídica». Sin embargo, “no se trata de una traducción directa de las concepciones indígenas, sino más bien una camisa de fuerza potencial para la política emancipadora indígena. El carácter radical de las ontologías indígenas no se refleja plenamente en el concepto de personalidad jurídica. Además, la forma en que se conceden derechos al entorno natural es una parte importante del efecto que tales derechos pueden tener en las comunidades indígenas».
El 3 de marzo, un grupo de juristas y activistas se reunió en el ICIP (Instituto internacional catalán por la Paz) de Barcelona para debatir sobre el delito de ecocidio y las posibles formas de hacerle frente a través del derecho y los instrumentos internacionales. Hubo acuerdo general en que, a pesar de los problemas de definiciones y acción, deberían emplearse todos los recursos jurídicos disponibles. No obstante, también deberíamos reflexionar sobre las palabras del sabio Wendak (Hurón) del siglo XVII, Kandiaronk: «… ¿por qué nunca presentamos demandas? Pues porque tomamos la decisión de no aceptar ni utilizar nunca el dinero… Una y otra vez, he expuesto las cualidades que los wendat creemos que deben definir a la humanidad -sabiduría, razón, equidad, etc.- y he demostrado que la existencia de una materia separada es un hecho. – y he demostrado que la existencia de intereses materiales separados las echa por tierra. Un hombre motivado por el interés no puede ser un hombre racional» (citado por Graeber y Wengrow, 55-56).
La parte realmente importante de la iniciativa que aún no ha sido suficientemente explorada, se refiere a lo que reclaman los defensores ambientales indígenas sobre los crímenes cometidos en su contra, sus críticas al sistema capitalista que los está matando y los saberes que podrían aportar para la protección de su oikos (un oikos que se extendería a todo el planeta). No hay foros para ellos, son ignorados en cumbres como la COP27, y los crímenes en su contra y sus hogares son tratados -y por tanto ignorados- como asuntos de “enclave”. Es hora, aunque casi es demasiado tarde, de hacer un hueco en el debate sobre el ecocidio para escuchar al ecoside, la gente que más sabe de lo eco, el 5% que gestiona el 85% de la biodiversidad mundial. Por ejemplo, Papúa Occidental, uno de los países más castigados del mundo, ha propuesto un Estado Verde -la primera propuesta de un Estado Verde- con iniciativas tales como diseñar una democracia comprometida con la protección del medio ambiente, la defensa de los derechos humanos y la administración indígena de las tierras tradicionales»- lanzada por sus líderes independentistas en la COP26 (ver aquí, aquí, and aquí), que podría servir como documento de referencia para los defensores indígenas del medio ambiente de todo el mundo.
Sería una iniciativa en la línea de un Tribunal Russell o Tribunal Permanente de los Pueblos, capaz de lograr un foro para que los más afectados denunciaran los crímenes de ecocidio, nombraran a los criminales y presentaran su «sabiduría, razón y equidad» no capitalistas. En nuestro grupo de Barcelona contamos con juristas, criminólogos, políticos, periodistas, arquitectos y un relator especial de la ONU sobre el agua. El grupo puede establecer conexiones entre líderes de Papúa Occidental, Brasil y otros países latinoamericanos, y trabaja con el personal altamente cualificado de Survival International y, en el futuro, quizás, con el grupo de apoyo de Papúa Occidental del Parlamento de la UE, que incluye a Mehta (directora ejecutivo de “Stop Ecocide International”). Tenemos una base sobre la que construir. Tal vez un primer paso podría ser una reunión (como la del Tribunal Russell sobre Palestina celebrada aquí en 2010) para dar voz a los representantes indígenas, tratar de entender su experiencia, ofrecer el apoyo que ellos mismos dicen necesitar y, tal vez, convertirse en un centro para facilitar los contactos internacionales. Las ciudades que son parte del problema como centros de consumo desmesurado, también podrían ayudar.
Mientras tanto, los presidentes de Colombia, Venezuela y Surinam, Gustavo Petro, Nicolás Maduro y Chan Santokhi, han hecho un llamamiento a una amplia alianza por la selva tropical. Y el presidente de Brasil, Lula, ha prometido proteger la Amazonia. Sin embargo, también ha caído en la trampa del lavado verde internacional de lujo al ofrecer celebrar la cumbre del clima de 2025 en la ciudad amazónica de Belem. Dado el pésimo balance de los últimos esfuerzos de la COP, sería más adecuado albergar algo que sea realmente apropiado en el sentido de Kandiaronk, como un Tribunal de los Pueblos Indígenas sobre Ecocidio, donde puedan hablar y decir lo que necesitan. En lugar de ser un líder mundial más que lanza palabras al viento, podría demostrar su valía y ser un verdadero líder en lugar de uno más de la manada de acaparadores de titulares, ofreciendo un foro a las personas más afectadas por el ecocidio. También son ellos quienes pueden mostrar el camino, porque tienen las mejores respuestas, entre ellas el proyecto de Estado Verde de Papúa Occidental.
No me describiría ni remotamente como “junguiana”, pero creo que Jung tenía razón cuando advirtió: «Vivimos bajo lo que los griegos llamaron el καιρός (Kairos) -el momento adecuado- para una «metamorfosis de los dioses», es decir, de los principios y símbolos fundamentales». Y espero que Lula lo haga valer.
Julie Wark. Es miembro del Consejo Editorial de SP
Texto original: https://www.counterpunch.org/2023/03/19/ecocide-and-ecoside/
Traducción: María Julia Bertomeu